LA SUPERSTICIÓN INVENCIBLE: EL DINERO EN EL CINE

LA SUPERSTICIÓN INVENCIBLE: EL DINERO EN EL CINE

por - Ensayos
19 Nov, 2009 10:37 | comentarios

por Roger Alan Koza

Impía y lúcida, El séptimo continente (1989), la primera película del último ganador de la Palma de Oro en Cannes 2009, Michael Haneke, inspirada en un hecho real, es indiscutiblemente una obra maestra con reminiscencias bressonianas, aunque su cosmovisión está desprovista de toda transcendencia y metafísica. Los primeros minutos constituyen una clase magistral de cómo introducir una tesis: la ubicua mecanización de la vida cotidiana y la suprema insignificancia del bienestar material. Primeros planos de manos en acciones ritualizadas, de objetos que dominan a los sujetos; también planos generales de supermercados, empresas, fábricas. Todo transcurre en una ciudad de Austria, pero podría ser cualquier país central de Europa, sumido en su opulencia y en su orden absoluto.

En El séptimo continente una familia decide salirse de este juego perversamente perfecto, y aunque Haneke no dé explicaciones ofrece los elementos necesarios para entender el fundamento de una decisión controversial pero lógica: un suicidio familiar. Dividida en tres partes, no es un dato entre otros que el desenlace esté fechado en 1989. Estéticamente formidable, El séptimo continente utiliza el fundido en negro como un aforismo del nihilismo que crece y subyuga. El penúltimo plano es una invectiva contra el poder audiovisual, la hipnosis propinada planetariamente por la televisión como práctica cotidiana.

En una entrevista, Haneke, a propósito de su ópera prima, dice: “Recuerdo que cuando nos invitaron a Cannes le dije al productor: ‘Ya verás cómo la gente pone el grito en el cielo con dos escenas: la escena en la que destrozamos el acuario, y mueren los peces, y la escena del plano con el dinero’. Y el productor dijo: ‘Qué ridiculez. Quizás ocurra con los peces, porque son animales’. Hubo quien salió de la sala, quien dio un portazo, y ahí en donde la película se mostró, ésta fue la escena clave, la causante de protestas. Porque ése era el mayor tabú. Choca mucho menos ver a unos padres matando a sus hijos con sus propias manos que destruir dinero. Esto sí es un tabú en nuestra sociedad”. La escena en cuestión es un primer plano fijo de dos minutos de un inodoro. No hay música, ni palabras que acompañen la acción. Solamente se ve un gesto repetitivo e insolente: tirar dinero por ese lugar donde se defeca y se orina, y apretar una y otra vez el botón para que corra el agua. Cuando los billetes se acaban, siguen las monedas. Ni siquiera dejarán los vueltos.

¿Por qué esta escena indigna, provoca, exaspera? Si hay una creencia intocable, una superstición invencible, un valor absoluto que es imbatible respecto de cualquier pirueta de la razón que lo cuestione, es el inefable carácter ontológico del dinero y sus funciones. ¿Cuál es la operación mágica por la que un billete rectangular, con números y leyendas que remiten a un hito histórico casi mítico con sus respectivos protagonistas, funciona como el último horizonte que significa y ordena casi todas las acciones humanas? Se dice que lo Real del dinero, es decir, aquello que sustenta su valor de intercambio, es el patrón oro (y plata), como si este metal sobrevaluado tuviera algún misterioso poder más allá de las convenciones humanas. No faltará quien cite a los alquimistas, o cómo el oro es un metal metafísico que excede al mero signo de los billetes, cuyo valor intrínseco es nulo, excepto por una costumbre universal naturalizada que nadie estima como una mera convención contingente. Y, sin embargo, el oro es finalmente tan endeble como el billete, pues su valor material, su injerencia en la vida concreta, más allá del (mal) gusto de lucir un collar, un reloj o una pulsera dorada, es absolutamente nulo. (El petróleo, en ese sentido, para bien y para mal, al menos transforma la calidad de vida).

No es una novedad teórica, pero conviene recordarlo. El dinero es un fetiche. Atribuir un valor a un objeto a través de una operación que oblitera el escenario original de su legitimación, es decir, el procedimiento de cómo algo se torna en objeto de adoración y valor, es la esencia del fetichismo. En otras palabras, cuando todo proceso de mediación social permanece inconsciente, cuando se olvida la invención de una convención, se trata, entonces, de una experiencia fetichista. Es fascinante. Una vez que se cree, ya no se cree que se cree, y de allí surge incluso un lenguaje de verdad, un léxico epistemológico. Habrá dinero falso y dinero verdadero, lo que implica un criterio misterioso de demarcación y una tecnología para detectar y corroborar la autenticidad de toda divisa, situación que se complejiza con el advenimiento del dinero electrónico. La última obra maestra de Robert Bresson, El dinero (1982), empieza así: un joven de clase media utiliza un billete falso para pagar en un negocio. La vendedora no se da cuenta. Más tarde, su jefe descubre el billete, y los dos planean cómo deshacerse de la moneda falsa, lo que involucrará a un proletario, que en el momento de pagar su comida será acusado de falsificador. Bresson visualiza cómo el dinero constituye un valor absoluto, que en su concepción de mundo implica una metáfora del mal o una humanidad diabólica, y cómo esto modela un sistema vincular entre los hombres. En un pasaje central que transcurre en una celda, un personaje afirma: “¡Oh Dinero!, Dios visible, ¿qué no haríamos por ti?”.

En un artículo reciente publicado en los Cahiers du Cinéma (España), el brillante crítico australiano Adrian Martin sostiene: “De repente, el inconsciente profundo de cada nueva película se preocupa de un solo, muy real e importante asunto: el dinero”. La tesis de Martin es que ya no es el sexo (como energía vital que todo lo mueve) lo que domina el imaginario cinematográfico, sino nuestros vínculos con el dinero en todas sus formas, una libido codificada exclusivamente en términos monetarios. Así, lo primero que se ve en el plano inicial de El silencio de Lorna (2007) de los hermanos Dardenne es precisamente un fajo de euros a punto de ser entregados a un banco. La séptima película ficcional de los Dardenne gira en torno a una mujer albanesa casada por conveniencia con un belga, adicto a la heroína, que vive con él mientras espera su ciudadanía. Lorna sueña con una cafetería, proyecto que involucra a un compatriota suyo que es también su novio. Durante toda la película la circulación del dinero tendrá una presencia ominosa. Como en El dinero de Bresson, cineasta fundamental para entender el cine de los Dardenne, los billetes confiscan la libertad y la dignidad táctil de los hombres. Las manos han perdido el gesto del cariño y su poder de construcción.

Pero el dinero experimenta una nueva fase, su instancia de mayor abstracción, lo que no significa que en su novedosa existencia inmaterial en el universo digital no tenga efectos precisos sobre el mundo material y la vida de los pueblos. Ése es uno de los aportes del film de Alex Gibney, Enron: The Smartest Guysin the Room (2005), pues allí se muestra este devenir monetario sin base empírica y sus efectos concretos. Como las catástrofes naturales que evidencian una alteración de la biósfera en su conjunto, los sismos económicos responden a una lógica global del capitalismo tardío, a veces desarticulados en el análisis de la noticia pero unidos por un secreto hilo conductor de cómo se organiza la macroeconomía del planeta. Después del 11/9, en diciembre del 2001 no sólo se escapaba el perverso y no tan idiota De la Rúa en helicóptero, sino que Enron, uno de los ejemplos del corporativismo triunfante, quebraba tras años de ser un modelo exitoso de la nueva dinámica económica de la Globalización. El film de Gibney, una adaptación del libro de título homónimo, es un estudio cronológico y estructural del caso, que supera lo específico para evidenciar una estrategia universal de corrupción globalizada. Algunos pasajes hay que verlos para creerlos, como la manipulación del suministro de energía eléctrica del Estado de California para aumentar las ganancias en Wall Street, o cómo Arnold Schwarzenegger, actual gobernador de ese estado, apelando a su fama infame protegió los intereses de una red de gángsters disfrazados de políticos y empresarios. Pero lo revelador es verificar cómo un sistema generalizado de especulación sin sustento material alguno hunde economías y lastima la intimidad de quienes creen todavía en la relación salario y trabajo, o en el ahorro apoyado en un sistema bancario global. Enron… no sólo expone y desnuda la fragilidad del sistema capitalista, sino que también revela el funcionamiento de las creencias, o cómo el correlato invisible de la objetividad económica es la subjetividad colectiva y la ideología, una red de redes de creencias. En efecto, Enron… es un film sobre la constitución del fetichismo en su máxima expresión. Y ayuda a pensar, por otra parte, el sustrato sin discurso de la indignación de los ahorristas argentinos en el 2001, pues la rabia no solamente yacía en su legítimo reclamo, sino que la estafa, además, señalaba la grieta de un sistema de creencias en donde el dinero mismo en su volatilidad o en su devaluación indeseada mostraba su lado impostor, su inconsistencia estructural.

Es por eso que el gesto más radical que el cine puede descubrir es el desprecio mismo por la acumulación infinita. Así como ciertas películas festejan el enriquecimiento mágico, sea en Las Vegas o en un canal televisivo en Mumbai, hay otros films que en algún instante trastocan los valores que regulan la lógica de nuestro deseo. Cuando en Batman: el caballero de la noche (2008), el inmortal Guasón de Heath Ledger literalmente quema una torre de dólares, su maldad patológica, su afán por desestabilizar el orden simbólico y económico de Ciudad Gótica no es otra cosa que exorcizar (fallidamente) un sistema que produce sujetos como él, o aristócratas culposos como Batman, que intenta (fallidamente) garantizar la salud de un modelo insostenible. Nada más peligroso que dejar de creer en el dinero. Nada más intempestivo. Deconstrucción imposible, pues esta demencia admitida llamada dinero se combina perfectamente con nuestro supuesto gen egoísta.

Fotos: 1) El dinero; 2) El dinero; 3) El silencio de Lorna.

Este texto fue publicado por la revista Quid de Yenny-El Ateneo durante el mes de octubre 2009.

Roger Alan Koza / Copyleft 2009