LA VIDA LÚCIDA

LA VIDA LÚCIDA

por - Ensayos
01 Jun, 2018 11:51 | comentarios
Este texto es uno de los dos prefacios del libro recientemente publicado por la Universidad Nacional de la Plata titulado El lago helado. Sus autores son Gustavo Fontán y Gloria Peirano. Se trata de un libro sobre el sonambulismo en varios sentidos del término.

La lucidez es el tenue abismo de la razón. El sonambulismo es un fugaz abismo sin razón. La vida ordinaria está en el medio. Al decir “vida ordinaria” no se quiere introducir ningún matiz de menosprecio, más bien se alude a un estado de conciencia disperso, ceñido en responder a las tareas de la cotidianidad y las obligaciones pragmáticas que definen la marcha de cada día: una labor, una actividad, una función, una distracción.

En un sentido estricto, el sonámbulo es aquel que sueña como si estuviera despierto. No le basta al inconsciente con generar escenas nocturnas que representan deseos, fantasías y miedos; en la experiencia del sonambulismo, el cuerpo abandona el descanso y se pone en movimiento, como si estuviera poseído por un demiurgo que disocia el psiquismo de la física. En efecto, el sonámbulo no solo se desplaza en el espacio, al que reconoce sin referenciar, sino que también habla. ¿Quién habla? El lenguaje mismo, un sujeto anulado por una fuerza (inconsciente) que también le pertenece al lenguaje y lo desborda. ¿No sucede cada tanto que las palabras usan y se apoderan de los hablantes? Es reconocible la experiencia por la cual alguien dice algo y sin saber por qué una palabra se repite y adquiere un protagonismo que el hablante no ha concebido ni tampoco elegido. La palabra se impone, domina a quien habla a elegir cómo decir algo. La palabra elige al que habla y no viceversa. El sonámbulo es figurativamente aquel que ha sido tomado por algo tan íntimo como extraño que es parte de él o ella pero que además no es del todo. Se mueve, habla, pero en cierto modo no está allí. Podría ser un zombie, un no viviente, que no es lo mismo que estar muerto.

No es en vano insistir que dicho fenómeno puede ser trasladado a otra dimensión de la experiencia. Hombres y mujeres despiertos, mejor dicho, conscientes, se pueden comportar como sonámbulos, en tanto que hay algo que les habla y eso que habla habla por ellos, e incluso determina el deseo, los gustos, los valores, los placeres y los rechazos. He aquí otra figura del sonámbulo, el autómata, un sonámbulo despierto —pero no por eso consciente—, pues el autómata se deja llevar por los dictámenes del incesante murmullo del discurso (del otro), creyendo así que su palabra es suya y asimismo sus decisiones. El autómata se casa, trabaja, ama y vota. El autómata tiene documento de identidad y es capaz de unir el reflejo de su rostro en el espejo como una apropiada duplicación óptica de sí. Cree ser alguien, y posiblemente lo es, ya que la vida de los autómatas consiste en abrazar una forma simulada de conciencia, o más bien un simulacro de autoconciencia. Visto así, el sonámbulo es tan solo una versión física del autómata. Un hombre o mujer renuncia sin enterarse a ejercitar una vida consciente. Esa cualidad psíquica que define una auténtica vida espiritual, que no es otra cosa que el repliegue de la conciencia sobre sí, no le ha sido dada. Por ahora, o para siempre, su conciencia se actúa según una restringida lógica de estímulos y respuestas.

La vida consciente es un abismo, porque la primera constatación del advenimiento de la lucidez es entrever que los automatismos que rigen el discurso son mucho más poderosos de lo que se creía. El flujo del discurso contiene y circunscribe al yo. Por eso pensar es aquí una inflexión; como se dijo alguna vez, pensar es pensar contra uno mismo, o empezar a examinar los automatismos con los que el yo se instituye como tal. La vida consciente se pone en juego cuando el autómata se descubre a sí mismo como una endeble red de creencias que lo organiza. El autómata se confronta así con el vacío y la incómoda clarividencia que adviene de saber que de ahora en más no se podrá continuar existiendo del mismo modo. De aquí en adelante se inicia una contienda. El deber de la conciencia es doblegar las ciegas marcas que hasta allí la han determinado. ¿Un nuevo alumbramiento? Digámoslo así: la vida consciente no es otra cosa que la derrota del autómata, el debilitamiento de ese sonámbulo simbólico que puede haberse inmiscuido en el espacio de la intimidad para malograr la difícil proeza de pensar lo que se piensa.

El cineasta Gustavo Fontán presintió primero en la literatura, luego en el cine, que el escritor y el cineasta pueden trabajar estéticamente a favor de esa vida consciente. La suya y la de otros. El cine de Fontán es justamente una práctica sonora y visual en la que se intensifican los sentidos y la relación estricta de la experiencia sensible con la conciencia. La poética general del cineasta consiste en ejecutar, sobre las relaciones que se establecen entre el lenguaje, la escucha y la mirada, una maniobra de inadecuación estructural por la que un todo viviente tiende a experimentar una escisión en los enlaces sincrónicos del plano sonoro y visual. El sonido se independiza de la imagen, y estos a su vez del lenguaje, de tal modo que la amalgama instituida por el hábito da lugar a una inestable ontología, donde todavía la comunión del objeto con la palabra no está del todo sellada y codificada en el lenguaje.

Esto es lo que sucede con absoluta precisión e intensidad en la magistral Sol en un patio vacío. Los sonidos se dispersan y no coinciden con las posibles referencias de su emisión; la propia estabilidad de una imagen, una fijación apropiada para la clasificación y la manipulación, es violentada por una fluctuante dispersión generalizada de las partículas de la física del mundo. La realidad fluctúa, se mueve, deviene. La apoteosis de ese objetivo estético se puede verificar en la hermosa secuencia de Sol en un patio vacío (y en varias secuencias de La orilla que se abisma, El rostro, La casa) en la que un viaje en automóvil impulsa una reorganización poética de los objetos y paisajes percibidos desde el interior del vehículo y los sonidos que provienen del afuera están desligados de un naturalismo sonoro. La nitidez necesaria para conducir es reemplazada por un nuevo movimiento de lo real que permite vislumbrar un materialismo poético en el que las formas del mundo son expresiones estéticas desentendidas de cualquier noción pragmática.

He aquí un laborioso rediseño de la sustancia móvil de la identidad, he aquí una modulación de la vida consciente que es interpelada por una nueva disposición de todo el orden sensible, pues si bien la vida consciente se define por el trabajo de la conciencia sobre sí, la sensibilidad también puede acelerar la conquista de la experiencia consciente. Sucede que la misma sensibilidad ha sido confiscada por el régimen estético de los autómatas. La relación con la materia, la bienaventuranza del tacto, el reconocimiento de los sonidos, la apreciación morfológica de las cosas y la combinación de todos y todo en el espacio son cuestiones centrales de la vida consciente, y por lo tanto del cine de Fontán.

Todo esto no es del todo novedoso en ese cine, pero sí el trabajo en conjunto con la escritora Gloria Peirano. Ambos ya habían probado esta afinidad electiva cuando trabajaron al unísono en El nuevo día. Este entrecruzamiento estético y amoroso se replicaba en la propia historia de una separación de una pareja, El trabajo mutuo detrás de cámara o en fuera de campo permitía que el hombre y la mujer de la ficción se separaran. Peirano tomaba la palabra y el sonido, Fontán la imagen. El hombre era una imagen, el verbo una mujer. El relato de una separación se materializaba en la total disyunción entre imagen y sonido que conformaba la materia real de ese film.

A Peirano no la avergüenza ser sonámbula, y por lo tanto ha decidido escribir un insólito manual para quienes son parte de ese viaje breve y sin calendario a lo ominoso. Dice: “Los sonámbulos no toleran la demanda. Miran fijo hacia delante. Pueden atacar si se insiste en hablarles. No lastiman física o espiritualmente, sino que van más allá, hacia un territorio desconocido, que profundiza los bordes del desgarro”.

La escritura no puede coexistir con la experiencia sin sujeto y alucinada del sonámbulo, pero al escribir sobre esto se saca provecho del trance no deseado para regresar de ese periplo con un posible saber acerca del no saberse ni contenerse. La escritura intenta poblar el desamparo. En esto, la sabiduría misteriosa de Peirano consiste en trabajar sobre la ausencia del sonámbulo como ente privilegiado que visita el abismo para avanzar sobre otras formas de sonambulismo que ya no atañe a los durmientes que caminan y hablan sino a todos aquellos que caminan y hablan como si durmieran.

Es que el manual, el diario y las películas de la trilogía prodigan una revelación compartida, acaso terapéutica, que nada tiene que ver con las categóricas trivialidades de la autoayuda. He aquí una ascesis secular o una inusual práctica conjunta: dos artistas eligen doblegar diariamente el sonambulismo y el automatismo, ese otro sonambulismo que no necesita del colchón y la noche. Las tres películas de esta trilogía de Fontán condensan toda su obra precedente —hasta se oye el tic-tac de El árbol— y en cada caso profundizan la potencia del cinematógrafo (digital) para hendir la repetición de la vida ordinaria y hallar entre actos mecánicos y espacios ordinarios una vía estética que modifica la cualidad intrínseca de la conciencia y su relación con lo circundante. Si un espectador se sometiera a un visionado diario de las tres películas por un tiempo determinado, las formas de asociación del cerebro y los circuitos implicados en la recepción de las películas darían como resultado un nuevo equilibrio sensible.

El diario de Fontán, por otra parte, fundamenta amablemente los hallazgos de la puesta en escena. No se trata aquí, al menos todavía, de una posible organización discursiva de su poética, sus propias “notas sobre el cinematógrafo”. No hay duda que se da a conocer, sin por eso ser indiscreto pero sí generoso, la conciencia que ha acompañado el nacimiento de las imágenes y los sonidos de su trilogía. Taquigrafía del alma del cineasta, que está en sus imágenes, sonidos y palabras.

El manual de Peirano es necesario porque complejiza las cosas, porque los recuerdos del sonámbulo, ahora ya transformados en literatura, no niegan la existencia de un fondo incierto e ingobernable en el que la muerte coexiste con la vida, y que parecería cuestionar la feliz hermosura que despunta en las tres películas. No es así, más bien todo lo contrario. Si estas películas existen es porque entran en disonancia con los textos de Peirano, oraciones sufridas y a su vez siempre vigorosas que remueven las certezas y los talismanes conceptuales para ir en busca de una vida nueva, tras reconocer un punto ciego en el corazón de la existencia.

*Los dos fotogramas pertenecen a La trilogía del lago, de Gustavo Fontán. 

Roger Koza / Copyright 2018