LAS CRÓNICAS DE HAMBURGO 1

LAS CRÓNICAS DE HAMBURGO 1

por - Festivales
28 Sep, 2007 02:12 | Sin comentarios

FESTIVAL INTERNACIONAL DE CINE DE HAMBURGO 27/09/07

por Roger Alan Koza

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Escribir y llevar un diario crítico sobre un festival en el que uno trabaja no es fácil. El problema no está, desde ya, en poder combinar la labor de crítico con el oficio del programador. Todo lo contrario. Un crítico que programa adquiere una mirada menos unidireccional que aquel que desconoce este ejercicio de elección, uno que involucra el gusto, el conocimiento de la industria del cine y una mirada multívoca sobre la recepción.

La audiencia para un crítico es una extrana abstracción a la que debe provocar y a su vez ayudar a ver un cine que en primera instancia habrá de ser rechazado, si es que la audiencia, como suele ocurrir, ha sido educada cinematográficamente por el mercado, ese pedagogo anónimo pero eficiente. Posición proclive a la pedantería, aunque de ser eludida se trata de una función social: el crítico como mediador de saberes, o como en la pedagogía de Vigotsky, el crítico como sujeto que presta su ojos (no su conciencia) para que otro mire por él y junto él.

Un programador piensa parecido, pero no siempre con la misma libertad. En primer lugar, en todo festival, implícita o explícitamente, hay una concepción del cine que predomina en las secciones. El gusto del programador y la mirada del crítico puede o no coincidir parcial o holísticamente con quien detenta la visión del festival, el director artístico. Pero hay otras variables, otras que cuestionan la autonomía del programador.

Quien programa debe pensar un conjunto de fenómenos que se predican de la función de seleccionar: la audiencia entendida como clase social, como grupo generacional, como comunidad nacional, como colectivo cultural.

Entiendo que los mejores festivales son aquellos en el que los críticos devienen en programadores. En efecto, son esos festivales en el que lo que quiere el público es reinterpretado por lo que podría llegar a querer. Programar, en una última instancia, es hacer crítica por otros medios. Y es entonces allí que el crítico puede hacer algo más que dar visibilidad a un film determinadi. Puede aquí constituir a una audiencia que todavía no existe, materializarla en una delicada dialéctica entre lo conocido y desconocido. Como crítico (y programador) uno expone el gusto, una concepción de cine, una política del cine, pues cómo se programa lleva consigo una topografía del cine en el mundo.

La edición del Filmfest Hamburg 2007 empezó puntual, una caracterítica muy alemana. Cada asistente empieza a mirar su reloj cuando todo indica que se acerca de la hora. La modernidad está situada en la muneca. Todo está pensado, cada detalle. Es perfecto, o al menos eso se pretende. El azar, sólamente, puede hacer lo suyo desde afuera. Ejemplo, el primer director al que tengo que presentar, Manuel Pérez Paredes, está varado en Madrid.

Veo el ensayo de la ceremonia. El mismo ya parece ensayado. La banda, un trío maravilloso en el que un violonchelo suena a guitarra eléctrica o a bajo, según la ocasión, una guitarrista anómalo, y una cantante cuyo registro me remite a Nina Hagen, Barbara Streisand y Sarah Vaughan, suena bárbaro. Son divertidos, prolijos y por momentos, geniales. Harán un gran show, me digo. Hicieron un excelente show. Fue lo mejor de la noche, puedo decir ahora.

Albert Wiederspiel, el director artístico del festival, un gran anfitrión y un conocedor cabal de la complejidad del mundo del cine, hace su aparición mientras la conductora de la ceremonia lo interroga. AW cuenta todo lo que se podrá ver, y pone énfasis en un conjunto de películas que hablan sobre la migración. Luego diserta el alcalde. Impecable, por cierto, breve, aunque causa una impresión que sin entenderlo mucho parece acertada: el cine le es ajeno. Toca la banda, para y vuelve a tocar. Cierran la ceremonia con una orquestación magnífica de Bad, sí el tema del mísmiso Michael devenido en otra especie Jackson.

Y larga el film de apertura. Todo un tema, pues las películas que abren y cierran los festivales son un gesto estético y político, una identidad. Así es que nuestro Filmfest tiene una predilección por la comedia, una excelente opción, pero no siempre lo que se elije está a la altura de un festival.

El 2006 cerró con Pequena Miss Sunshine. Y está bien, si se quiere, más aun cuando se lo compara con el film que hoy dio el punta pie inicial del festival: Odette Toulemonde.

El responsable de este film, no aptos para diabéticos, como me dice mi amigo y excelente programador del Cinequest, Charly Cockney, es un aclamado novelista, Eric-Emmanuel Schmitt, aparentemente un verdadero hacedor de éxitos. Le di da la mano al mediodía, y el tipo es simpático y agradable.

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Odette Toulemonde es una versión de Amelie con menos pretensiones que la J.P. Jeunet, pero tan irremediablemente kitsch y anodina como aquella, aunque políticamente inofensiva, lo que no implica que sea inocente. Una mujer de unos 40 y pico trabaja en un shopping vendiendo productos de belleza. Su marido murió hace algún tiempo y vive con sus hijos. Nada le pasa, excepto por dos pasiones combinadas: la música de Jósephine Becker y el autor de novelas Balthasar Balsan, evidentemente un escritor mediocre aunque de éxito editorial, a pesar de que las críticas no acompanan a sus publicaciones.

Aunque se nombre a Proust un par de veces, esta comedia nada le debe a la literatura, pues sus diálogos y sus aspectos dramáticos y humorísticos desconocen el poder de la palabra. Y aunque se esfuerce por componer algunas pasajes formalmente vistosos (planos secuencias elegantes, planos cenitales justificados y números musicales correctos) también Schmitt no alcanza transformar su opera prima en una película consistente. Las imágenes no hablan por sí solas, aunque el subrayado metafórico sea la estética elegida.

Por un capricho del guión, es decir de Schmitt, Balsan conoce a su admiradora, quien vuela en sus momentos de fantasía y dialoga con un Cristo imaginario, en el que seguramene se ve duplicada. Como en Amelie, la simbología religiosa tiene su difusa presencia. En un momento, Balsan va a visitar a su hijo en un campamento en la nieve, y un extrano plano con una cruz en la montana nevada se ve por un instante. La verdadera pasión de Odette es el sacrificio, y así hasta existe una progresiva evolución de sus charlas delirantes con un Cristo en rumbo a su crucifixión. Odette es una especie de ángel secular dispuesta incluso a renunciar al amor de Balsan para que éste recupere a su familia.

Si el film se puede soportar es porque Catherine Frot no es Amelie. Y si el kitsch es ubicuo desde el primer plano hasta el último la música de Becker y la vitalidad de Frot suavizan este caramelo inapropiado para festejar al cine.

El último plano es obsceno: ella vuela por el cosmos y llega a la luna. Allí lo espera Balsan, interpretado por Albert Dupontel, el de la interesante Las confesiones del Dr. Zach. Parece una nueva versión del logo de Dreamworks. Y sí, es precisamente ese el problema: como Amelie, Odette Toulemonde es también una exposición del ternurismo global, aquí en su versión mainstream.

La audiencia aplaudió muchísimo. Parecían encantados. Un miembro del equipo de programación me dijo que le había gustado la música. Le pregunté si se refería al trío del inicio. Después descubrí que a Dan Fainaru, uno de los críticos más influyentes del medio, quien conduce el Film-Talk, un excelente espacio de discusión sobre cine dentro del Filmfest, tampoco le había gustado la película de Schmitt. Me dice: “Pero al público le gusta este tipo de películas. Uno lo entiende”.

En este comentario se define un festival, y, en su defecto, las posibilidades de constituir otro tipo de espectador. Uno que pueda reconocer en Odette Toulemonde a un fraude y a una extorsión. Silbarla hubiera sido el mejor comienzo. Pero el Filmfest tiene otras caras: Cronenberg, Chabrol, Wong Kar Wai, Kawase. Y están M, The Return (ganadora en Locarno), Control, y rarezas como Un lugar en el cine, un film de Alberto Morais en el que Erice y Angelopoulos discuten sobre Pasolini y Rosellini.

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