LA FELICIDAD ES UN RELÁMPAGO

LA FELICIDAD ES UN RELÁMPAGO

por - Ensayos
10 Ene, 2020 05:17 | comentarios
El sentimiento más buscado en todos los tiempos y su relación con el cine.

Nada debe ser más misterioso que la insistencia obstinada en sostener, frente a la evidencia, que la felicidad es el máximo logro que alguien puede experimentar a lo largo de una vida. El sentimiento es tan equívoco como deseado, una verdad universal que rara vez conoce cuestionamiento. La felicidad supone una intensidad positiva y esgrime una especie de concordancia ontológica entre lo circundante y lo propio, una alineación en todos los órdenes de la existencia en la que se confunde la potencia del todo con la propia voluntad. El yo y el mundo vibran al unísono.

La felicidad puede ser suscitada por un evento cósmico, un cuerpo desnudo, un descubrimiento matemático, un logro propio o de un ser querido, un billete de lotería, una proeza física. El objeto es definitivamente cambiante, no así la sensación de felicidad, cuyo enigma pasa por la posibilidad de su perpetuidad. Es que no es del todo comprensible la duración del sentimiento. No faltan aquellos que estiman una posible extensión sin límite, como si se tratara de un estado anímico conquistado por la templanza y el aplomo de un alma avanzada, y la posición contraria es inevitable: la felicidad es endeble, fugaz.

Otra tesis, no exenta de cinismo y misantropía, sugiere que la felicidad depende especialmente de la ignorancia, como si el acto de pensar fuera incompatible con la dicha, y la condición excluyente del ser feliz residiera en desentenderse de los mecanismos propios y ajenos que complican la vida diaria y doméstica, como también de querer comprender a fondo aquellas situaciones inmanejables que acosan la serenidad de las mayorías. Huir del mundo, alivianar también el propio. Esto se vincula con la famosa pastilla que popularizó Matrix, aquella que prometía en el olvido y el no saber un seguro de vida por el que se elude el sufrimiento: una forma mezquina de la felicidad, como si esta fuera solamente la ausencia ininterrumpida de pesares y padecimientos. ¿No es el cine un dispensario en el que se recogen las pastillas del olvido?

Un prejuicio frecuente es aquel por el cual se afirma que al cine se asiste para dejar de pensar. La evasión es una forma de felicidad, quizás irresponsable pero necesaria, y a través de la ficción, tanto las grandiosas como las menores, se cumple con ese cometido: por dos o tres horas se suspende la conciencia de sí con las respectivas instancias que aquejan o atentan contra el bienestar; la entrega a la fantasía es absoluta y el yo se deposita en un recipiente, como si se tratara de una dentadura postiza.

La ilusión de que esto es posible se desvanece incluso frente a las películas concebidas como narcóticos o pasatiempos infalibles. Hay pruebas suficientes de que pensar no es una práctica que atrae a las multitudes, pero nadie de esa multitud está invalidado de hacerlo. Relacionar elementos extraños de una forma inesperada, entender un fenómeno de un modo original y descubrirse (con)movido por otra posición subjetiva nacida de haber puesto en funcionamiento la facultad de juzgar no es prerrogativa de intelectuales. Ningún film de los llamados comerciales puede conjurar acabadamente el movimiento de la inteligencia, porque ningún film prescinde de al menos una secuencia que pueda suscitar una forma de felicidad surgida del empleo del juicio, no de su suspensión. ¿Acaso no puede existir una forma de felicidad originada en el desprendimiento anímico que emerge cuando la inteligencia y la sensibilidad se aúnan frente a un estímulo?

Entre los pasatiempos más hermosos que cada dos años pasan por el cine hay uno que es pura felicidad y que merece el lugar más alto en el panteón de los objetos cinematográficos felices: Misión imposible. Cada nueva entrega de ese film protagonizado y producido por Tom Cruise es garantía de un par de horas en las que la fuerza del movimiento se confunde con la liberación del espíritu. Es así como Cruise salta de un avión, conduce una moto por los recovecos de una ciudad, bucea en un tanque de agua por dos minutos en los que se juega la vida, hace piruetas increíbles en un escenario y en un teatro mientras se representa una ópera clásica, desafía la gravedad trepando por un rascacielos; las peripecias por las que pasa el agente son fascinantes y se desentienden de un esquema narrativo clásico.

No hay en las películas de Misión imposible ningún ordenamiento por actos articulado por un conflicto central que dé sentido al relato. La felicidad que dispensa Misión imposible surge de una desobediencia al imperativo narrativo; la lógica es otra. Cada una de las películas, y sobre todo las últimas, se organizan en torno a escenas complejas de una intensidad insostenible cuya existencia en sí justifica el todo y pone en jaque lo que puede seguir una vez completada la escena en cuestión. El desafío, para los cineastas, consiste en saber qué hacer o cómo seguir tras una escena inigualable. No hay en Misión imposible una jerarquía de escenas de riesgo o de mayor complejidad. En principio, cualquier escena podría estar en el medio, en el principio o en el final, porque la autonomía de cada una resulta indiferente a la acción del conjunto. O, en todo caso, el conjunto se define por la intensidad democrática de todas las escenas. El misterio de Misión imposiblereside en contagiar una felicidad física sin pedirle al espectador una identificación dramática que lo distraiga del seguimiento de situaciones imposibles pletóricas de una inventiva alucinante destinada al asombro y a una felicidad inmediata.

Hay algo que Misión imposibleno omite en cada una de sus entregas, y es posible que en esto también descanse otro signo de su secreto: la trama poco importa, sí los vínculos entre los agentes, quienes priorizan irrestrictamente la lealtad entre ellos y no la obediencia a la institución que representan. El cumplimiento de una misión, incluso si se trata de salvar al mundo de una amenaza nuclear, es secundario. Primero está la amistad, después la humanidad. Es que todas las películas de Misión imposible pueden ser vistas como un elogio a la amistad, esa forma de asociación libre de intereses que postula una forma de felicidad circunscripta a la contingente: honesta sintonía afectiva que dos o más extraños cultivan en el tiempo hasta llegar a ser íntimos. He aquí una forma de filmar la felicidad y también de transmitirla. ¿De qué otra forma hacerlo?

Las grandes secuencias de felicidad en el cine no suelen ser aquellas que consagran la idea de un final feliz, discreta teleología que viene a reforzar una promesa que no es solo del cine, porque en todo caso es en el cine de las mayorías donde se vindica esa lectura del mundo, y porque la creencia de que la suma de los actos tiene una razón proviene de una ilusión primitiva y metafísica que excede a una tradición literaria y sus respectivos guionistas. Vista así, la felicidad no es un estado, sino un resultado, una adición y un balance, una paradójica interpretación, la más canónica en el cine de todos los tiempos, pero no por eso la más auténtica. Se puede filmar la felicidad justamente cuando se esquiva la metafísica de los epílogos que justifican la trayectoria completa de una vida.

Es por eso que las secuencias felices suelen estar dispersas, a menudo sin énfasis, casi inadvertidas, porque si el cine como tecnología del registro del presente puede detener el flujo del tiempo, eso que no puede verse porque transcurre y no es un resultado, es así que puede recortar el breve paso del tiempo en que se experimenta la satisfacción de estar en el mundo. La felicidad en el cine, no su versión adulterada que siempre tiende a la representación publicitaria, apenas puede reconocerse en un gesto delicado, en una transición de escenas importantes, en una pausa narrativa o en un presunto instante de insignificancia. Un ejemplo sustantivo entre los estrenos del año: el personaje interpretado de Clint Eastwood en La mula se detiene en un restaurante al paso porque allí se prepara el mejor sándwich de todo el mundo. El placer gastronómico es secundario, porque es el acto de detenerse ahí, desentenderse del contrabando de cocaína al que el octogenario personaje se dedica y simplemente estar en el instante sin sentir el peso de la responsabilidad de una nueva entrega. Un poco más evidente, y casi demagógico, es la ostensible satisfacción del mismo personaje cultivando flores en un penitenciario.

En efecto, si hay que detectar momentos felices en el cine son estos, los menores, los que mejor glosan el sentimiento de felicidad y los que no prometen elevar la felicidad a una apoteosis sin fin. Un ejemplo eterno: el abnegado y sufriente religioso de Diario de un cura rural, cuyo rostro parece desconocer cualquier expresión que no sea la del tormento interior, casi al final del relato, hace dedo en una ruta en el medio de la nada; un hombre se detiene y lo levanta para llevarlo en la parte de atrás de una moto. El cambio en el ánimo del personaje es casi imperceptible. La sonrisa se apodera lentamente del rostro y la felicidad de su espíritu se siente en una mueca tímida pero soberana. La escena no dura ni siquiera un minuto, pero irradia felicidad a secas, lo suficiente para asir la verdad de ese sentimiento. Moraleja inesperada para los feligreses: la bienaventuranza no estaba en el sacrificio obcecado sino en el abandono inconsciente; el hombre de fe siente el viento en el rostro y eso solo alcanza para sentirse a gusto en el mundo. La felicidad dura lo que un relámpago; un segundo cuyo efecto no se puede medir por la duración.

Un buen plan de trabajo es entonces ir en busca de los momentos felices en las películas más hermosas de la historia del cine. ¿Cuáles son esos relámpagos de felicidad en La pícara puritana, ¡Qué verde era mi valle!, La gran ilusión, Hechizo de tiempo? Esas películas también son hitos de felicidad en la vida del propio cinéfilo que las vio. El solo hecho de recordarlas reactiva la felicidad de esa primera vez en que se conoció el prefacio de ¡Qué verde era mi valle!, una de las secuencias más felices que se pueda nombrar en una película. Y si de invocar un film feliz se trata, Día de fiesta de Jacques Tati es invencible. He aquí una película que acopia escenas de felicidad sin traicionarse, incluso cuando ya se puede divisar una amenaza en el horizonte, lo que Tati reconoce como la “americanización” del mundo, un modo de vida del futuro signado por la eficacia y la velocidad que desfigura una experiencia del tiempo y del encuentro. En ese film tocado por la gracia del mundo, Tati representa una forma de felicidad colectiva que se circunscribe al mero estar en compañía de otros mientras se bebe, baila y juega. Por otra parte, la felicidad aquí no ha sido aún privatizada; no es, como ahora, una disposición anímica de un sujeto que cree merecerla por sus esfuerzos y en total distancia respecto a la vida de los otros; la felicidad en Día de fiesta es la de una comunidad, acaso la de un pueblo, un estado colectivo de algarabía en el que todos se divierten y nadie queda afuera de la fiesta. La fiesta de pocos es la felicidad de algunos y la tristeza de muchos, una forma miserable de felicidad que parece ser la filosofía dominante del siglo XXI.


Fotogramas: Diario de un cura rural; 2) Misión imposible – Nación secreta; 3) ¡Qué verde era mi valle! 

*Este texto fue comisionado y publicado por Revista Quid en el mes de diciembre 2019. 

Roger Koza / Copyleft 2020