LAS CRÓNICAS DE HAMBURGO 8

LAS CRÓNICAS DE HAMBURGO 8

por - Festivales
05 Oct, 2007 02:42 | 1 comentario

Festival Internacional de cine de Hamburgo 04/10/07

Por Roger Alan Koza

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Hace unas tres horas finalizó la función de Jellyfish, film israelí que ganara el premio a la mejor opera prima en Cannes, premio transversal, pues abarca en ese festival a cualquier competición. Su director, Shira Geffen, estuvo presente. Simpáticamente, en un inglés muy caótico, agradeció la hospitalidad de la gente del festival, una de características más notables del equipo de trabajo del Filmfest.

La función fue con subtítulos en alemán. Entedí el 15% de los diálogos, aunque la película se puede seguir sin muchos problemas. Pero sabiendo que Geffen antes que cineasta es novelista, aquí queda claro que la palabra cumple un rol específico. Y seguramente he podido vislumbrar algo del film y no verlo en un sentido estricto.

Evidentemente, Jellyfish no es Oudette Toulemonde. Podría haber también sido el film de apertura, y en términos del cine que gusta a los alemanes de Hamburgo, este es el modelo de cine. Y es también la línea de Albert Wiederspiel, quien dirige este festival. Diríase que se trata de un cine narrativo menos convencional, cuya principal atención está más cercana a una dimensión intimista del cine, sin que por ello lo político y lo social queden excluídos, pero siempre en un segundo plano. Películas como El bigote, El gusto de los otros, Pequena Miss sunshine, Historia de familia, Tú, yo y todos los demas, y ahora Jellyfish, formarían parte de este canon alternativo aunque dentro de un cine mainstream inteligente (mientras estábamos en la cena de cierre Edna Fainaru me presentó a Geffen. Le cuento que su película me remitió a Tú, yo y todos los demas, y me confiesa que cuando la terminó, una semana después, vio la de July. Y quedó impresionado por las semejanzas). Son películas cinematográficamente correctas. Cuentan buenas historias, prueban y juegan con los planos. Y esta es, precisamente, la identidad del festival de Hamburgo. Una identidad definida pero abierta, dispuesta a otras concepciones, en la medida que no sean dominantes. Pedro Costa no abriría jamás este festival.

Por eso la película más radical, junto a El renacimiento, de Kobayashi, de esta edición 2007, ha sido el documental del joven Alberto Morais: Un lugar en el cine. Se trata de una película militante, inscripta en una tradición minoritaria y ligeramente crespuscular a la que podemos sintetizar con un nombre: Víctor Érice, uno de los más grandes cineastas de la historia del cine, a pesar de que su filmografía sea mínima en extensión aunque enorme en importancia. Es quizás el exponente que mejor ha materializado y visualizado la concepción de Bazin en sus películas, incluso en las dos primeras que evidencian una voluntad de narrar.

Un lugar en el cine pretende explorar un fenómeno seminal de la historia del cine: la formación de un estilo radical y revolucionario, el neorrealismo, y también los derroteros del mismo, incluyendo derivaciones extranas pero deudoras de aquel, como fue el cine de Pasolini. Las voces que guían la propuesta son el mismo Èrice y Theo Angelopoulos, dos cineastas distintos pero con un mismo enemigo. Llamémosle a este, lo audiovisual.

La distinción entre lo audiovisual y el cine es conceptualizada por el propio Érice durante la película. Allí en donde rodó El espíritu de la colmena, Érice concluye y fundamenta todo lo que hasta allí ha dicho bajo estas categorías antitéticas. Serge Daney tenía otro modo de expresar el mismo dilema: habría una diferencia cualitativa entre las imágenes y lo visual, entre lo que las imagénes hacen con nosotros, representar la alteridad del mundo, y aquello que comporta un estímulo nervioso sobre el sistema óptico, diluyendo la marca del otro por una circulación de algo que se comporta y parece como imagen pero funciona como otra cosa. Lo que se predica también en cómo miramos cine: el cine como fenómeno colectivo, o en su defecto, el cine devenido en consumo audiovisual, o cine privatizado.

La propuesta política de Un lugar en el cine es, precisamente, establecer una resistencia, aunque Angelopoulos prefiere el término polémica, más cerca de su etimología griega, una guerra. En otras palabras, y a propósito de lo que vengo escribiendo en estas crónicas, es cómo si lo audiovisual va paulatinamente expandiéndose y alterando la misma ontología de la imagen. Lo que tiene su correlato en cómo se piensan las programaciones en los festivales.

Morais ha tomado un camino como cineasta. Y claro está que es la senda menos transitada. Pero no está solo, pues gente como Guerín y Mercedes Álvarez, cineastas más cercanos a su generación, sobre todo esta última, van por un mismo camino. Pero hay diferencias.

Por momentos, Morais parece dudar entre tomar una vía menos convencial del documental y radicalizar la puesta en escena, de tal modo que la entrevista como metodología de exposición quede relegada a la interacción de palabras y planos. A veces, los entrevistados parecen estar listos para interpretar sus propias vidas, y darle entonces la opción al propio realizador de explorar una estética, la neorrealista, desde un juego más cercano a la ficción que al documental canónico. Es allí en donde Morais toma vuelo y su película sin perder su propia singularidad se emparenta a El cielo gira, o incluso a El sol del membrillo. Hay atisbos, pruebas, pero puede haber también un poco de pudor, como si el propio Morais no se permitiera jugarse en materia formal, pues su posicionamiento ideológico como cineasta es ostensible. Hay también una dosis de solemnidad que le quita aire a los planos, siempre cuidados y elegidos con delicadeza y devoción. En esto se diferencia muchísimo de Álvarez, por ejemplo.

Dan Fainaru me decía que Un lugar en el mundo no intentaba discutir con su tiempo, y que el cine de hoy estaba mutando hacia otra cosa. Lo segundo es comprobable, lo primero es objetable. No hay dudas que la primera objeción a la tesis del crítico israelí es la edad de Morais: 31 anos. En un momento, Morais hace un test: unos jóvenes estudiantes, probablement de cine, son interrogados tras ver un film de Pasolini. Las respuestas son diversas, y da la impresión que la dificultad no está en la inactualidad de ese cine, sino en su inhabitualidad. Si no lo entienden es porque no están acostumbrados a ver un cine en las antípodas de lo audiovisual.

Es una lástima que el documental no busque un tercer referente, por ejemplo, Kiarostami, más pertinente todavía tras el reciente intercambio de cartas entre Érice y Kiarostami. No obstante, Un lugar en el cine es una película que importa.

Imperfecta e insolente, tímida y perfeccionista, a veces dispersa pero con una tesis jamás traicionada, el film de Morais tiene algunos pasajes inolvidables, de esos que hacen de una película un lugar en nuestras vidas. Como ese último plano que cierra la película en el que se toca con el ojo el por qué el cine es una exploración visceral y observacional sobre el mundo. O como cuando Ninetto Dávoli recuerda los métodos de Pasolini y vuelve a recitar parte de un texto de una película, instante en donde hablar sobre la magia del cine queda despegada del kitsch y la condescendencia.

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Antes de partir para la ceremonia de clausura presenté mi último film, el maravilloso documental de Decio Matos Jr: Fabricando a Tom Zé. Me ha acompanado desde marzo, cuando lo viera por vez primera en el Festival de Guadalajara. Documental soberbio y vital, Fabricando a Tom Zé es otra forma de cine de resistencia. Si hubiera más cineastas como este músico, el cine no podría ser un pochoclo. Me voy de Hamburgo pensando en ese vitalismo creativo de Tom Zé que no desconoce el dolor del mundo pero lo conjura a fuerza de un humor combativo y una música extraída de la realidad vivida como instrumento sonoro. Hasta con diarios, cascos de obreros y afiladoras, Tom Zé hace música. Es un neorrealista heterodoxo, me parece.

(Final)

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