LA HELADA NEGRA

LA HELADA NEGRA

por - Críticas
08 Jul, 2016 11:20 | comentarios

LA TIERRA YERMA

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Por Marcela Gamberini

Suspendido en el tiempo y anclado en un espacio preciso transcurre el cine de Schonfeld. La naturaleza, su fuerza, sus desvíos y sus transgresiones son el eje desde donde pueden verse y leerse sus películas. Esa naturaleza tan presente en esos pueblos de Entre Ríos se enmarca en el orden de la fisicidad del cine de Schonfeld tanto en La helada negra como en su película anterior Germania.

El espacio es puntual, un lugar en Entre Ríos, y está ligado a una comunidad (una aldea al decir de los personajes), pero más allá de la precisión del espacio, es el espacio de la naturaleza la protagonista. En este caso, vacas que mueren, plantas que no crecen, tejidos que se ennegrecen, incluso personas que no crecen, quebrados-como los tallos de las plantas, o impedidos, como los animales enfermos. La naturaleza, esa fuerza vital que puede ser a veces terrorífica, se alterna con los individuos, se mimetiza, se aúna en organismos enfermos, negros y necróticos. El fenómeno de la helada negra corroe no solo las superficies sino los interiores; esa imagen con la que se abre y se cierra la película es central: un ideograma de la escarcha, un dibujo de una huella, una célula cristalizada, el indicio de un hechizo, un tejido dañado, el rocío congelado. Esa imagen enigmática que gira y gira es el germen de esa helada que tomará como un tejido enfermo todo el pueblo, su naturaleza y sus habitantes.

La helada negra, Maximiliano Schonfeld, Argentina, 2016

En esos exteriores inmensos donde los cuerpos arman una coreografía irregular están los hombres solos sin mujeres. Hombres instintivos, rudimentarios, básicos que bailan entre ellos. Y por otro lado están las mujeres solas sin hombres, mujeres niñas, mujeres adolescentes. En el cruce, en el medio, en la intersección aparece una chica; de la nada, sentada en ese campo podrido, negro, vacío, yermo, tiene su aparición. Un perro – vitales en la película- la encuentra y con el perro el chico, un rubiecito frágil e inteligente, rudimentario y reflexivo.

El contraste es esencial: la chica llamada Alejandra ve, mira; sus ojos son su cara y también su cuerpo; es aquella que puede ver más allá. ¿Quién es? Quizás una santa, una oportunista, una hechicera, una mística, una mentirosa o tal vez solo sea una mujer que restablece el orden de lo femenino en esa comunidad de hombres rústicos. Puede ser que sólo sea la sensibilidad encarnada en el cuerpo de una niña mujer, quien llora, ríe, mira; quien puede “ver” y quien “sana”. Es el misterio, el enigma de lo femenino, que sobresale, en esa comunidad de hombres que son pura introspección, que rumian su soledad entre ellos, que la mastican y la escupen al campo abierto entre los animales enfermos y los árboles secos. Ellos son los que enferman con esa saliva el campo. Constituyen una coreografía de cuerpos masculinos, irregulares, alrededor de la chica, tentando a la seducción, llamando a la sexualidad y danzando con la sensualidad.

Las mujeres de la película son rubias, descendientes alemanes del Volga, de pelo lacio, de ojos celestes, de contextura frágil. Ellas son tímidas y extrañas, temerosas de la fuerza masculina. Frente a ellas Alejandra, esa “hechicera mentirosa” con altarcito incluido, es morena, de ojos negros, de pelo ensortijado que se viste como vieja; esta chica de algún modo las salvará de esa preeminencia masculina. Figura, cuerpo que entra en tensión con aquello que ya está establecido, ella logrará no solo que la naturaleza renazca, sino que los individuos –sobre todo los jóvenes- se junten entre ellos, desarmen una historia y armen otra; una historia nueva y diferente.

Maximiliano Schonfeld es un perfeccionista del plano. Sus encuadres son luminosos y certeros. Cada secuencia dura el tiempo exacto y a la vez cada plano ubica a los personajes: esas figuras-cuerpos se disponen en el centro, bañados por esa luz peculiar que no solo ilumina sino que oscurece y ese humo que no sólo es un ritual sino un producto de la naturaleza, un destello del fuego que la chica prende como parte de un ritual impreciso y extraño. Los cielos nublados, los campos yermos, los perros yendo y viniendo, los rostros de los hombres, los animales sueltos, la música alemana, el sonido de la naturaleza contribuyen a la forma narrativa de Schonfeld caracterizada por la elipsis y la sugerencia.

Como en Germania, el espacio en La helada negra se vuelve sensible; es una entidad física y tangible, acaso el verdadero protagonista que siempre es misterioso y enigmático (no menos que el personaje de Ailín Salas, cuya corporeidad es tan frágil como poderosa). El cine de Maximiliano Schonfeld pertenece a un orden diferente: la sensibilidad es central, donde el espacio es germen, donde las narraciones sugieren y no explican. Un cine que se deja ver con todo el cuerpo, más allá de los ojos, con los oídos atentos y con la tangibilidad de las imágenes a flor de piel.

Marcela Gamberini / Copyleft 2016