LA SEGUNDA LÍNEA

LA SEGUNDA LÍNEA

por - Ensayos
01 Nov, 2017 11:55 | comentarios
En este texto comisionado por la revista cordobesa Número Cero se intenta trabajar sobre una hipótesis de Raúl Ruiz para pensar la situación de una cinematografía nacional.

 El cineasta más extraordinario del continente nos tenía acostumbrados a declaraciones y entrevistas notables. La inteligencia de Raúl Ruiz era impredecible. Podía asociar filósofos del siglo XIX con cuestiones relacionadas a la puesta de escena y de ahí recalar en viejas ideas matemáticas; Ruiz fue al cine lo que Borges a la literatura: un genio y un artista irreverente frente a todas las tradiciones (heredadas), y de una curiosidad que desconocía límites. Es un camino pendiente para muchos cineastas que comienzan, a menudo demasiado dóciles frente a las indicaciones de los fondos de coproducción y las expectativas foráneas que suelen homologar el cine del continente y el cine argentino. Cineastas como Ruiz faltan siempre.

En una conferencia llevada a cabo en Valparaíso, a propósito de un título honorífico que se le adjudicaba, Ruiz expresó algo genial. Sostuvo entonces que la cinematografía de un país no debe juzgarse nunca por su primera línea, sino por la segunda. En efecto, el cineasta creía que se podía medir el vigor del cine de un país prestando atención no tanto a los autores consagrados, sino a todos aquellos que trabajan, no necesariamente a la sombra de los mayores, haciendo películas que demuestran un cierto estándar más que estimable; esa segunda línea permitiría mensurar el estado de una cinematografía.

Si Ruiz tenía razón, la solidez del cine argentino no se debe a que en las últimas décadas cineastas como Lucrecia Martel, Lisandro Alonso, Martín Rejtman, Israel Adrián Caetano, entre otros, hayan filmado un puñado de películas y constituido paulatinamente una obra admirable y distintiva. Según Ruiz, el verdadero soporte radica en la existencia o no de una vasta segunda línea de directores que erigen sin proponérselo una tradición viva en la que el cine evoluciona y avivan una discusión.

Sin abandonarse al entusiasmo chauvinista y sin temor alguno de carecer de una distancia crítica necesaria para evaluar el cine de un país, afirmar que el cine argentino ostenta de una manifiesta variedad de autores y propuestas estéticas no es otra cosa que reaccionar con honestidad frente a la evidencia. En Argentina se han hecho recientemente películas como Historias extraordinarias, Mujer conejo, Tierra de los padres, Escuela de sordos, Gilda, no me arrepiento de este amor, Cuerpo de letra y Samuray-S. Pocas cinematografías prodigan semejante variedad, y esa indesmentible evidencia ni siquiera es una novedad del presente. Basta tan solo con revisar títulos de la década de 1960 para confirmar la riqueza del cine argentino. Que no se lo conozca mayoritariamente, es otra cosa.

Algunos cineastas de la segunda línea

Alejo Moguillansky es un cineasta singular, en primera medida, porque su especialidad es la comedia, el género más difícil de todos y el menos valorado, lo que explica en cierta forma el límite de su reconocimiento. Si bien sus películas suelen estrenarse en el BAFICI y recibir altas distinciones en ese festival, para tener luego algún recorrido posterior, acaso menos victorioso, en festivales internacionales, el director apenas consigue mostrar sus películas en las salas del país. El ocasional estreno en salas alternativas como el Hugo del Carril, El Cairo (Rosario) y el MALBA (Buenos Aires) no ha permitido que sus películas encuentren un público por fuera de los circuitos alternativos.

El cine de Moguillansky se define por el ritmo. Después de La prisionera, película codirigida con Fermín Villanueva, el realizador hizo una película inclasificable llamada Castro, en la que todos los personajes no dejaban nunca de correr de un lado al otro en búsqueda de un personaje llamado Castro. El film parecía ceñirse a un trabajo coreográfico magnífico de sus actores, lanzados a un perpetuo movimiento en el espacio doméstico y urbano, aunque no todo pasaba por la destreza física de los intérpretes; Castro transmitía una melancólica inquietud filosófica acerca del absurdo del mundo. Los personajes iban de un lado al otro porque no había ningún lugar adonde llegar.

Ese film basado ligeramente en una novela de Beckett (Murphy) establecía un camino a seguir: de la energética de este film quedaría un sentido del ritmo reconocible en todas las películas posteriores, y en cuanto al absurdo, este se iría transformando en humor pleno. Cuando unos cinco años después de aquella película Moguillansky presentó El loro y el cisne, una poética encontraba su equilibrio.

Pero faltaba algo en esa lúdica poética conquistada en tres películas y algunos cortos, un giro inesperado, un agregado impredecible: con El escarabajo de oro y La vendedora de fósforos, Moguillansky sumó una dimensión política a su cine, una preocupación dispersa en sus trabajos previos pero que en sus dos últimas películas está en primer plano. En El escarabajo de oro se parodia la relación de los cineastas del tercer mundo con todas las agencias y los festivales que ayudan a los directores de países con escasos recursos a hacer sus películas. La parodia es tan delirante como eficaz: el director se ponía en escena evidenciando la propia condición de producción de El escarabajo de oro, ya que el film es, entre otras cosas, la historia de su propia construcción en tensión con un festival danés y una codirectora europea que son parte del propio relato del film, más allá de que ese núcleo narrativo esté rodeado por otros relatos en el relato que van desde una búsqueda de un tesoro decimonónico, pasando por una meditación sobre el feminismo, hasta algunos apuntes sobre la política argentina.

En el año en curso, Moguillansky estrenó La vendedora de fósforos en el BAFICI y volvió a obtener el premio a mejor película de la competencia argentina. Del mismo modo que lo hacía en El loro y el cisne, lo que parece ser el registro documental de los ensayos en el Colón del músico y compositor Helmut Lachenmann es inteligentemente interceptado por una línea narrativa enteramente de ficción relacionada con una pareja en crisis. Moguillansky aprovecha varias huelgas reales, tanto de los empleados del famoso teatro como también de transporte, para contextualizar políticamente el relato. El film cuenta con uno de los homenajes más hermosos que se haya dispensado a Robert Bresson; y es también una película deliberadamente crítica del Gobierno en curso.

El cine argentino no solamente pasa por Buenos Aires; como es sabido, en los últimos años el cine cordobés ha ganado un lugar preferencial en el ecosistema cinematográfico, proclive a ser poblado por cineastas porteños. ¿No podría pensarse que toda la producción cordobesa contribuye intensamente a esa segunda línea a la que alude Ruiz?

El cine cordobés sigue dando indicios de vitalidad y originalidad; las primeras películas de Nicolás Abello (La mirada escrita), Maru Aparicio (Las calles) y Fernando Restelli (Construcción, todavía sin estreno) confirman incluso un cambio generacional. Los nuevos cineastas son ambiciosos y no han optado por trabajar en la característica zona de confort de la mayoría de los principiantes del cine cordobés (y también nacional). Ninguno ha elegido hacer un film sobre personajes de su generación y sus temas. El pliegue en la intimidad, o ese reconocible existencialismo de baja intensidad juvenil que les interesó a sus predecesores, no los seduce.

Matías Lucchesi es un caso extraño. La afable Ciencias Naturales, la ópera prima del director, era una película intimista y controlada, en cierta medida asentada en una fórmula probada: una preadolescente siente la necesidad de conocer a su padre, a quien nunca vio, y respondiendo a su deseo sale en búsqueda de él acompañada por una maestra. Los éxitos cosechados por este discreto road movie filial, una de las películas más premiadas del cine cordobés, hacían pensar que Luchessi seguiría por un camino similar, trabajando con cierta elegancia en un cine de sentimientos nobles y presuntamente universal, propio del cine globalizado que circula en los festivales. Su segunda película desmiente esa predicción, acaso un poco prejuiciosa pero plausible.

Es que Lucchesi asume riesgos en El Pampero. En primer lugar, la mayor parte de la trama transcurre en un velero. La reducción espacial es siempre una constricción (y un buen estímulo) para cualquier cineasta. La acción y el movimiento se acotan, y si, como sucede en El Pampero, se prescinde de la palabra como nexo dramático principal, sostener un relato como el que se propone en este film interpretado por dos de los mejores actores del cine argentino, Julio Chávez y Pilar Gamboa, requiere de una exigencia cinematográfica de otro orden. Lucchesi está a la altura de las circunstancias.

La información narrativa es mínima en El Pampero. Un hombre solitario sale en su pequeño navío por las aguas del Tigre. Es evidente que algo lo aqueja profundamente, pero eso no se enuncia; el hombre, más bien, enmudece frente a su padecimiento. En el velero viaja a escondidas una mujer más joven que desea ir a Uruguay. Está escapando. Ella también está atravesando una situación límite, pero tampoco se esclarecen las razones de su evidente drama. Lo no dicho puebla de suspicacias la trama, y también la inclina hacia el policial. Puede pasar de todo, pero lo que sucederá poco tiene que ver con la tensión acumulada en el relato y los posibles caminos de resolución. A Lucchesi, al menos hasta aquí, le importa filmar ese fenómeno incierto de la experiencia que llamamos “sentimiento”. Es por eso que las dos secuencias finales de El Pampero evocan el primer film de Lucchesi, pero aquí el modo de trabajar sobre la impenetrable lógica de los sentimientos desestima el camino directo y el subrayado.

Más allá del propio film, y sobre todo por las decisiones formales que constituyen su nueva película, es innegable que Lucchesi seguirá filmando. Si avanza en la dirección esbozada en El Pampero, habrá en Córdoba un excelente director que sumará mucho a esa segunda línea que alguna vez imaginó Ruiz. No está ni estará solo.

Este texto fue publicado por Número Cero en el mes de septiembre de 2017.

Fotogramas: Castro (Encabezado); 1) El Pampero; 2) La vendedora de fósforos

Roger Koza / Copyleft 2017