LA NOCHE MÁS LARGA

LA NOCHE MÁS LARGA

por - Críticas
22 Ene, 2021 09:31 | comentarios
Una película incómoda en manos de un cineasta que asume riesgos y frente a un tema que exigen en demasía: la violencia de género en su expresión más vil.

EL FALO DEL FIN DE UN MUNDO

Los asesinos seriales son habitués de las películas y también de las novelas. Tristemente, no son seres imaginarios nacidos de la curiosidad perversa de un escritor, sino personas que existen en sociedades diversas. La perplejidad frente a las acciones de los criminales violentos es inevitable, también razonar sobre sus motivaciones. En los guiones de Hollywood, por ejemplo, no lejos de un conductismo idiosincrásico, se suele insistir sobre la psicología de los asesinos (y los resultados oscilan entre lo grotesco y lo curioso); en otras tradiciones, el retrato sociológico dispensa aproximaciones menos reduccionistas, un acercamiento que de por sí no garantiza ni precisión ni clarividencia. Filmar la vida de los infames no es una tarea cualquiera.

Moroco Colman se propuso filmar un caso ominoso: las brutales violaciones de Marcelo Mario Sajen. Como es sabido, las víctimas fueron decenas y decenas de mujeres jóvenes, abusadas siempre en las inmediaciones del Parque Sarmiento de la ciudad de Córdoba, entre 1991 y 2004.

La noche más larga prodiga una lectura y desdeña felizmente la psicología mientras se aventura a una especulación política y cultural. En efecto, la composición de Daniel Aráoz como Sajen es más bien física: el gesto sustituye a la palabra y el enigma de su primitivo goce no se explica. La película evita sin ambages hacer del violador una anomalía fascinante. No hay nada interesante en él, y en ese sentido Aráoz encuentra el tono justo. Lo que sí quiere sugerir el relato, y es pertinente, es el correlato existente entre el violador y un orden social específico.

En efecto, Colman reúne signos que evidencian una difusa complicidad con otros hombres de la sociedad y el sistema que los avala. El machismo pueril se constata en los pibes jóvenes que van de levante por Nueva Córdoba, en los médicos que revisan a las víctimas, en los policías que toman las declaraciones y en la desidia de la política de los gobiernos de turno. El cineasta y guionista incluso añade un giro hermenéutico más conspicuo: “El rapto de las sabinas” en el jardín Carlos Thays. Todo esto son signos dispersos poco trabajados, que tienen una exposición más acabada en el libro La marca de la bestia, la investigación periodística de Dante Leguizamón y Claudio Gleser que inspira la película.

Es ostensible que La noche más larga es una película ambiciosa. Los primeros minutos son inobjetables: el uso cinematográfico de los drones para mostrar la ciudad de Córdoba y la introducción del método de Sajen demuestran pericia estética y narrativa. Lo mismo se constata en la interpretación del elenco femenino, el trabajo sobre las penumbras en la mayoría de las escenas, las decisiones sonoras, el empleo de planos congelados para resolver escenas complejas e incluso la inserción de materiales de archivo de la época.

Y es por eso que son incomprensibles las decisiones estéticas de Moroco para filmar algunas de las violaciones. Que no haya elegido el fuera de campo o la distancia y que haya optado por el primer plano recurrente introduce en la puesta en escena ambigüedad y paradoja. No hace falta leer a Laura Mulvey o Molly Haskell, dos pioneras de la teoría y la crítica de cine feminista, para detectar ahí una contradicción performativa respecto de todo lo enunciado y el final elegido en el que se conjetura que la revolución feminista ya había tenido un primer paso en el famoso e-mail de Ana llamando a sus pares a no callar. La escena de la primera violación, en 1985, casi en el desenlace, glosa un punto de vista en las antípodas de las víctimas. A Sajen no le hubiera disgustado.

Es muy posible que el cineasta haya creído que la exposición gráfica del instante previo de una penetración o una felatio o algunas gotas de semen en la mano de una mujer joven funcionarían como evidencia de lo aberrante o de lo que el propio film denomina “lo inimaginable”. Mostrar para repudiar, mostrar para conjurar. La esperanza estética es la siguiente: si lo inimaginable es susceptible de ser visualizado, el plano, por horror y asco, puede impugnar el acto. El problema de esa gramática de la denuncia es que enuncia desde la praxis del perverso y con un código de representación que se diferencia poco y nada del porno y replica, sin proponérselo, la satisfacción de quien comete el acto de violencia sexual. Que en esas escenas se insista en los gestos que denotan el padecimiento de la mujer violada como contrapunto ideológico y narrativo de la vileza sexual del violador no deja de ser una perspectiva ilusoria de compensación. La sujeción y la eyaculación pertenecen al mismo eje de la fantasía. Este procedimiento estético puede tener justificativos de todo orden, pero no importa qué se crea en cualquier caso: lo decisivo es observar cómo funciona una lógica formal en el plano de una escena y en la conjunción de las escenas. La puesta en escena vulnera el punto de vista defendido en el relato por la injerencia directa de la propia anatomía de las escenas.

La noche más larga es de esas películas que indignan o convencen. No está de más volver a insistir: filmar la vida de los infames no es una tarea cualquiera. Colman es un cineasta que ha escogido el camino más incómodo. Entre sus pares no es frecuente. Y es por eso que hay que pensar a fondo las posibles objeciones a su segunda película. Tanto para él como para la mayoría de la audiencia, Sajen es un monstruo. Y no es sencillo filmar a los monstruos. 

***

La noche más oscura, Argentina, 2020

Escrita y dirigida por Moroco Colman.

*Esta crítica fue publicada en otra versión y con otro título en el diario La Voz del Interior en el mes de enero 2021.

Roger Koza / Copyleft 2020