LO PEQUEÑO ES HERMOSO

LO PEQUEÑO ES HERMOSO

por - Ensayos
06 Nov, 2014 03:04 | comentarios
Un ensayo sobre la belleza en el cine. Todo lo que Sorrentino no puede digitalmente, Mekas lo consigue con casi nada.

Por Roger Koza

El título remite a un libro de economía, disciplina que presuntamente no se encarga bajo ningún aspecto de la belleza. El autor alemán del libro, E. F. Schumacher, imaginaba en Lo pequeño es hermoso otro concepto de producción y también otra escala para la economía (una escala en la que la gente importara). En el tiempo de su publicación, a principios de la década del ’70, la globalización vivía aún en su prehistoria, apenas se intuía un devenir planetario del globo como un mercado ilimitado, y si los conceptos de macroeconomía ya existían y determinaban los flujos de las mercancías, un par de décadas después el mundo es inconmensurablemente otro al que concebía el economista. Pero no se trata aquí de pensar la economía y su relación con el cine, sino de hacer un intento por indagar acerca de la experiencia de lo bello en el cine.

A comienzos de este año que ya empieza a declinar se estrenaba en Argentina un film con un título antitético al de este artículo: La gran belleza (2013). La película de Paolo Sorrentino fue un éxito de público y como sabemos ganó el Oscar para películas extranjeras. Todo el mundo parecía enloquecido con el film del director italiano, lo mismo que sucede en las últimas semanas con Relatos salvajes, una película que difícilmente podríamos pensar bajo las coordenadas de lo bello. En el final de ese film italiano, la aparición de una misteriosa santa venía a esclarecer el truco que está detrás de todas las cosas, la belleza cautiva y titilante que no se deja contemplar fácilmente. En ese desenlace, las propias cavilaciones nihilistas del escritor interpretado por el genial Toni Servillo se desvanecían frente a la evidencia: la gran belleza subsistía detrás del orden banal del mundo, lo conjuraba secretamente.

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La gran belleza

Recordemos esta escena clave, instante en el que el cínico escritor recupera el sentido de la belleza. El momento elegido por Sorrentino para la redención de su criatura se circunscribe a los minutos previos al amanecer. Un misterioso hombre le explica a Jeppe Gambardella lo que está a punto de ver. Los acompaña una enigmática religiosa que parece haber vencido al tiempo, una presencia celestial no desprovista de un costado ominoso. ¿Es una escena de Lynch? El acontecimiento es breve pero resulta ser la secuencia que resignificará la totalidad de la película: una cantidad inusitada de flamencos visitan la terraza de la casa del escritor. Es casi una epifanía, una invasión pacífica de la belleza natural. La potencia visual de la escena es indiscutible: ahí están las aves posándose en la baranda, subidas a la mesa, caminando por el patio. Sus colores resplandecientes, el rosa perfecto de los plumajes, las proporciones indiscutiblemente delicadas de las extremidades parecen responder a un diseño superior. Sin aviso, la monja soplará en el aire y las bestias emplumadas volarán hacia el océano. He aquí una expresión codificada de lo bello, he aquí el costado ridículo de lo sublime o, en su defecto, el paradigma kitsch en su mayor expresión, pues la operación formal consigue perpetuar el engaño e instalar una idea sospechosa de lo bello.

En torno a esta escena aludida se solía remarcar su contundencia y su materialidad. Evidentemente, para los espectadores la textura de la imagen y la verosimilitud de los movimientos de los animales llevaban a suspender cualquier juicio epistemológico sobre la naturaleza de esas imágenes. Nadie parecía darse cuenta de que todas esas criaturas rosadas habían nacido de un software. Se trataba entonces de un éxtasis contemplativo sostenido en un sentido de comunión con el reino animal propiciado por las maravillas que pueden surgir de un software, una programa capaz de simular lo real y perfeccionarlo. La sofisticación de los efectos digitales conlleva un engaño imperceptible. Este instante de gracia, que viene acompañado por el clarividente soliloquio del escritor, finaliza con éste diciendo: “Es sólo un truco”. Lógicamente, lo que se dice no trata de reflexionar acerca de la relación de esas imágenes hermosas y sus referentes, pero no está nada mal leer la misma declaración del personaje como una revelación propia de los procedimientos elegidos del director. En efecto, los flamencos del amanecer no existen, son pura manufactura digital, ilusiones demasiadas reales, trucos que borran su marca y consiguen engatusar al observador. Como sucede con las flores de plástico que nadie consideraría como bellas, estos flamencos son sólo ceros y unos dispuestos y reorganizados virtualmente para la deleitación de la mirada, aunque saber el truco y su inconsistencia ontológica debilite profundamente el sentido de placer que ocasiona en los espectadores. La gran belleza develada se pondría en entredicho o al menos sería un conflicto para el observador consciente: ¿puede una ilusión ser una entidad bella? Si se trata del mundo natural, se dirá probablemente que no. Lo bello natural debería remitir –según esta creencia– directamente a la entidad en sí representada. ¿No sería una gran desilusión saber de antemano que esos flamencos son la nada misma?

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Despertando a la vida

La experiencia de lo bello nace siempre en la relación que se establece entre el objeto considerado como tal y quien lo observa y así lo ve. En el ejemplo anterior, el problema radica en la simulación. Frente al artificio se quiebra la relación de confianza entre objeto y sujeto, o entre lo observado y el observador. Distinto sería si se anuncia el artificio como factor estructural de la puesta en escena, si es que se deja en claro el despliegue inmediato de entidades imaginarias. La disposición del observador es entonces enteramente otra cuando lo bello ya no responde al placer suscitado por la naturaleza, sino por la composición de un artista que pone en juego su imaginación. Un buen ejemplo de la belleza que surge de una recreación voluntaria de lo real se puede constatar en Despertando a la vida (2001). Richard Linklater modifica el registro de lo real a través de un software de animación por el cual lo real pierde su semblante original y su estabilidad, y lo real en tanto tal luce como una especie de tiempo-espacio continuo en transformación permanente. Las formas de lo real están en perpetua modificación, lo indeterminado es parte de su naturaleza. El resultado es bellísimo, pero desde el primer momento el truco formal es evidente.

De estos dos ejemplos se predica un punto de partida para explorar cualquier idea de lo bello aplicado al cine: habría una forma de filmar la belleza de la naturaleza en la que se pone en juego una relación entre la cámara y su (no) movimiento, su posición, la relación y distancia entre la cámara y los entes naturales, el vínculo que se establece entre la luz, la duración en el tiempo de la luz que rebota sobre los cuerpos. Hay que ir por la belleza, atraparla en su propia aparición, reconocerla; el cineasta se predispone a cazar los acontecimientos bellos que producen placer a la mirada. Es éste el procedimiento elegido por el gran Jonas Mekas, el director nacido en Lituania y figura mítica de la cultura underground de Nueva York.

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En el camino, de cuando en cuando, vislumbré breves momentos de belleza

En una de sus películas más extraordinarias y extensas, En el camino, de cuando en cuando, vislumbré breves momentos de belleza (2000), Mekas registra, como siempre, su cotidianidad doméstica y la vida pública de su tiempo con su cámara Bolex de 16 mm. No hay un guión predeterminado, sino tan sólo el afán de retener momentos desprovistos de trascendencia pero particularmente significativos por el placer ocasionado: el paseo en un parque con amigos, una manifestación en la vía pública, la llegada de las estaciones, las escenas de la vida conyugal adquieren una cierta cualidad que podría calificarse como bella. ¿Por qué este hedonismo ingenuo se trasciende a si mismo? En Mekas, la cámara funciona como una máquina de almacenamiento de esos instantes que la percepción atenta o la conciencia artística alerta rescatan de la repetición mecánica de los actos y los hábitos. Se trata de vislumbrar a partir de la creación de una perspectiva algo que está en la acción ordinaria pero que la excede. Es un plus de sentido discreto pero fundamental. La belleza en Mekas pasaría por la intensificación de la experiencia vital a propósito de situaciones compartidas entre amigos y gente querida. Ese bienestar es hermoso porque funciona como una forma lúdica y colectiva de enfrentar la vileza de los sistemas y la hipocresía organizada. Dicho de otro modo: se trataría de una sustracción subjetiva en conjunto a contramano del imperativo productivo de toda sociedad. Es por eso que durante los 320 minutos de En el camino, de cuando en cuando, vislumbré breves momentos de belleza se puede leer un cartel cada tanto que dice “Esta película es política”. La condición de posibilidad del vislumbre de la belleza, en el universo de Mekas, reside en cuidar del ocio, condición singular del ejercicio de la amistad en el que la improductividad como tal permite detenerse para contemplar lo bello que despunta en la cotidianidad. En este sentido, Mekas es quien mejor representa el concepto de lo hermoso como lo pequeño, y es por eso que sus películas suelen organizarse como collages de fragmentos dispersos.

Diríase que Mekas, como tantos otros, retoman el primer gran misterio del cine, la fotogenia, esa extraña cualidad por la que un rostro y un cuerpo frente a una cámara obtienen, más allá de su coincidencia con el concepto de belleza de turno, cierta hermosura que transforma a ese sujeto, objeto o paisaje en algo único e irrepetible, como si la cámara pudiera singularizar lo irrepetible de esa existencia respecto de la generalidad.

Decía el cineasta Jean Epstein: “Los misterios sólo duran un tiempo; se desplazan. Muy pronto, los directores y operadores que se interesaban en su oficio, supieron que la fotogenia dependía, quizás no exclusivamente, pero en general y de manera segura, del movimiento… De hecho, el paisaje más banal, el decorado más ordinario, el mueble más común, el rostro más ingrato, pueden volverse interesantes en la pantalla, es decir fotogénicos, si son mostrados allí, en el curso de una evolución continua de sus formas”. En este sentido, e intempestivamente, la fotogenia sería exactamente lo opuesto a la nueva cultura obsesiva del selfie, esta nueva banalización global narcisista ejercitada diariamente a través de las cámaras omnipresentes en los dispositivos de comunicación. Estas instantáneas poco tienen que ver con lo hermoso, pues fija al yo en su pose y el retratado elije meticulosamente sus gestos y arregla su cabellera. La fotogenia tiene que ver con el carácter autómata e inconsciente de un sujeto frente a una cámara, aquello que se fuga justamente de los dictámenes del yo.

Cuando recordamos los gestos y las expresiones de los moradores de Jerusalén al inicio de El evangelio según San Mateo (1964), de Pier Paolo Pasolini, o la expresión de Nadine Nortier en Mouchette(1967), de Robert Bresson, o de Ventura y Vitalina Varela en Cavalo Dinhero (2014), de Pedro Costa, estamos en el corazón del misterio de la fotogenia y del cinematógrafo. Si uno desea vislumbrar la belleza ocasional en el cine, en una época en que un excremento cayendo sobre un parabrisas es motivo de algarabía, es en estas películas, entre algunas otras, en donde se esconde lo hermoso.

Este texto fue publicado en la revista Quid en el mes de octubre de 2014

Roger Koza / Copyleft 2014