LA QUIMERA DEL ÉXITO

LA QUIMERA DEL ÉXITO

por - Ensayos
10 May, 2017 04:54 | Sin comentarios
Un ensayo sobre un estilo de vida que reúne a emprendedores, presuntos genios y personas que transitan el mundo sin penurias materiales

El escenario es el de un músico; podría también ser el de un actor solitario entonando su monólogo, e incluso un predicador profiriendo máximas y testimonios para que los fieles corrijan sus desviaciones y comprueben que la obediencia tiene sus recompensas. Ahí está él, desplazándose con movimientos cortos, de izquierda a derecha y viceversa, preguntándole retóricamente a la audiencia por ciertos enigmas que poco tienen de enrevesados. La operación discursiva es dotar de misterio y sofisticación al lugar común.

¿Quién es él? La camisa celeste arremangada con el deliberado sentido de transmitir un espíritu emprendedor hace juego con los movimientos enfáticos de un cuerpo que emite signos de victoria. La única humillación estética y técnica que desentona con el físico de este vencedor convencido es el micrófono que sobresale a la derecha de su cara. La prótesis técnica que amplifica la sonoridad de la voz del orador es demasiado aparatosa, pero desde que la televisión lo ha universalizado a nadie le molesta. Los ganadores se permiten convenientes imperfecciones.

El orador de esta escena inicial es un funcionario educativo. ¿Se trata de un film? El país que representa tiene algunos problemas de inadecuación –según él– entre un modelo vetusto y enciclopedista y el paradigma emergente, en el que la educación se vale de las nuevas tecnologías y de un perfil ciudadano de eficiencia y movilidad laboral. Su preocupación esencial no tiene que ver con el conocimiento como condición de posibilidad de cualquier ejercicio de emancipación que un hombre puede trabajar sobre sí, sino con la adquisición de habilidades y saberes específicos que le garanticen un lugar en el mercado laboral y una satisfacción económica.

No lo dice pero está implícito: el funcionario concibe una educación destinada al éxito en tanto que este se mide por la acumulación del capital en consonancia con un deseo de consumo difuso, el que puede además expresar la felicidad de los hombres. Así, el conferencista apela a giros retóricos propios de un vendedor de seguros o de teléfonos inteligentísimos, y nadie del público parece cuestionar su desenvolvimiento. Si no supiéramos que se trata de un ministro de Educación, pasaría inadvertido. La impunidad simbólica desconoce leyes y castigos, y así puede proseguir disertando con los rodeos típicos de quien administra ningún saber pero sí un poder que le viene adjudicado por un supuesto saber. Por cierto, el ministro ha sustituido la erudición por consignas empresariales que vindican la constitución de un individuo vigoroso capaz de imponerse entre los suyos. ¿Cuál es el nombre de este desgraciado aunque exitoso film?

La escena referida tuvo lugar en un encuentro multidisciplinario en el que los hombres de negocios y los de la cultura expresaban sus ideales y dilemas de nuestro tiempo. Poco importa si el evento era en Argentina o Brasil, o si todo esto sucedía en España o Grecia. La estética de los vencedores es independiente de una cultura nacional específica. Puede variar la lengua, no los gestos y los mantras asertivos, menos aún los objetivos de una filosofía empresarial que resulta casi la lingua franca con la que se interpretan todos los signos del mundo, cuyo valor absoluto no es otro que el éxito. El ministro podía ser también un filósofo pop, un ingeniero artista, un deportista moderno. A todos ellos los uniría siempre un fetiche discursivo que para la filosofía empresarial en ciernes es la contrapartida conceptual del éxito: la innovación. La hipóstasis de ambos términos es propio de este modo de vida; pura abstracción que parece una evidencia.

La versión cinematográfica reciente que sintetiza este orden simbólico se puede constatar en los dos biopics sobre Steven Jobs, el presunto genio de Apple que fue el primero en presentar sus dispositivos tecnológicos como si se tratara de un concierto musical o una misa materialista donde los espectadores consumidores recibían la revelación de todo lo que podían llegar a beneficiarse con las invenciones del genio. En efecto, los usuarios con un teléfono o una computadora habrían de participar de las consecuencias del genio. Ese encuentro entre el líder y sus fieles es siempre el mismo: Jobs caminando por el escenario con esos pasos lentos intimidantes mientras enuncia las maravillas de sus creaciones técnicas. En ambas películas sobre Jobs, tanto la de Danny Boyle (Steve Jobs) y la de Joshua Michael Stern (Jobs), las escenas que implican la oratoria de su protagonista son centrales, pues la iconografía es irrenunciable para cualquier sistema ideológico. El poder está en la imagen.

¿Desde cuándo se ha instituido el éxito como medida de todas las cosas? Tres o cuatro siglos atrás, el éxito no vertebraba el imaginario cívico. La fantasía de la omnipresencia y el reconocimiento numeroso es tardía; también lo es la operación de traducir la beatitud en posesiones y buenos números en la cuenta bancaria. En otros tiempos, la posteridad se leía de manera diversa; una obra o un evento podían inmortalizar a un hombre, pero este no estaba obligado a dejar su marca en la conversación pública y a exhibir la posición privilegiada de su existencia.

El éxito como tal depende de dos vectores: por un lado, tenemos una forma de leer la acumulación como modo de demostración de un triunfo del yo frente al mundo de los otros que compiten con él; a esa peculiar fantasía de representación colectiva le es consustancial la creencia del éxito. En otras palabras, existiría una relación intrínseca entre el concepto del éxito y la cultura del espectáculo. Quien tenga dudas acerca de ese binomio tan solo tiene que revisar el complejo comunicacional del éxito: revistas, programas de televisión, redes sociales, películas; en todos lados el pudiente exhibe a su familia y su hogar y también confiesa las intimidades que humanizan sus logros profesionales; a la vez se rubrica un suplemento simbólico que la lógica de los negocios carece pero que necesita: la narrativa del honesto hacedor, algo que el cine ha insistido por décadas en representar, en ocasiones asumiendo la devaluación del propio éxito como reverso de ese dogma universal. ¿No es El ciudadano la síntesis de ese modelo y también su propia deconstrucción crítica?

Es hora de hablar de lleno sobre una película. La elegida es Kékszakállú, de Gastón Solnicki, primera ficción del director de Süden y Papirosen. El misterioso título en húngaro reenvía el film a una ópera y a un personaje literario, pero Barba Azul –que sería la traducción– ni siquiera es un personaje en fuera de campo; su inexistencia es indesmentible. No así la música de Béla Bartok, incluida magistralmente en cinco pasajes.

Quizás la Judith del libreto escrito por Béla Balázs para Bartok reencarnó en Argentina, pertenece a la clase alta del país y viene abriendo algunas de las puertas enigmáticas citadas en aquel texto. Aquí no ve rastros de sangre en todos lados, sino un vacío omnímodo; nada la satisface y no tiene la menor idea de qué hacer con su vida. Las vacaciones en Uruguay no son menos estériles que las peregrinaciones a la fábrica de su padre y a la universidad en la que estudian sus familiares.

En el corazón de este film de encuadres perfectos se escenifica un contraste asfixiante entre quienes poseen la materia y quienes solamente pueden trabajarla para sus dueños, estos últimos destinados a diseñar el mundo, dar órdenes y descansar en hermosas fortalezas de pudientes al lado de la naturaleza. De todo eso, Judit desea huir. La pulcritud y trivialidad de ese orden simbólico le resultan irrespirables.

El film de Solnicki es brutalmente honesto con el universo que representa. La vida de los ricos pocas veces es filmada de este modo. El impudor de la puesta en escena es tan necesario como molesto. Nada se esconde aquí. De ese modo se divisa a los personajes secundarios deambulando en un ocio desprovisto de encanto. Los niños juegan en la pileta, los adolescentes chatean con sus teléfonos o lijan su tabla de surf, los más jóvenes hacen abdominales, van a fiestas elegantes o cocinan un pulpo como si se tratara de un plato entre otros, y los adultos, lógicamente, controlan sus negocios. En cierto momento, la existencia flotante de los personajes del film entrará en oposición a la realidad de los operarios que trabajan en la fábrica, quienes no cuentan con la posibilidad de examinar libremente los designios de sus propias vidas. Tener un trabajo es el destino y el principal deseo de quienes trabajan para otros; para ellos no hay éxito, sino un ligero deseo de progreso discreto.

Sucede que la inconmensurabilidad es el tema clandestino del film, y Solnicki es consciente de eso de principio a fin. Jamás clausura la lectura de lo que escenifica; dosifica el sentido, dispone situaciones domésticas y cotidianas, presenta espacios diversos (un teatro, una universidad, una fábrica, departamentos costosos) y permite que cada espectador pueda elaborar una perspectiva sobre lo que observa. Es fácil sentirse extraño frente a un universo impoluto en el que sus dueños son ajenos a las preocupaciones más frecuentes y viscerales de una mayoría inmensa, de tal modo que la generosa voluntad de verdad de su propuesta le puede costar la indignación y el fastidio del que mira el tranquilo desenvolvimiento de la vida de estos seres privilegiados.

Pero Kékszakállú desnuda la metafísica de las riquezas sin pedir comprensión ni piedad por los que no logran, teniéndolo todo, perfilar una vía virtuosa para dar sentido a la vida que llevan. El éxito económico es claramente insuficiente y la posesión de tierras e inmuebles constituye una suspicaz proeza aristocrática que poco puede hacer por alguien que cultiva la sospecha sobre ese ordenamiento del mundo, incluso cuando se ha nacido en él.

La involuntaria clarividencia de la película pasa por espiar la quimera del éxito. El valor absoluto del capitalismo del espectáculo es tan efímero e inconsistente como las promesas más humildes de las religiones. El éxito defrauda, y para los hombres sin fe la salvación es un quehacer vertical demasiado ligado a otra vida. Nadie sabe muy bien qué hacer frente al inmenso mundo en el que se está sin haberlo elegido. La violencia de Kékszakállú es doble: señala la miseria del éxito y también insinúa las perversa brecha entre quienes lo alcanzan y quienes ayudan a qué así sea.

* Este texto fue publicado en el mes de febrero por la revista Quid

*Fotogramas: Steve Jobs en el encabezado; Kékszakállú en el cuerpo de texto

Roger Koza / Copyleft 2017