LA OBSTINACIÓN DE EXISTIR: EL CINE DE INGMAR BERGMAN

LA OBSTINACIÓN DE EXISTIR: EL CINE DE INGMAR BERGMAN

por - Ensayos
07 Jul, 2018 06:48 | comentarios
¿Quién recuerda a Ingmar Bergman? Fue un cineasta fundamental, cuyo cine parece muy distante a las sensibilidades impacientes de nuestro tiempo. Volver a él es visitar un territorio (des)conocido, anacrónicamente estimulante.

 

Ingmar Bergman, un sofisticado lugar común de la cinefilia pretérita, una ostensible anomalía en el cine contemporáneo. ¿Qué sucedió? ¿Ya es parte del museo del cine? El caballero de la incredulidad gozaba de un prestigio incuestionable. Todo aquel que había pasado por un diván o leído a los existencialistas lo tenía por una rabiosa deidad que descollaba en el teatro y el cine. Su nombre era la garantía de un no espectáculo y de una indagación impiadosa sobre todo aquello que cuesta reconocer y asumir cuando se abandonan las supersticiones cotidianas: Bergman nos recordaba la mezquindad del espíritu, el vacío del mundo, el narcicismo despiadado y la crueldad como un fondo ontológico imbatible. El cine de Bergman era un antídoto contra la evasión, una bofetada sin zen, una amarga lucidez indispensable para no engañarse.

El tiempo es indetenible y todo cambia. Hay modas y tendencias, también otras sensibilidades que no son indisociables de un tiempo. El realizador sueco es un artista signado por el orden de la palabra escrita, un hombre del siglo XIX y del subsiguiente. El niño reposado en la falda de su abuela mientras esta le lee El sueño, de August Strindberg, en el último plano de Fanny y Alexander, es mucho más que una confesión de las predilecciones literarias del cineasta. Es, antes que nada, una filiación y una pertenencia. Bergman no fue un artista solitario; ningún artista lo es, ni siquiera los genios. El responsable de Gritos y susurros es un fiel representante de una tradición. ¿Tiene sucesores? ¿Tiene fieles seguidores?

Para varias generaciones de cinéfilos, Bergman ha sido un prócer distante de una cinefilia que no tiene asidero en el presente; para otros, se trata de un nombre ilustre del que se desconoce casi todo. ¿Hemos olvidado a Bergman? Aún no. En México, por ejemplo, más precisamente en una prestigiosa universidad, existe una cátedra abierta que lleva su nombre. Los organizadores son jóvenes y le dispensan una idolatría a contramano de un espíritu global que poco tiene en común con las preferencias juveniles (y no tanto) por una cultura del hedonismo sin límite. El imperativo de la transgresión y la obligación de anhelar una felicidad incansable están en las antípodas de la sensibilidad bergmaniana, un orden del mundo en el que la felicidad es prácticamente incompatible con el oxígeno y los placeres son conquistas de una interioridad terciada por la culpa.

Como sucede con algunos cineastas insustituibles, como Pasolini y Fassbinder, Bergman no encontró herederos precisos entre sus compatriotas. Al más célebre de los cineastas suecos de la actualidad, Ruben Östlund, se le puede adjudicar una misantropía bergmaniana, pero la categórica trivialidad de sus películas, más allá de los convenientes temas candentes que aborda, lo convierte en un epígono paródico. Se dirá que a alguna vez Lars von Trier, apenas un nórdico y vecino, quiso reclamar su legado para luego devenir en un remedo de sí. Tal vez el cineasta más cercano a Bergman sea Michael Haneke; comparten un aire de familia, un cierto espíritu de gravedad, aunque el director austríaco es más propenso a la sociología que al psicodrama y la especulación filosófica. ¿Por qué entonces dispensarle un tiempo a un cineasta discontinuado, acaso anacrónico y relegado?

Un azaroso pretexto

Como conmemoración de los 100 años del nacimiento de Bergman, el 14 de julio de 1918 en Upsala, los programadores de la Sala Lugones del complejo teatral San Martín han elegido siete títulos entre los 70 films (cortos, medios y largos) del director, selección que tiene la virtud de permitir entender la evolución de la obra cinematográfica de Bergman. Si bien el film más temprano del programa es Un verano con Mónica (1953), el décimo segundo de su filmografía, el título elegido sintetiza muy bien la primera etapa del cineasta. Lo que siguió después de las primeras películas también está representado en los otros seis títulos de esta necesaria revisión: El séptimo sello (1957), Cuando huye el día (1957), Persona (1966), Sonata otoñal (1978), Fanny y Alexander (1982), Saraband (2003). Además, se podrá ver el documental La isla de Bergman, de Marie Nyreröd, en el cual el director revela sus obsesiones en un territorio elegido para las entrevistas que excede el mero ecosistema.

En efecto, la noción de isla es decisiva en la obra de Bergman, una formación geológica y asimismo un paisaje espiritual que implica una salvaguarda frente a la impostura social y un resguardo para cultivar y explorar el territorio de la interioridad. A una isla parten Mónica y Harry en Un verano con Mónica, ambos demasiados jóvenes y aún no lastimados, donde pueden sentirse libres y disfrutar por un tiempo el uno del otro. Algo de esto se repite en Persona, cuando la enfermera y la actriz que ha dejado de hablar sin muchas explicaciones durante una representación teatral de Electra dejan la clínica y se van juntas a pasar el verano a una casa junto al océano.

Esta figura del exilio antropológico se repite en Saraband: Johann habita una cabaña situada en la isla de Dalarna, donde puede escuchar ensimismado la Sinfonía número 9 en re menor de Anton Bruckner y leer Un fragmento de vida, de Søren Kierkegaard. La reclusión es una operación de supervivencia subjetiva en la obra de Bergman (algo que él confiesa abiertamente a Nyreröd en el documental), una conjura de los otros y un curioso deseo paradójico, pues la satisfacción sexual lo requiere y la rivalidad también. Entre las escenas más crueles en la obra de Bergman está ese momento luctuoso en Sonata otoñal en el que la hija (Liv Ullmann) le dice a su madre (Ingrid Bergman): “¿Es mi aflicción tu placer secreto?”. El daño que se inflige a quienes se ama es una intuición general de la obra, y alcanza su exposición sublime en Fanny y Alexander (y su versión descarnada en Saraband).

La huida a la naturaleza suele prodigar instantes de gran placer visual en las películas de Bergman. Los paseos en la playa en Persona y toda la travesía en Un verano con Mónica, donde la protagonista roba un trozo de carne asada de una mansión y se escapa por el bosque, y un juncal revela un entendimiento estético del exterior y de la hermosura de la naturaleza. Esto es todavía más explícito en Cuando huye el día, ese heterodoxo road movie de la memoria en el que un médico hace un viaje en auto para recibir una distinción a su trayectoria mientras mide y examina su paso por el mundo, ya que siente que la muerte está cerca.

En este último film la dimensión onírica es explícita en el inicio, y no solamente en ese inolvidable sueño en el que el enorme Victor Sjöström se encuentra transitando una calle despoblada. En ese pasaje sin transeúntes en el que los relojes no tienen agujas, el médico se encontrará con un doble imposible proveniente del mundo de los espectros. Es un inicio notable. En muchas de las películas de Bergman, el sueño domina el concepto general de puesta en escena, más allá de que los personajes estén o no soñando. Puede ser un fragmento onírico de absoluto terror, como en Sonata otoñal, donde el personaje de la madre es abordado sexualmente en su cama durante la noche; puede ser una larga secuencia como las que tiene Fanny y Alexander, película que toma el punto de vista del niño, y al hacerlo el sueño y la fantasía se vuelven casi indistinguibles, en tanto forma de conciencia y modo de experiencia. En efecto, la posición de la cámara y su altura, que suele coincidir con la perspectiva del niño, confirma la conjetura de un punto de vista organizado por una mirada infantil.

Se podría decir que la partida de ajedrez inicial entre el caballero sueco de las Cruzadas y la Muerte, en El séptimo sello, tiene todo lo necesario para asimilar el relato a un escenario onírico en el que se dan cita cuestiones del presente desplazadas al pasado. ¿A qué peste se refiere Bergman? ¿Por qué todo el relato encuentra su equilibrio dramático en la salvación de una familia ligada al teatro ambulante? La intensificación de simbolismos de todo tipo y la explicitación de las preocupaciones filosóficas y teológicas asfixia un relato medieval que quiere decir algo sobre la posguerra y se enreda en una presunta gravedad que el film en ocasiones desmiente, como si Bergman estuviera a punto de concebir a los Monty Python.

Es por eso que Persona, más allá de los clises estéticos característicos del cine de vanguardia, sigue siendo uno de los puntos más altos en la carrera de Bergman. Los estímulos dispersos en sus tramas son grandiosos y simbólicamente abiertos, y no se explican discursivamente en la pantalla, incluso cuando dos parlamentos dicen bastante sobre el nudo existencial que tiene lugar en el drama. El abismo de la nada que tanto preocupaba al cruzado de El séptimo sello, más que una proposición es una exposición cinematográfica en Persona, ya que la nada deja de ser una cuestión filosófica para convertirse casi en un dilema fisionómico. La disolución del yo y la anulación del rostro como su sustento se ve y se siente. Toda la mitología humanista del rostro como el centelleo de una existencia única e irremplazable se desmorona a golpes de primeros planos de los rostros de Bibi Andersson y Liv Ullmann. Bergman destituye, o al menos debilita, la dignidad del primer plano, en tanto invención de una perspectiva que retiene lo humano por circunscribirse a la singularidad del rostro.

Nadie expresó mejor este hallazgo no exento de un venenoso nihilismo físico que Gilles Deleuze. Decía sobre Persona: “El primer plano no desdobla a un individuo, como tampoco reúne a dos: el primer plano suspende la individuación. Entonces el rostro único y desfigurado une una parte de uno con una parte del otro. En este punto, ya no refleja ni siente nada, solo experimenta un miedo sordo. Absorbe a dos seres, y los absorbe en el vacío. Y en el vacío él mismo es el fotograma que arde, con el Miedo por único afecto: el primer plano-rostro es, a la vez, la cara y su borramiento. Bergman llevó hasta su extremo el nihilismo del rostro, es decir, su relación en el miedo con el vacío o con la ausencia, el miedo del rostro frente a su nada”. He aquí una forma de no sucumbir a la exégesis psicologista de este film y de otros del autor, una tentación frecuente, y así entonces conjeturar otras lecturas posibles ateniéndose solamente a la propia materialidad del cine.

*Este texto fue publicado con otro titulo en Revista Ñ en el mes de julio 2018.

*Fotos y fotogramas: 1) Persona; 2) I. Bergman; 3) Un verano con Mónica; 4) Persona 

Roger Koza / Copyleft 2018