LA LUZ INCIDENTE: LA ESTAFA EN LA ERA DIGITAL

LA LUZ INCIDENTE: LA ESTAFA EN LA ERA DIGITAL

por - Ensayos
05 Dic, 2019 01:51 | comentarios
Hace tiempo que en Argentina (y no solo en este país) las proyecciones en los cines son inaceptables.

Un texto pasado de moda como Lo sagrado y lo profano de Mircea Eliade puede invocarse para situar una desgracia: la sala d e cine se ha convertido en un living de familia, un espacio de continuidad respecto de las referencias del espectador, que ya no está dispuesto a lanzarse a un mundo distinto al suyo. Ninguna discontinuidad entre el mundo propio y el de los otros, ninguna suspensión radical de la experiencia ordinaria para descentrarse por unas dos horas y sumergirse en otras realidades. En la sala se mastica sin parar, se ingiere líquido como si se estuviera corriendo, se contestan mensajes, se chequea el último posteo y también se discute en voz alta. Un video que circulaba recientemente en las redes sociales revelaba la indignación de un hombre frente a los empleados de una sala y el público que había solicitado que este saliera del cine debido a que no cesaba de explicarle a su acompañante el film que estaba viendo. La máxima paradoja de esa anécdota consistía en la defensa improvisada de aquel espectador enfadado: “Si quieren verla en silencio, vayan a su casa”.

Un consejo similar podría salir de la boca de Rui Poças o Rodrigo Prieto, los directores de fotografía de Frankie y El irlandés, respectivamente, si supieran en qué condiciones se proyectan ambas películas en la ciudad de Córdoba (acaso en toda Argentina). El paciente trabajo con el que Poças registró la luz de un escenario natural glorioso o la meticulosa conquista de las penumbras para capturar lo crepuscular de una época y una cultura, en el caso de Prieto, ni siquiera podrían adivinarse en una proyección común en los cines mediterráneos. ¿A qué se debe? Las proyecciones, casi en todos los cines, son deficitarias: la distribución de la luz es despareja en la superficie de la pantalla, no hay calibración de contrastes, las lámparas son viejas o caducas y en muchísimas ocasiones los lentes de proyección no son los adecuados. Es difícil que el espectador pueda tomar consciencia del problema, porque en principio no tiene muchas opciones para comparar, aunque la sola prueba de ver en su celular el tráiler del film bastaría para cerciorarse de la evidente oscuridad de la proyección de la sala. El brillo que descubriría en el celular brillaría por su ausencia en el mismo pasaje visto en sala.

Del mismo modo que hay personajes del cine que creen en el terraplanismo, habrá muchos que postularán que una exhbición en una sala de cine de 500 asientos no podría ofrecer el brillo de una pantalla pequeña, como si la ampliación de una imagen se viera desfavorecida por naturaleza y la distancia de proyección necesaria para obtener una dimensión cinematográfica fuera incompatible con la irradiación que se capta en una pantalla pequeña o en un televisor 4K. Tal consideración, que puede llegar a esgrimirse en el discurso del exhibidor o el espectador desinformado, es falsa. La cuestión radica en que la iluminación de la pantalla no cumple con el estándar mínimo. En condiciones normales, la intensidad de la luz no debería alterarse.

La unidad de medida “footlamber”, término que remite al matemático suizo Johann Heinrich Lambert, sirve para comprender materialmente el problema: una sala debería garantizar 14 footlambers para una proyección aceptable, y según algunos técnicos y directores de fotografía vernáculos, en los cines se proyecta, con suerte, en 6 y a veces menos intensidad de footlambers. Las razones técnicas son en el fondo económicas, pero como nadie se da cuenta ni tampoco se controla, se ha trastocado el estándar de proyección. Es como si el cine adoptara una función nocturna propia de un celular inteligente en la proyección y bajo esas condiciones se proyectara. Que el espectador se acostumbre es lógico; todos somos animales creadores de hábitos.

Quienes hayan visto El irlandés en cualquier sala de Córdoba pueden hacer la prueba. Si tienen una cuenta de Netflix y el televisor empleado posee un buen rendimiento lumínico, podrán volver a ver el film de Scorsese y comprobar que conocieron la mitad de él. La dimensión cromática y las variaciones de graduación de la luz, e incluso la propia materialidad física de todo lo que se representa, lucen vivaces y resplandecientes en casa, en las antípodas de esa condición pálida y deslucida característica de las proyecciones en sala. Ni siquiera es satisfactorio cuando una escena tiene lugar en exteriores. Véase la escena del funeral de El irlandés, cercana al desenlace, vista en los cines de Córdoba. En estas proyecciones se conjura la escala de grises del cielo encapotado y se pierde la textura necesaria para contemplar a De Niro observando a su hija, que le niega la devolución de la mirada. El concepto atmosférico de la escena pronuncia aún más la devastación del personaje. Al respeto no faltará quien postule que lo más importante sigue siendo la historia, observación propia de quien jamás ha experimentado una proyección decente y estéticamente legítima, porque muchas veces en un color o en una intensidad de la luz el film se juega su espíritu y también su propia singularidad. ¿Cómo apreciar un film como Con ánimo de amar sin sentir el color rojo como cifra de una pasión malograda? ¡Qué experiencia terrible sería asistir a un estreno de un film de Douglas Sirk y Jacques Demy bajo estas condiciones de proyección! Nos robarían el goce óptico sin que nos diéramos cuenta.

Si todo esto fuera aplicado a la música, la experiencia visual en el cine sería la misma que asistir a un concierto en el que solamente se escuchara al cantante y los instrumentos musicales apenas sonaran como fondo lejano. ¿En la experiencia musical solamente importa escuchar la melodía y la letra? Y, llegado a este punto, se introduce un problema de la misma índole, acaso mayor: el sonido. Para nuestras salas, el sonido es una cuestión de volumen, y para gran parte del público, en el mejor de los casos, un reconocimiento del estruendo. Es que el sonido en el cine resulta ya una temática de exquisitos, pues ni siquiera existe un vocabulario reconocible para reconocer el embrutecimiento general de la escucha. Pero por ahora sería suficiente retener en los oídos una palabra: estafa. Eso es lo que pasa cada vez que se paga una entrada.

Este texto fue publicado en otra versión por el diario La Voz del Interior en el mes de diciembre 2019.

Fotograma: Con ánimo de amar; 2) una sala improvisada en Macao donde se proyecta mejor que en todas las salas de la ciudad de Córdoba. 

Roger Koza / Copyleft 2019