LAS PELÍCULAS DEL BAFICI 2017: TRÁS-OS-MONTES

LAS PELÍCULAS DEL BAFICI 2017: TRÁS-OS-MONTES

por - Festivales
24 Abr, 2017 05:14 | 1 comentario
El cine lusitano nos prodiga con bastante frecuencia películas inolvidables. Esta ópera prima está entre las mejores de toda la historia.

Trás-os-Montes, António Reis y Margadira Cordeiro , Portugal, 1976 (****)

Supongo que un joven cinéfilo en 40 años verá Trás-os-Montes como un aerolito que resguarda imágenes de un tiempo remoto; una pieza de tiempo sin réplica en el presente. La vida rural de Portugal en la década de 1970 le parecerá una alucinación proveniente de un planeta que también inventó el cinematógrafo. ¿Qué filmaban estos alienígenas? ¿En qué era?

Dije “cinematógrafo” y evité la palabra “cine”, una distinción que no suele hacerse a menudo. Pero Trás-os-Montes poco tiene que ver con la tradición de Griffith, e incluso con otras como la de Vértov y Eisenstein, que quisieron dispensar al pueblo un sistema móvil de representación total. Lo que consiguen aquí António Reis y Mararida Cordeiro pertenece a otra tradición. Trás-os-Montes no es estrictamente un film bressoniano, pero sí lo es en espíritu. ¿Qué podía alcanzar el cinematógrafo? En este film de Reis y Cordeiro se consigue espiarlo: la vida espiritual de un pueblo se enuncia en imágenes y sonidos; la experiencia subjetiva se objetiva y esa palabra tan anémica por su excesivo uso adquiere una prístina valencia y toma cuerpo sonoro y visual. Es que el pueblo se ve, se escucha; el pueblo como la indispensable suma que aporta cada individuo que pasó por un territorio en un tiempo, dejó su huella y se fundió en un coro sin límite.

En un pasaje imperceptible de Trás-os-Montes, una voz en off irrumpe en el film y habla en nombre de todos. ¿Es la voz del pueblo? Probablemente. Esa voz se oye en el momento en el que los niños empiezan a perder el protagonismo que tienen en la primera hora de la película, pasaje que se puebla de rostros, en la mejor tradición del cine de Pelechian y Pasolini. El rostro de un hombre, de cualquier hombre, el rostro que el cinematógrafo consigue aislar de los prejuicios y juicios que todo hombre posee, ese hombre que en sus facciones singulares todavía puede exhibir los signos universales en los que un filósofo como Levinas creyó ver algo esencial para conjeturar que ahí reside el impedimento de la aniquilación.

Lo que se ve entonces en Trás-os-Montes es el rostro del pueblo y con él viene una voz que nunca es la de aquellos que aparecen en pantalla. Esa voz indica que las leyes pertenecen a unos pocos y que estas no son conocidas por la mayoría de los hombres. Esa ley le es lejana al niño pastor que en el inicio cuida a sus cabras, a las mujeres que hilan sus prendas, a los campesinos que ayudan a sus burros en la tarea del arado, a los pescadores que enseñan a sus descendientes el secreto de su oficio, a los mineros que alguna vez trabajaron día y noche en las minas que ahora están abandonadas y que permiten decir que aquí se habita una “tierra de ausentes”. Esas figuras dispersas en el film van reuniendo el caleidoscópico retrato de una comunidad que vive en las montañas. Lo que está detrás de las montañas es la ciudad; siempre distante, inalcanzable, como se percibe en una panorámica en la que un misterioso hombre visto de espaldas dirige su mirada hacia allí. La máxima expresión de ese otro lado, la constancia de que existe, es una motocicleta, un tren y la presencia de una ruta pavimentada por la que transita un hombre a caballo.

El resto parece detenido en el tiempo, aunque el film jamás carece de una conciencia histórica que determina el punto de vista. Hay una escena rarísima en la que se habla de reyes y el tiempo aludido es el año 1309. Los ocasionales protagonistas están por contraer matrimonio. ¿Cuándo sucede todo esto? El tiempo de los pueblos es siempre indeterminado y en ocasiones es absorbido por la imposición circular del orden de la naturaleza, pero esa fuerza del entorno no subsume la puesta en escena. El tiempo es aquí una yuxtaposición de épocas y recuerdos, como se puede apreciar en la hermosa escena en la que la madre de una niña recuerda su pasado y el momento en que la niña conoce a su padre, a quien jamás había visto. Cuando él se marcha, la niña espera hasta que la figura de su padre sea ya imposible de registrar. Pura emoción, sin nada que subraye. La distancia y la duración de cómo esa distancia evoluciona es suficiente. Más enigmático es una escena en la que dos niños son confundidos por sus abuelos. ¿Quiénes son esos hombres? ¿En dónde están? La puesta en abismo es un principio constitutivo del relato.

Trás-os-Montes trabaja su relato como si fuera un poema, un sueño, un mito, una carta. Ningún plano luce descuidado y menos aún parece estar ahí por mero capricho. Los movimientos de cámara son pocos pero precisos, y la laboriosa banda de sonido se ciñe a estimular con un sonido la imaginación, más que a doblar lo que una imagen presupone emitir como materia sonora. Es que hay en Trás-os-Montes una hermosura del mundo que ya no se consigue observar en el cine.

En la penúltima escena, que tiene lugar en la tarde, o más bien en el breve lapso de tiempo en que la tarde deviene en noche –intersección horaria que ya asigna al fotógrafo una misión de apropiarse de la sombra que desdibuja los contornos de las cosas–, apenas se puede seguir el paso de un tren. El humo que desprende la locomotora tiene la gracia física de las nubes, con las que se empieza a combinar en un impreciso cielo nocturno. El sonido del tren es poderoso, al campo visual no le queda otra opción que entregarse a la oscuridad. Pero antes hay un mínimo evento, suficiente para coronar la delicadeza de la película: la nube industrial de la locomotora se disipa lentamente en la nada. La sustancia alcanza su insustancialidad, desaparece el reino de lo visible, desaparece el dominio del cine.

A continuación, un plano con la suficiente profundidad de campo para divisar las cabras del pastor solitario que anda por las montañas refuerza la relación de ese hombre con el ecosistema. El viento suena como nunca, se vuelve más insistente e indomable. Es el fin. Después de ese cierre cósmico, solamente quedan el recogimiento y un profundo agradecimiento hacia Reis y Cordeiro; su ópera prima ha restituido la fe en el cine. Estas son experiencias escasas, de las que no se olvidan nunca y acompañan la vida de un cinéfilo por siempre.

Roger Koza / Copyleft 2017