LA OBRA DEL SIGLO

LA OBRA DEL SIGLO

por - Críticas
20 Ago, 2016 12:59 | 1 comentario

**** Obra maestra  ***Hay que verla  **Válida de ver  * Tiene un rasgo redimible ° Sin valor

Por Roger Koza

LAS RUINAS DEL SUEÑO

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La obra del siglo, Argentina-Cuba-Alemania-Suiza, 2015

Dirigida por Carlos Quintela. Escrita por C. Quintela y Abel Arcos.

*** Hay que verla

La segunda película del joven realizador cubano confirma que es uno de los pocos directores que permite albergar expectativas sobre el futuro de una cinematografía devaluada

Llegan pocas noticias (cinematográficas) desde Cuba. Una de las últimas fue un filme colectivo titulado 7 días en La Habana en el que varios directores tenían que decir algo de la capital de la famosa isla. No resultó agraciado el proyecto: apenas alguna anécdota simpática y no mucho más. Pero había una excepción: Diario de un principiante, el cortometraje del director palestino Elia Suleiman.

Sin emitir una palabra, Suleiman ofrecía un retrato no reaccionario pero crítico de la actualidad de la mítica capital. En los ojos del extranjero La Habana era una ciudad divorciada de la égida simbólica que la prestigia. Un gran gag del filme se limitaba a mostrar al propio Suleiman que salía del hotel a la mañana, volvía al mediodía y a la tarde; en cada ocasión, al prender el televisor, Fidel Castro estaba dando un discurso, que en verdad era el mismo e interminable. El chiste era simpático y piadoso, en la medida en que uno no lo relacionara con otra secuencia formidable (una escena tiene un sentido propio, pero respecto de otra su valor narrativo deviene polivalente). El personaje mudo de Suleiman decide ir a visitar el zoológico. En su recorrido descubre que no hay prácticamente animales en todo el establecimiento. Las jaulas están vacías; más que un espacio para observar la vida salvaje, el zoológico se transforma involuntariamente en un símil de un país agotado en la mayoría de sus recursos. La isla puede albergar turistas, pero su precariedad estructural está frente a los ojos. A Suleiman le bastó observar y escuchar; un discurso televisivo y un inocente paseo, unidos en una misma representación, fueron suficientes para hacer hablar sus imágenes prescindiendo de palabras que las expliquen. La sociología humorística de Suleiman no se originaba en una rabia ideológica frente a su objeto: era tan sólo la evidencia de lo que había visto.

Hay algunas intuiciones en las películas del joven director cubano Carlos Quintela que lo hermanan discretamente con el maestro palestino. Las diferencias son también notables: Quintela no es un descendiente de Jacques Tati, nacido en tierra prometida (y sitiada), que está atrás y delante de cámara; tampoco su cine es abiertamente político. ¿Para qué entonces asociarlos? En Quintela, como en Suleiman, hay una noción de espacio y territorio que organiza el relato. Los planos generales y las panorámicas son elecciones formales preponderantes en el cine de Quintela. La mayoría de los encuadres de La piscina, su ópera prima, podrían pertenecer a la aventura microscópica de Suleiman; otros encuadres de La obra del siglo, la segunda película de Quintela, también remiten a una forma peculiar de mirar un lugar. En este sentido, cuando Suleiman filma en su país al territorio se le asigna una adjetivación política comprensible: es siempre territorio ocupado. En el caso de Quintela, el territorio es yermo, abstracto y vacío. Sobre ese territorio hubo historia, lo que todavía queda son sus restos inertes.

La obra del siglo sitúa su relato en los vestigios de una ciudad electro-nuclear concebida en 1976 tras un acuerdo entre la Unión Soviética y Cuba para construir dos reactores nucleares en la región de Juraguá, en la provincia de Cienfuegos, lo que llevó a levantar una ciudad en el medio de la nada, a unos cuatro kilómetros y medio de la central nuclear, que empezó en la década de 1980 a tener pobladores provenientes de otras regiones de la isla e incluso algunos llegados de Rusia. Los destinos de los hombres en aquellos tiempos se decidían en consonancia con la partitura de una teleología sin riesgos de notas disonantes. La revolución era una genealogía de justicia y también un destino.

La composición social de ese proyecto pretérito dispensa una escena hermosa. Quintela incluye una delicada escena, que puede pasar desapercibida, en la que se puede ver a los viejos camaradas de buena voluntad que se mudaron a ese paraje que hoy se ha convertido en páramo. Se creyó en el advenimiento y en la construcción de una proeza científica para el bienestar de todos; quedaron algunos y el bienestar brilló por su ausencia. El joven director se limita a fotografiar el rostro de varias personas comunes que se prepararon para esa epopeya: una profesora de ruso, un ingeniero, una cantante de ópera entre otros viajan en un ferry que cruza durante la noche a los pasajeros de la ciudad a Pasacaballos; nada especial sucede, excepto detenerse a singularizarlos; esa escena destila el centro ético del filme y explica el dolor inarticulado de los tres personajes centrales del relato: la insatisfacción del abuelo, el padre y el hijo se refleja en esos pasajeros.

Como se predica de la observación precedente, el relato de Quintela depende de otro gran relato del siglo pasado. La épica comunista nacida de una revolución madre y sus ramificaciones continentales constituye el fondo fantasmal de la memoria de sus personajes. Lo primero que se escucha en el filme es a un fumigador recordar la carrera espacial durante la Guerra Fría y el orgullo de los cubanos de ser parte de un proyecto en el que se podía soñar con conquistar el espacio. No mucho después la película presenta al primer cosmonauta cubano, Arnaldo Tamayo Méndez, viajando en una nave espacial, seguido por otro material de archivo, ya más cercano a nuestro tiempo, en el que el propio Méndez asocia el logro científico a un proyecto político en el que aún cree. El contraste entre las creencias del pasado y la objetiva precariedad del presente es la prueba de una hecatombe simbólica que empieza lógicamente con el fin del socialismo planetario a fines de la década de 1980.

Quintela aprovecha al máximo esa oposición rotunda entre las fantasías jubiladas y un tiempo contemporáneo plegado sobre sí. Sostiene el procedimiento comparativo y dialéctico a través de la incorporación de un valiosísimo material de archivo televisivo de la época en constante contraste con el presente edilicio y el espacio público que el sistema de registro permite entender en todo su perímetro. Los planos fijos o lentos travellings hacia adelante para contemplar la ciudad desde el balcón y las ventanas de un departamento comunican la discrepancia. Hay también una escena formidable en la que un edificio de la ciudad deviene en una imaginaria nave espacial; la resolución del despegue es un destello del ingenio del director y sus camaradas: con nada, resuelven la iconografía de una nave partiendo al espacio.

Curiosidad poética la de La obra del siglo: los noticieros del pasado parecen una ficción, pero la ficción que cuenta el director tiene secuencias que son retratos fidedignos de la vida en un país. En otros términos, las ruinas de una ficción pretérita constituyen el material indesmentible de una realidad que no se escribe en un guión. Hay al respecto un momento tardío en el relato en el que padre e hijo empiezan a jugar en el interior de una ojiva gigante, momento que remite a esas representaciones metafísicas en las que las almas pasan por un túnel cuando empiezan su travesía al otro mundo. Los hombres que aún viven en este remedo isleño de Chernobyl son espectros a la deriva. No los devastó una desgracia atómica, sino la imprevisible erosión de un proyecto que quizás jamás había sido del todo posible.

La obra del siglo concentra su pequeña historia en esa otra gran historia fallida: la progresiva enajenación del abuelo Otto se conjura apenas en el cuidado que pone en el único pez de su acuario; la bronca contenida de su nieto Leo, que se acaba de separar, se distrae un poco pensando en el próximo tatuaje que le dedicará a su cuerpo; mientras, Rafael, el padre de Leo, quien alguna vez estudió en Moscú para ser parte del proyecto de la ciudad, tal vez pueda juntarse con otra mujer y sentirse menos solo, una mínima compensación de su ostensible naufragio profesional. La convivencia de los tres poco tiene de retrato familiar y así se conjura el mal del cine cubano durante décadas: el costumbrismo quejoso. Más bien, ellos representan tres generaciones cubanas cuyos esfuerzos individuales y sueños colectivos connotan una crítica oblicua a la evolución del socialismo. Una inteligente cita de un viejo filme de Sara Gómez llamado De cierta manera, un informe de los noventa en el que se corrobra la sustitución del proyecto nuclear por la plantación de coco y la propia película son testimonios audiovisuales del desencanto colectivo frente a las ruinas de una utopía.

Este texto fue publicado en Revista Ñ en el mes de agosto de 2016

Roger Koza / Copyleft 2016