INTERNATIONAL FILM FESTIVAL AND AWARDS · MACAO 2019 (04): LAS TRADUCCIONES

INTERNATIONAL FILM FESTIVAL AND AWARDS · MACAO 2019 (04): LAS TRADUCCIONES

por - Festivales
14 Ene, 2020 02:04 | Sin comentarios
Juliette Binoche pasó por Macao; una película de un ruso sobre Estados Unidos ganó en ese festival. En ambos casos permiten pensar lo que define la existencia de un festival como IFFAM

Lucía espléndida. Sin ceder al protocolo incorregible de los festivales de cine, que esperan que las estrellas resplandezcan en todas las variantes posibles cuando los visitan, a ella le bastaba con sonreír y demostrar buena disposición. Solamente un antiguo delirio del mundo de los mitos les otorgó a los hombres y las mujeres que posan, hablan y se mueven frente a cámara una condición cercana a la de las deidades. Ella intentaba desmarcarse de aquella confusión inicial entre el cine y los seres mitológicos. En el cuello de la actriz no había collares de perlas, tampoco aretes estrambóticos y ninguna señal añadida de prestigio. La vestimenta era casi discreta, porque un poco de elegancia resulta una cortesía para los invitados y los presentes; el rostro, siempre impregnado por la amabilidad y una difusa tristeza, ni siquiera estaba cubierto por las derivas estéticas del saber dermatológico. Irradiaba hermosura y simpatía, pero por cuenta propia; sus atributos naturales alcanzaban, más allá de que algún que otro burócrata chino hubiera preferido más glamour y ostentación de riquezas. Ella era Juliette Binoche, la máxima presencial internacional con la que contó el Festival de Macao.

El amable director artístico, Mike Goodrige, empezó el diálogo con la actriz. Binoche habla el falso esperanto del siglo XX, es decir, inglés, con total fluidez. La conversación tenía así la gracia requerida y la cordialidad necesaria para que se tratara de un momento de sumo agrado. En efecto, las preguntas de Goodridge eran lo suficientemente abiertas, de tal forma que la actriz pudiera elegir por dónde responder y seguir según sus ganas. Así, no se privó de elogiar a casi todos los cineastas con los que trabajó: Haneke, Godard, Carax, Kieslowski, entre otros. Se detuvo un poco más en Kiarostami, porque la poética indeterminada del cineasta le resultó tan desafiante como fascinante. Siempre parecía que podía decir más, pero Goodridge quizás tenía en cuenta la dificultad lingüística de la audiencia y albergaba, quizás, dudas sobre si sus propios intereses y su conocimiento de la trayectoria de la actriz serían los mismos que los de los periodistas y el público que acompañaba en el auditorio.

A medida que Binoche hablaba, se podía conjeturar que existen dos tipos de intérpretes en el cine: el caso más convencional es el de aquel actor o aquella actriz que puede llegar a explorar todo lo que requiere la interpretación de un personaje y la relación entre la composición del personaje y el guion que le ha dado existencia; también puede detectar y saber nombrar las exigencias a las que se ha sometido todo intérprete para darle alma, a través de su cuerpo, a una entidad cuya genealogía arranca en la imaginación de un escritor y que se plasma primero en un papel. Pero existe una segunda criatura frente a cámara que cumple al pie de la letra con la descripción precedente y añade otra habilidad en su oficio: se trata de un saber del cine que ya no es del orden de la interpretación, sino de un reconocimiento de cómo su presencia en el espacio cinematográfico coexiste con otras fuerzas concretas que modifican la naturaleza misma de un film. Binoche daba signos precisos de poder argumentar sobre la puesta en escena y las tradiciones del cine, y de cómo esos saberes entraban en relación con su oficio. La preocupación pedagógica por parte de Goodridge en centrar sus preguntas al oficio de Binoche no posibilitó que ella siguiera esa veta especulativa que asomaba en algunas respuestas.

Pero esa charla padeció un giro inesperado, fatal para todos. Diao Yinan, el cineasta chino, el realizador de la notable The Wild Goose Lake, se sumó a la entrevista. Hasta ahí, la muy joven traductora venía haciendo un trabajo formidable; al menos cuando la joven se expresaba en inglés, su dicción y vocabulario denotaban dominio y precisión. La entrada de Diao desequilibró la interacción; la preocupación del cineasta se subscribía, aparentemente, a expresar su admiración por su trabajo y por la Nouvelle Vague. Cuando conseguía formular alguna pregunta específica, la traducción doble y el tiempo obligado para ese ejercicio lingüístico desvitalizaba completamente el discurso de la actriz. Vencían la dispersión y el desinterés de todos los participantes, y ni siquiera las preguntas finales del público pudieron conjurar ese impedimento que empieza en el lenguaje.

Lo que pasó con Binoche no fue otra cosa que lo que sucede con el festival en sí. Tiene lugar en Macao, donde el portugués sobrevive como una lengua muerta a la que se la venera sin razonar, una pregnancia estéril disociada de la vida real en el lugar. El festival, más allá de su ministerio formal y cultural, es dirigido por un plantel internacional; la prensa está en manos de una empresa inglesa y los asistentes al festival provienen también de Hong Kong y de China. La traducción es el tema del festival, indirectamente, y el cine podría ser así la promesa de una interfaz de lenguas.

El problema de la traducción define al festival en su propia historia; asimismo, define la posición de cualquier film frente a la audiencia local. ¿Qué vieron, realmente, en Los miembros de la familia, por citar un caso? Al no incluirse, por razones desconocidas, secciones de preguntas y respuestas, la interacción del público con los directores e intérpretes, que llegan desde los puntos más lejanos del mundo, se malogra. Ese intercambio, en un festival como este, sería clave, tanto para los anfitriones como para los visitantes.

Debido a las dificultades del cine clásico japonés, y sobre todo frente a las películas de Mizoguchi, el gran Jacques Rivette razonó una traducción no lingüística de lo inconmensurable a partir de la puesta en escena. A ese concepto le confirió un poder universal de comunicación, capaz de dirimir las diferencias culturales que suelen obstaculizar el entendimiento entre hablantes de lenguas distantes. Dicho así, suena plausible, pero el concepto puede prestarse a confusiones por su habitual propensión a ser reducido a los menesteres teatrales y a la abstracción indirecta cuando se enuncia la puesta en escena como un plus de una poética, otro término que rara vez se formula. El festival contaba con una película paradigmática para abordar este escollo.

Give Me Liberty es una película inclasificable. Su hazaña y su gloria consisten en proponer un entendimiento colectivo entre hombres y mujeres de procedencias disímiles y sin un denominador común regido por el lenguaje. La puesta en escena es aquí la propia estructura que permite esbozar el misterio de la comunicación humana y la relación de esta con aquello que se cree universal y lo que puede impedir esa clarividencia. La energética procesión de planos y la movilidad interior de cada uno de estos perfilan una película que tiende a comportarse como un organismo vivo. Desde el primer minuto al último, incluso cuando la trama incluye un entierro, un moribundo y varios personajes que deben luchar contra la incapacidad de sus propios cuerpos o mentes, la película goza de una vitalidad indetenible. Ese vitalismo no tiene ni un ápice de impostura. Está ahí, frente a los ojos, empujándolo todo. El montaje es veloz, y el movimiento en el propio espacio dramático, imparable. La película respira, literalmente. Por cierto: ¿no es una definición —demasiado equívoca pero correctísima— de puesta en escena el saber disponer de los planos? El joven Kirill Mikhanovsky, y aquí lo demuestra del todo, algo sabe de la materia de cada plano.

Tiene razón Manhola Dargis al titular su reseña sobre el film de Mikhanovsky como “Un paseo salvaje con un virtuoso del caos”. El caos al que se refiere la crítica de cine del New York Times quizás pueda ser reelaborado como una forma rizomática de acopiar situaciones microscópicas y en constante deriva que instan a hacer una experiencia del relato por una modalidad acumulativa de intensidad y no por una constante evolución dramática. Esto puede ser visto como caótico, en tanto que el relato clásico no es otra cosa que una inscripción antiquísima por la cual una lectura del mundo y su destino es asimilada a las formas de narrar con cierta tendencia lineal sobre las pequeñas existencias que se suceden en él.

En Give Me Liberty no existe un argumento firme que se despliegue alcanzando su máxima tensión unos minutos antes del final, momento en el que se resuelve positiva o negativamente una determinada situación. Aquí los personajes son muchos, hay algo así como un protagonista que maneja una camioneta a toda velocidad y en la que suele trasladar a personas con problemas físicos muy distintos. Una situación familiar pone en movimiento el relato, el cual sí sigue una línea de tiempo dada por el transcurso de un día. He aquí una importante distinción. Un relato lineal implica secretamente una voluntad mínima teleológica. Todo se orienta hacia una resolución. Las horas del día no contienen ninguna teleología, excepto el descanso y la lógica laboral que imprimen un orden a un tiempo de vigilia que en sí no lo tiene.

En este sentido, todo comienza como la vida de cualquier hombre y mujer que trabaje: a las 7 de la mañana el joven Vic viene a despertar a su abuelo para asistir al funeral de una persona querida. Vic ya está en horario de trabajo. El abuelo vive con otros hombres y mujeres de su generación, todos procedentes de Rusia, en una especie de residencia en la que conviven otros internos. No todos son judíos, pero muchos profesan esa religión.

En esa escena inicial ya se enuncia el caos como fuerza de todo. El comportamiento del abuelo es completamente impredecible y será extensivo al comportamiento narrativo del film. Desde ese momento en adelante, cada viaje en la camioneta de Vic culmina en una situación insólita: un baile de discapacitados, un entierro fallido, una protesta política sobre derechos civiles, un concierto lírico en el living de una casa, una comilona en el departamento de una muerta, el reiterado traslado de sillones por la ciudad en los que pueden estar escondidos fajos de miles de dólares en el interior. En esa deriva permanente el film sostiene su suspenso, que sustituye al ascenso dramático de la trama.

Esas son las acciones, y sobre ellas se van añadiendo personajes singularísimos. El ya mencionado abuelo, la hermana de Vic; el sobrino de la tía que acaba de morir y que pronto se convierte en un segundo protagonista, un tal Dima; una hermosa joven afroamericana que no puede caminar libremente; la madre de Vic; un señor de unos 180 kilos; un filósofo postrado, clave como contrapunto del ritmo general. La lista es interminable, y todos poco tienen que ver con los estereotipos dominantes del cine contemporáneo. Estos personajes aparecen y desaparecen, pero nunca se olvidan: cumplen una misión narrativa y le prodigan al film en cada aparición una cualidad humana distinguible.

Todo sucede en Milwaukee, durante un solo día en el que rusos (judíos) inmigrantes y afroamericanos sienten compartir una experiencia en común: son pueblos mitigados, a veces sometidos, pueblos que han partido de algún lugar para llegar a otro en busca de libertad. La emancipación, inadvertidamente, los iguala, o el deseo de esta, y todas las diferencias lingüísticas pueden cobijar ese saberse aplastados por un poder no identificado pero que puede reprimir, representante de un sistema que no distribuye con justicia. Este no es un film de pudientes, y la opulencia de Estados Unidos permanece en fuera de campo.

Hay cosas hermosas en materia cinematográfica. En ocasiones, suenan canciones folclóricas rusas y en otras, temas típicos del rock estadounidense; el paso de una melodía a la otra desconoce varias veces la pausa, y la fusión es la lógica que los enlaza. Es que el concepto sonoro es magnífico, algo que puede verificarse ya en la primera escena: cuando el abuelo despierta, se viste, hace piruetas y martillea a un pollo congelado, un imperceptible fondo sonoro acompaña la escena, como si en esa melodía subterránea los inmigrantes conservaran una ligazón con otro espacio y otro tiempo. Otra evocación sobre el funcionamiento de la memoria se circunscribe a reiteradas observaciones de Vic, registro de breves momentos vividos en este día que se materializan en una textura de 16 mm, una forma de distinción material entre la percepción del presente y la recreación del pasado reciente ya sentido como propiedad de la memoria.

Esta es la segunda película de Mikhanovsky, cineasta ruso que vive en Estados Unidos y cuya ópera prima, Sonhos de Peixe, tenía como escenario un pueblo perdido de Brasil. La inclusión de este título en IFFAM 2019 fue un acto de rebeldía. Que haya ganado en la categoría principal de la competencia es un premio al riesgo y a la libertad. Si los cinéfilos chinos reclamaban libertad, con el film de Mikhanovsky tuvieron una respuesta a la altura de las exigencias.

Roger Koza / Copyleft 2020