LA MIRADA INVISIBLE:  SOBRE LA PATOTA Y RÉIMON

LA MIRADA INVISIBLE: SOBRE LA PATOTA Y RÉIMON

por - Críticas
12 Jul, 2015 03:55 | comentarios
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Réimon

Por Nicolás Prividera

“¿A quién le va usted a creer, a mí o a sus propios ojos?”

Groucho Marx

David Walsh acuñó el concepto de “realismo pasivo”, en referencia a cierto cine contemporáneo que sin ser miserabilista ni nihilista se contenta con una mirada sumisa ante lo dado (leer aquí). Del mismo modo, podríamos decir que existe también una “crítica pasiva”, que no hace más que glosar las películas sin despegarse de su complaciente punto de vista. Y eso no sucede solo con las habituales reseñas del cine mainstream, sino precisamente con aquellas referidas a ese cine con pretensiones críticas que termina reproduciendo una desencantada mirada de clase. Veamos dos ejemplos cercanos recientes (y remarquemos algunas excepciones críticas a la regla): Por esas coincidencias que terminan no siendo tales, Réimon se estrena poco después que La patota. Se diría que no hay dos películas más diferentes: por un lado, una película mainstream que persiste en la representación del pueblo como amenaza. Por el otro, una película independiente que se toma su tiempo para observar respetuosamente a un personaje de clase baja sin estigmatizarlo. Sin embargo, a ambas las une una mirada abstraída sobre el silencio del otro (sea buen o mal salvaje) y la propia clase (encerrada ya no en juegos de salón sino en un discurso ideológico vaciado de sentido).

No voy a volver sobre La patota (a la que ya le dediqué un análisis como “película de diseño”, pero quisiera refrendar lo esencial: la idea de que el film no plantea el discurso de la protagonista como propio supondría una aparente neutralidad, que no es tal desde el momento en que la película está narrada desde el punto de vista de su protagonista (salvo cuando se pasa al del victimario solo para justificar su ataque como un acto animalesco más que bestial: así son finalmente estos seres, parece decirnos La patota desde el retrato mismo de la ex novia que desata la “inevitable” pulsión). Está claro que a Mitre le incomoda la decisión de Paulina, a la que sin embargo su película termina reivindicando, tal como puede leerse en las innumerables críticas favorables que literalmente asumen su canto a la “libertad de conciencia” como eje central. Si La patota, a su vez, asumiera abiertamente a su protagonista como la «santa del progresismo» en que su guión de hierro la convierte, apenas se le podría cuestionar la representatividad hoy por hoy de esa visión tan ingenua de la militancia (solidaria con su contracara: el maquiavélico pragmatismo de El estudiante). Pero la película no se anima a los excesos retóricos que le permite a su personaje, y elige la medianía, el tono mustio y perdonavidas. Y todo esto no tiene que ver con una imposición de producción (la necesidad de no desagradar al espectador), sino con una imposibilidad argumental y una indecisión estética.

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La patota

Como dice un amigo cineasta: “una referencia de Mitre es El hijo. Pero los Dardenne se toman casi 30 minutos, sin necesidad de diálogos explicativos o poner en escena la violencia, hasta que el espectador puede enterarse que ese chico que el protagonista observa con horror a escondidas, es quien mató a su hijo. Esa dosificación de la información tan morosa es lo que la hace una película moralmente irreprochable, además de moderna. Porque esa decisión formal es inseparable del argumento. Y una vez que el espectador entiende eso, se puede enfrentar con desconcierto a esa escena tan tierna dónde el chico asesino le pide al protagonista que adivine cuantos metros de distancia hay entre los dos. Eso es el cine…” En vez de tratar de entender “a qué distancia de mi empieza el otro”, como bellamente expresaba Serge Daney, en La patota el otro es la amenaza barbárica, a la que solo se puede educar o perdonar. En Réimon esa distancia se asume, pero desde la pura negatividad: el otro solo puede ser observado (pero a la vez no deja de vampirizárselo para construir una imagen pura) mientras que la propia mirada también se desplaza, en un juego de espejos que evita decir algo sobre ella misma (ya que lo único que la película enuncia por principio es su propia “inversión” de tiempo y capital).

“Da la sensación, por otra parte, de que varios ejemplos similares a La patota se muestran sólidos en el registro que emplean pero dos o tres planos delatan la precariedad discursiva en torno a la representación de esa entidad que entendemos como alteridad”, dice Guillermo Colantonio en su crítica de Réimon: “El modo parece elegante en su superficie pero un poco banal en el resultado.” En ese sentido, más sugestivos que los previsibles términos de la cándida nota de Hinde Pomeraniec en La Nación son los previsibles bajos comentarios anónimos a pie de página, que logran resumir la película como el “contraste brutal entre unos vagos y mantenidos pequeño burgueses de treinta y pico (todos con el fisique du rol –SIC– del ‘militante’) que leen con fruición a Marx, versus una proletaria que no se identifica como tal y que sólo busca ganarse el mango, cuya mayor preocupación existencial es parar la olla todos los días.” Nada casualmente, este esperable resumen finaliza con un lugar común de la crítica: “Es mérito del director de no hacer algo panfletario ni victimizar a la protagonista, bastante lacónica.” Pero ese laconismo es propio de la película, no del personaje. Si Ramona es “un enigma imposible de ser reducido al estereotipo de la víctima”, como dice Diego Maté, es porque la película propone que al estereotipo solo se le puede oponer el enigma. Curiosa resignación para una película que se molesta en observar minuciosamente, como él mismo sostiene, eluniverso de Ramona, su barrio, sus largos viajes hacia la capital, las casas que limpia, las actividades de la pareja que la emplea”. Y es ahí donde ese elegido silencio (luego del asado inicial, único espacio familiar, donde las voces se superponen hasta hacerse inaudibles) encuentra su contraplano en ese “enigma” que son los empleadores, cuya voz tampoco se oye mucho más, salvo cuando también se la prestan a otro (en este caso, a ciertos pasajes de Marx sobre –claro– el trabajo).

images“Uno podría imaginar que la película dice algo así –explicita Maté–: ya sabemos qué cosa es el marxismo, qué tiene para comentar acerca de los hombres y de sus relaciones, también sabemos que hay clases sociales que llevan vidas muy distintas; está bien, todo eso ya lo conocemos, ahora tratemos de ver qué hay entremedio, qué se juega en el acto minúsculo de cambiar unos libros de lugar para terminar de limpiar una mesa, o qué tiene para revelarnos acerca de la protagonista un travelling que captura y subraya su particularísimo ritmo y forma de caminar.” Pero no terminamos de entender qué se juega ni que se revela con esos movimientos, salvo –como señalaba el comentarista de La Nación– que los muchachos “devoran a Marx pero ninguno es capaz de agarrar una escoba”. Con ironía digna de dichos comentaristas, Ignacio Izaguirre escribe: “Si sos tan digno como para denunciar a quien puede pagar para que le limpien la casa gracias a esa desigualdad, tu obligación no es hacer une película con los equipos que te presta la universidad privada, sino tomar las armas y salir a reventar el sistema». En su crítica para Página12, Juan Pablo Cinelli no pide tanto, simplemente ve Réimon de un modo menos solidario con sus propios presupuestos: “Para la película, Ramona es un objeto curioso al que no puede dejar de observar. Una mirada que vale 34 mil dólares. Tal vez por eso la película, en su movimiento menos natural y más explícito, pone a los dos estudiantes/patrones a leer fragmentos de El Capital, de Karl Marx, un gesto innecesario (…) Un contraste evidente en la inversión especular que se da entre la vida simple y activa de Ramona y los departamentos enormes y vacíos en donde trabaja, en los que su presencia es casi la de un fantasma. O en el carácter fantasmal que esos estudiantes tienen en el mundo real, ese por el que transita la verdadera Ramona y en el que Réimon es apenas una ficción creada por la mirada ajena de los otros». Réimon (el personaje visto por sus empleadores) es un fantasma dentro de Réimon (la película que pretende ver más que los ¿estudiantes? de cuya mirada juega a distanciarse), no menos que esos ignotos lectores de Marx, de los que nunca conocemos otra ocupación, ni tan siquiera el porqué de su circunspecta lectura (salvo el de ser, como los estudiantes de La patota, una mera contrafigura para la aludida y eludida moraleja).

Pero hay otro fantasma aun y es Ramona misma, ya que si bien se trata de un personaje “de ficción” se basa en una no actriz, Marcela Dias, puesta a reproducir su viejo empleo doméstico para la cámara. Esa veracidad no es su única virtud: Moreno la describe como “una persona muy elegante en todo sentido, quiero decir, su espíritu también es elegante”, una descripción que –en su búsqueda de eludir el estereotipo– se acerca peligrosamente a otro: el “negro que tenía el alma blanca”. En esa misma entrevista, Roger Koza sostiene que el gran “fuera de campo” del cine (fuera de campo como “inconsciente de clase”) es “el propio desconocimiento sobre los otros y una distancia. ¿Cómo filmar una experiencia de vida inconmensurable a la de uno?”. Y afirma que en Réimon “ninguna propuesta de reconciliación de clases se inmiscuye como paliativo de una incomodidad explícita. El mundo de Ramona no es misterioso, pero la forma en la que Marcela habita esta ficción propuesta por Moreno lo es.” El problema es, precisamente, la distancia entre lo real (la no actriz) y la ficción (el no personaje), es decir, en cómo usa la persona real para enmascarar su propia mirada prescindente. Moreno afirma que “la salida que el personaje obtiene es poética, cinematográfica. La música de Debussy parece en cierto momento la música de una película de Lubitsch. Todos estos gestos eluden el realismo, que siempre acecha a la hora de retratar un personaje como el de Ramona. No me gusta el realismo social, la representación realista de la realidad social me parece una falsedad, prefiero despegarme de esa herencia pesada que ofrece el cine latinoamericano y adeudarle más al cine que a la realidad. En ese sentido, prefiero estar más cerca de Lubitsch que de Octavio Getino.” Curiosa dicotomía: como si “la representación realista” no fuera finalmente una deuda atribuible “más al cine que a la realidad”.

28347En su presentación para el estreno en la sala Lugones, Moreno asume que “la presencia de El Capital no está para cumplir ninguna función didáctica, su presencia es fundamentalmente estética” (del mismo modo en que Sarmiento era leído en las primeras películas de Matìas Piñeiro, digamos). Esa lectura estética ya fue puesta en escena antes por él mismo en la exposición ArteBA, donde con financiación del premio Petrobras realizó una performance en la que durante varios días seguidos se leyó sin parar los tomos de Marx. Suponemos que el remedo vanguardista no inquietó “una de las muestras más paquetas que existen”, tal como la define el mismo Moreno. Sin embargo, el realizador consideró que “era contradictorio y hasta canalla pedirle dinero al estado que oprime y explota al personaje principal” para filmar Réimon. (Mejor no preguntemos a quien vota Ramona, simplemente digamos: ni siquiera para un marxista ortodoxo el Estado es el motor de la explotación, sino apenas su agente.) Tal vez sea cierto, como dice Koza, que Moreno “se propuso filmar la plusvalía”, pero la película encarna paradójicamente ese destino de modo directo: ¿O Réimon “aliena” menos a Marcela Dias que sus empleadores a Ramona? He ahí la gran pregunta que todo film realizado con un protagonista de “otra clase” debe hacerse.

El director escapa a la pregunta pretendiendo que va “a contar una película sobre la clase media, no sobre la clase baja, sobre cómo desde la clase media, nosotros, porque es lo que yo conozco, adonde finalmente pertenezco, mi experiencia. (…) Yo asumo que personajes como Ramona, a esta altura del partido son visibles para las clases medias o las clases más acomodadas. El problema es que no sé si es visible lo que nos pasa a nosotros, la clase media, en relación al encuentro con la otra clase.” Parafraseándolo, se podría decir: el problema que no es visible es que al asumir ese “nosotros” en su “encuentro con la otra clase”, muchos cineastas no terminan de definir claramente desde qué punto de vista miran. Y lo que achacan a la “clase media” (o a un “progresismo bobo” que no se nombra) corresponde en no menor medida a su propia “escuela” (que tampoco se nombra).

Llegamos así al final del potencial ramal Mitre-Moreno, y lo que encontramos es: la estetización de la política (más que la politización de la estética), la vampirización del otro como mero actor de un texto previo (es decir, no actores reducidos a su apariencia, sea angélica o diabólica) y la reducción al absurdo de la “propia” clase (es decir, ridiculización del propio otro: el militante o simplemente el crítico). Lo político se reduce así a un juego sin consecuencias, en el que ni siquiera queda en pie la mera provocación. Por eso Moreno puede presentar Réimon junto con Jorge Altamira, sin que nadie se pregunte por qué una película de 70 minutos necesita un debate de dos horas posterior a la función (“debate” que se asume como excepción y no regla: desde ya nadie espera que lo acompañe siempre, como a La hora delos hornos): si en las viejas funciones clandestinas no hacía falta explicitar lo que la película ya decía con voluntarista efusión, en este excepcional debate hubo que decir de una vez todo lo que la película no sabe, quiere o puede decir. Y lo que tampoco hace falta agregar es que si un cineasta “militante” hiciera lo mismo, todavía se estarían riendo de él…

La justificación falsamente risueña del acto (¿fallido?) es la que el mismo Moreno tira por twitter: “La FUC siempre fue del PO tanto como la ENERC del PJ y del FPV”. Está claro que la primera parte de la frase es una ironía y la segunda no. Del mismo modo bifronte, estas películas naturalizan su invisible mirada de clase mientras critican a sus “militantes”: al mismo tiempo que apuntan su dedo sobre cierta posición insostenible (los empleadores de El capital, la abogada que reniega de la ley), nos hurtan su propia sostenida mirada. He ahí su punto ciego, su insidioso desplazamiento. Hablando sobre La patota, Iván Pinto Veas habla del “fracaso histórico en el plano de ‘la política’”, que daría lugar a “una lucha ideológica al interior de un grupo intelectual, una pugna generacional al interior de una clase” (se trata, claro, del “legítimo derecho a hacerse de un relato contra la tradición”, que cada generación debe conquistar). El problema se presenta cuando el contrarrelato no logra superar al anterior, y se vuelve apenas una parodia (in)voluntaria, incapaz de reconocer sus propios límites y su no menos gravosa fortuna.

Nicolás Prividera / Copyleft 2015

En el blog también se puede leer:

Sobre Réimon:

1. Entrevista 2015 con Rodrigo Moreno sobre Réimon (leer aquí)

2. Entrevista 2014 con Rodrigo Moreno sobre Réimon (leer aquí)

3. Marcela Gamberini sobre Réimon (leer aquí)

4. Breve texto sobre Réimon (leer aquí)

5. Breve texto de Nicolás Privera de 2014 sobre Réimon (leer aquí)

6. Entrevista audiovisual con Rodrigo Moreno (ver aquí)

7. Un ensayo breve que escribí sobre el problema del reconocimiento del otro, entre algunos de los films elegidos se encuentra Réimon (ver aquí)

Sobre La patota:

1. Marcela Gamberini escribe sobre La patota (leer aquí)

2. Nicolás Prividera escribe sobre La patota (leer aquí)

3. Entrevista a Santiago Mitre sobre La patota (leer aquí)

4. Entrevista a Dolores Fonzi sobre La patota (leer aquí)

5. Mi propia crítica de La patota (leer aquí)