LA ESTÉTICA DE LA DISPERSIÓN

LA ESTÉTICA DE LA DISPERSIÓN

por - Ensayos
17 Mar, 2015 04:13 | comentarios
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Mary is happy, Mary is happy

Por Roger Koza

En 1994 se estrenaba Rouge, la última película de la trilogía Tres colores de Krzysztof Kieslowski. El inicio de la película era genial y, casi sin proponérselo, constituía una imagen crepuscular de una forma de comunicación propia del siglo XX. Un hombre intentaba llamar telefónicamente a su mujer, que estaba en algún lugar lejano. El travelling lateral con el que abría la escena arranca con la atención puesta en la mano que marcaba un número en el teléfono siguiendo luego el cable físico del aparato telefónico, interconectado a su vez con los cables del servicio que cruzaban la ciudad y el océano hasta llegar a otro país. En un falso plano secuencia, Kieslowski muestra el procedimiento completo que se ponía en marcha para que en dos puntos del globo dos personas pudieran comunicarse. La escena culminaba con una ironía sobre la incomunicación: el número estaba ocupado.

La inconmensurabilidad de la experiencia de comunicación y conexión en aquellos primeros años de la década del ‘90 (y las décadas precedentes) respecto de los tiempos que corren es casi del orden de lo alucinatorio. ¿Quién podría, incluso en el año del estreno de Rouge, haber anticipado una charla en Skype? ¿Qué hubiera filmado hoy Kieslowski si tuviera que reproducir esa misma escena con las coordenadas técnicas de hoy?

No está nada mal invocar un juego de perspectivas. Un ejemplo: imaginemos a una persona de Argentina que viajaba a la India en 1991 y quería comunicarse con los suyos. Él o ella, con seguridad, debía tener que esperar unas tres horas aproximadamente para que la operadora estableciera una comunicación con su país. Se solicitaba el llamado y había que hacerse de paciencia. La emoción era desbordante: una voz familiar, que había perdido su reconocimiento en la memoria del viajero, se oía literalmente a miles de kilómetros. Dicho encuentro casi milagroso reenviaba al viajero a un universo afectivo reconocible. Sucede que quienes viajaban solos por algún tiempo antes de los ‘90, al hacerlo ponían en juego todo un sistema de referencias que en cierta medida había dado como resultado sus preferencias, intereses y gustos. El viajero quedaba enteramente incomunicado, a tal punto que las propias creencias, en un marco referencial ajeno, se violentaban frente a un mundo poco familiar. Es decir: un lugar radicalmente distinto modificaba el yo del viajero. Esa experiencia pretérita ha quedado para siempre en el olvido. Un viajero, ya sea que esté en India, China o Malasia, lleva su pasado en el bolsillo. Con su teléfono u otros dispositivos no solamente verifica sus llamados, lee sus mails y se comunica al instante con sus seres queridos, sino que sostiene su propia ontología sin importan el lugar que visite. La tablet, el teléfono o la notebook transportan una ontología portátil, las circunstancias del Yo están prendidas técnicamente a su espacio y tiempo. Son dispositivos que también dan testimonio de la posición de su usuario, que emite constantemente señales de sus movimientos, más allá de su voluntad de exhibir sus desplazamientos, los eventuales selfies que publique de su visita al Taj Mahal, a la Gran Muralla China o las Torres Petronas en Kuala Lumpur. La conexión permanente es un imperativo de la época. A toda hora hay que dar señales, publicarse, explicitar una trayectoria.

Tan sólo unos 5 años después del estreno de Rouge, Matrix (1999), el film de los hermanos Wachowski, una distopía pop y platónica, tal vez la última gran película de ciencia ficción (junto a la extraordinaria Hard to Be a God, de Aleksei German), universalizaba un estadio vincular y subjetivo definido por una noción topológica concebida como sujetos en red. El concepto de red se hacía visible como nunca. En Matrix, la noción de red aparecía como la coordenada simbólica estructural de nuestro tiempo en el que ser es siempre ser alguien que es a través de una mediación técnica en la que participan otros en una condición similar de existencia. Así, a fin de siglo, la realidad virtual alcanzaba aquí su máxima expresión icónica pop, un anuncio de un porvenir globalizado. Recordémoslo: todos los sujetos permanecían inmóviles en sus propios estanques mientras eran estimulados por la Matrix que producía una segunda naturaleza representacional en la que aquellos interactuaban virtualmente. Lo virtual era lo real, y la conexión era permanente.

Conexión permanente, dispersión inmanente, he aquí un fórmula para desacelerar el entusiasmo acrítico frente a la velocidad de las conexiones y la naturalizada lógica de una conexión ininterrumpida como necesidad vital. Con tal sentencia no se trata, bajo ningún concepto, de satanizar el prodigio técnico, pero sí de pensarlo para que él no piense por nosotros.

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Three Landscapes

Decía Robert Bresson, en 1960: “Desgraciadamente nuestra época es un poco una escuela de desatención”. La primera observación sobre los efectos cognitivos de la conexión permanente es una incipiente dificultad general y generacional para sostener la atención en un solo fenómeno perceptivo por un tiempo prolongado. En este sentido, cualquier película de James Benning constituiría en la actualidad una prueba de fuego. Véase Casting a Glace (2007): se trata de una película sobre las transformaciones de un solo paisaje a lo largo del tiempo, visto a través de planos largos, siempre fijos y generales. La incomodidad epocal frente a un plano sostenido desprovisto de movimiento y de una saturación de signos pertenece a la lógica misma de la conexión permanente. Lo mismo se podría decir de otras películas, como Three Landscapes (2013), de Peter Hutton, una película divida entre tres capítulos cuya radicalidad es todavía mayor: Hutton mira tres paisajes diferentes a lo largo de un tiempo, pero como sucede en todas sus películas, el acto de ver está emancipado del acto de escuchar. Sus películas carecen de sonido, de tal modo que la relación con la imagen se intensifica y el requerimiento de atención es total. De lo que se trata es de entender cómo la conexión permanente conlleva una modificación cognitiva y una modelación de los hábitos perceptivos. La interacción permanente va alterando paulatinamente la relación que se instituye entre el estímulo y la reacción. Films como los de Benning y Hutton plantean un desafío poderoso a nuestros hábitos perceptivos.

Una película como Lucy (2014), de Luc Besson, sería inimaginable en otro tiempo histórico; su estructura del montaje refleja enteramente la lógica de la dispersión dominante, y no es para nada gratuito que la heroína interpretada por Scarlett Johansson finalice injertándose en una súper computadora. En la película más aceptable de Besson, Lucy comienza, gracias a una droga sintética, a percibir el mundo de otra forma debido a que la sustancia que va esparciéndose por su cuerpo despierta zonas de su cerebro que en líneas generales ningún bípedo implume utiliza. La premisa es apasionante: ¿qué pasaría si un sujeto pudiera potenciar las funciones cognitivas de su cerebro? La respuesta de Besson no es otra cosa que una especie de mímesis de las operaciones de asociación ultrarrápida que a menudo podemos poner en práctica a través de una computadora. En efecto, el avance porcentual de la inteligencia de la protagonista tiene en el film su correlato en un montaje disperso por el cual la realidad en su conjunto está organizada por ventanas de información que los patrones de su cerebro puede abrir, cerrar, yuxtaponer y separar. Lucy es la exposición acrítica de una época de la imagen y una objetivación perfecta de cómo el cerebro se relaciona con los estímulos digitales.

En este sentido, una película como Adiós al lenguaje (2014), de Jean-Luc Godard, es un punto de inflexión. Godard ya había sugerido en Tres desastres (2013), su cortometraje en 3D, que la “D” del 3D podía asignársele una palabra, un sentido: dictadura. Sin anunciar un nuevo apocalipsis digital, Godard vuelve sobre el 3D, en un film magnífico en el que prefiere ir despidiéndose del mundo asumiendo su condición histórica como sujeto y testigo de una transición entre dos tiempos de la imagen, la cual coincide con el cambio de siglo. El siglo XX, un siglo de luces y sombras, 100 años signados tanto por el cine como por el Holocausto, terminan mientras se inaugura una nueva época digitalizada. Godard se apropia del dispositivo del cine estereoscópico digital para trabajar con ese registro e inventariar las cosas más bellas del mundo: las hojas de los árboles, la nieve, las flores, el cuerpo de los hombres, los lagos adquieren una materialidad que desconocíamos en el cine. La Naturaleza es aquí el contraplano salvífico de la Historia, que en el siglo pasado significó la sistematización del exterminio.

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Adieu au langage

Lo más interesante en Adiós al lenguaje pasa por su lógica fragmentaria, tanto visual como sonora. El film de Godard está en las antípodas del film de Besson. Los cortes sonoros y visuales de Adiós al lenguaje operan otro modelo de recepción cognitiva. La fluidez de las asociaciones de Lucy es concomitante a la estética de la dispersión. En Godard, no hay dispersión sino una forma de fragmentación y cacofonía amable que requiere un máximo de atención por parte del espectador para atender al discurso general del film. En Adiós al lenguaje, el viejo concepto del gran cineasta armenio Artavazd Peleshian acerca del montaje a distancia se pone en funcionamiento: solamente una conciencia atenta frente el discurrir de los planos podrá acceder al entendimiento frente a esta misteriosa entidad fílmica, pues las secuencias reverberan y rebotan entre sí; de ese modo, a distancia, los distintos motivos de la película van cimentando un sentido general en un sistema de empatías entre planos a distancia. La belleza de Adiós al lenguaje es solamente una de sus virtudes; la mayor virtud pasa por eliminar la pasividad del espectador, que está obligado a poner atención, o a eliminar la pasividad cognitiva, condición connatural a la estética de la dispersión.

Con Mary is Happy, Mary is Happy, el director tailandés Nawapol Thamrongrattanarit, que en cierto momento homenajea a Jean-Luc Godard, hizo un film estructurado por 410 tweets consecutivos publicados por una joven tailandesa. La historia de dos amigas, Mary y Suri, que todavía van a la escuela secundaria, es un ejemplo perfecto de cómo las redes sociales configuran la identidad. El relato, en principio en clave cómica, se circunscribe a la vida adolescente: la amistad y los primeros romances, no exentos de cierto dramatismo, predominan, pero lo interesante es el lugar que ocupan las prácticas cotidianas de comunicación virtual en la composición del yo. El tweet sustituye aquí la escritura del diario íntimo, y lo íntimo deviene público, una evidencia más entre otras de cómo todo lo íntimo y privado se expande como sustancia dominante en la esfera pública. Hasta la fecha, Mary is Happy, Mary is Happy es una de las películas que mejor articula, formal y conceptualmente, la constelación de las redes sociales en el dominio del lenguaje cinematográfico. Hay otras películas y habrá otras, pero no serán muchas las que cuestionen a fondo la estética de la dispersión.

Repetición de la fórmula: conexión permanente, dispersión inmanente. A la conexión total hay que contraponerle una disposición de combate. La dispersión infinita es un grado cero de la inteligencia. Atender resulta hoy una conducta subversiva.

Este artículo fue publicado por la revista Quid en el mes de febrero 2015