LA CONQUISTA DEL DESIERTO

LA CONQUISTA DEL DESIERTO

por - Ensayos
02 Mar, 2008 03:17 | comentarios

por Nicolás Prividera

Este es el último texto de una serie de artículos que Prividera publicó en este blog (promete nuevos artículos, posiblemente su propia biografía como cinéfilo). Sin embargo, en este cierre circular Prividera ya deja constancia de cuál ha sido parte de su educación como cineasta (y) crítico, e insiste en cuestionar la costumbre histérica de canonizar cualquier película contemporánea, para sugerir, casi como un dialéctico negativo, la tensión entre modernidad y clasicismo, a través de una genealogía de los usos del desierto y su representación en el cine. (Roger Koza)

1._ ¿Por qué le gusta el desierto, Sr. Lawrence?

_Porque es limpio.

Robert Bolt, Lawrence de Arabia (David Lean) 

En el Museo Nacional de Bellas Artes se puede hacer un recorrido cronológico del arte argentino (si es que el arte argentino existe, si es que la Argentina existe antes del siglo XIX.) Morel es el primer pintor “argentino”, así como Echeverría es el primer escritor destacable: su única gran obra es excepcional, dominada por el rojo punzó de la violenta época de Rosas (como los Estados Unidos y muchos países americanos, la Argentina nace de su guerra civil más que de su revolución.) Podemos ver una larga galería de retratos y algunas escenas militares o gauchescas.

Pero no hay muchos rastros del “desierto” en la pintura argentina del XIX, salvo en el retrato de los bárbaros, de los otros: el cuadro canónico de las Pampas (de ese territorio sobre el que debía imponerse una Nación) es deudor del Facundo de Sarmiento: La vuelta del malón, de Della Valle. El desierto es apenas el fondo (un telón de tierra húmeda bajo un cielo tormentoso) tras esas figuras que avanzan, y que representan lo que inevitablemente deberá desaparecer, para que triunfe la civilización. El desierto es la Nada misma, que volverá en el siglo XX como nostalgia de lo que no pudo ser, como el lienzo desdibujado de lo que alguna vez fue el sueño de la Nación (o de La Nación). “Buenos Aires es la capital de un imperio que nunca existió”, dijo Malraux ya entrado el siglo, ya lejanos los días de gloria en que una Argentina moderna podía ser posible. Y un imperio (sobre todo si es inexistente) necesita exhibir sus obras, aunque no sean maestras: de ahí que el Museo mismo nazca con esa Argentina que necesitaba darse un pasado. 

(Dije en la segunda nota de esta serie: “El problema de las Obras Maestras es que impiden descubrir las obras menores: la Historia del Arte puede prescindir de ellas casi sin pena.” Agrego ahora: el problema de los períodos de crisis es la escasez de Obras Maestras, porque sin ellas no solo el canon, sino el conjunto mismo del Arte parece debilitarse, al ocupar su lugar obras menores. Eso sucede con el arte contemporáneo en general, y con el cine en particular: en un momento en que el canon es puesto en cuestión, proliferan las glorias instantáneas y los descubrimientos semanales de genios ocultos. Una cosa, por supuesto, está en relación con la otra: El “horror vacui” impulsa a llenar un presente desertizado, sin entender que es esa misma pulsión la que expande el desierto. Porque si el desierto es aquello donde nada crece, es también el único lugar en que la Nada puede crecer. (Ya Nietzsche lo había profetizado, imaginando el naciente siglo: “El desierto crece”)

Hay que volver a los clásicos, entonces, cada vez que el gesto moderno vacila. No como gesto reaccionario, si no buscando un nuevo comienzo (aunque no toda época alcance un “renacimiento”). Una nueva mirada sobre la tradición. Eso es lo clásico, precisamente. Y si hay un nombre clásico en el cine, es Ford (homónimo del que creó un Imperio con ese otro sobrevalorado invento del siglo XX: el automóvil). Y si hay un tema en Ford es precisamente ese: la infancia del Imperio, el nacimiento de una Nación.

Ese tema tan caro a Sarmiento: La civilización contra la barbarie (aunque entre The stagecoach y The Cheyenne autumn medien, además de treinta años de diferencia, una suerte de evolución hacia un tardío revisionismo). No en vano la saga de Ford recuerda el título de un libro imprescindible de Halperin Donghi: Una nación para el desierto argentino. La conquista del desierto americano era un modelo para Sarmiento (que sabía que no había que ahorrar sangre de indio), y podemos imaginar que le hubiera encantado The searchers, aunque le hubiera cambiado el final: cuando Wayne encuentra finalmente a su sobrina, cautiva de los indios y convertida en una de ellos, le hubiera metido un tiro entre las cejas (en vez de decirle “let´s home, Debbie” y rescatarla con más corazón que odio, según rezaba la traducción local del título, que destruía toda posibilidad de final incierto, aunque ya sabíamos que Wayne no hubiera dado rienda suelta a su odio en cámara: solo mataba indios, mexicanos o vietnamitas). El desierto era una página en blanco a ser escrita (narrada, historizada) por la civilización. Ford siempre supo (aunque solo se atrevió a expresarlo en The man who shot Liberty Valance) que en el Oeste (en Hollywood) “se imprime la leyenda”. El desierto era pura potencia: el lugar perfecto para edificar la modernidad. Y así lo muestra el cine: un paisaje antes o después de la batalla. Lo será, por lo menos, hasta entrado el siglo XX.

En Lean (Lawrence de Arabia), en Bertolucci (El cielo protector), el desierto es un lugar para encontrarse, ya sea consigo mismo (como Lawrence, que se siente más extranjero en la civilización) o con la humanidad de sus personajes (“¿está perdida?”, le pregunta el mismo Paul Bowles al personaje de Debra Winger al final de la película basada en su libro, en un bello y literal encuentro del autor y su criatura). Claro que Lean y Bertolucci son cineastas tan “clásicos” como Ford, ya que aun creen en la necesidad de una brújula.

Eso es el clasicismo, finalmente: no la creencia ciega en la tradición, sino la aceptación de que necesitamos alguna orientación. Si no la de un Dios muerto, la de las Obras Maestras. El mismo siglo que se hartó de ellas (“hay que acabar con las obras maestras”, escribió Artaud) o que simplemente ya no las produjo, nos dejó muchísimas en sus primeras décadas (cuando el desierto aun no había sido conquistado por turistas accidentales): las vanguardias, que venían a acabar no sólo con las obras maestras sino con el arte mismo, nos legaron las últimas Obras Maestras del siglo. Sus herederos no hicieron más que repetir hasta el hartazgo sus gestos (ese gesto que se confundió con la obra misma), debatiéndose entre el pastiche, la parodia y la autocomplacencia. “La vida ya no imita al arte, sino a la  televisión”, dictaminó un émulo de Oscar Wilde mientras el nuevo siglo se iba, esta vez sin llevarse con él al decadentismo.

Será, entonces, a fines de los ‘60, cuando Ford haya filmado su última película y resurja, también por última vez, la vanguardia cinematográfica, cuando reencontremos una versión (antiépica) del desierto. Y es Antonioni quien reinventa el desierto para el cine. Pero antes de hablar de él hay que hablar del último cineasta antimoderno por excelencia: Werner Herzog. Porque si en Antonioni el desierto es el inevitable paisaje contemporáneo del capitalismo tardío, en Herzog es la última rebelión de la naturaleza frente a las dialécticas del iluminismo. Herzog propone, digamos, la pura negación de Ford (en Fata Morgana, en Aguirre), mientras que Antonioni es la síntesis: el post-fordismo.   

2.

_ ¿Le gusta el desierto?

_ Prefiero las personas a los paisajes.

_ Pero también hay personas que viven en el desierto

Michelangelo Antonioni, El pasajero

Decía Groucho Marx que “el golf es un hermoso paseo arruinado por un estúpido juego”. Algunos artistas contemporáneos piensan lo mismo de la narración clásica, y la desprecian con la misma intensidad con que sus propias películas son criticadas por los “clasicistas”.

Nada nuevo bajo el sol: así como en la pintura siempre renace el debate entre “abstracción” y “figuración”, también en el cine (como en la literatura o la música, no en vano artes del tiempo), hace rato (desde las vanguardias históricas, por lo menos, aunque podríamos remitirnos a Diderot o Sterne) hay una lucha abierta entre quienes abogan por una representación y narración clásicas (“hay que contar una historia”) y los que creen que la representación misma es lo que debe estar en cuestión (“la historia del arte es la historia de las formas”).

El canon modernista le da la razón a la vanguardia, el canon tradicional a los clásicos. Ambos tienen sus Obras Maestras, y algunas de esas obras muestran precisamente que entre una y otra concepción, más que una oposición irreductible hay una lenta deflagración: “Así culmina el mundo, no con un estallido sino con un sollozo”, escribió Eliot, que hizo el camino usual del modernismo a la tradición, y que supo antes que nadie lo que ya nadie debería discutir: El modernismo era parte la tradición. Basta ver esos artistas (o las obras de esos artistas) que son como ritos de pasaje entre uno y otro mundo.

Dije en la primera nota de esta serie (que con esta concluye): “Todo el cine contemporáneo surge de Antonioni”. Rectifico: Todo el cine contemporáneo surge de La Aventura, de Antonioni. Digo, quiero decir: La aventura es la última Obra Maestra del cine. Y lo es porque plantea, a la vez una ruptura y un límite (como toda Obra Maestra, solo enseña que no sabe nada).

La aventura es la última película moderna: el relato, que aun precedía sus películas anteriores (como Las amigas, basada en una novela de Pavese), cede lugar a la desaparición de la anécdota (duplicada en La aventura, como causa o consecuencia, en la desaparición de la amiga, que abre la película a la proliferación de la duda y la deriva). Y esa interrupción, que da lugar a un nuevo e incierto régimen del relato (a una errancia que el cine contemporáneo explorará hasta el hartazgo) encuentra su conclusión en la última película moderna de la última promesa de los nuevos cines de los ‘60: esa crisis es la que encierra la fábula de El estado de las cosas (Wenders, antes de perderse a sí mismo, filma la obra crepuscular, o el crepúsculo mismo, de dos grandes directores modernos: Ray en Relámpago sobre el agua, Antonioni en Más allá de las nubes). Desde entonces, ya nada será igual. La crisis existencial (del cine y sus personajes) convierte esa deriva en un elemento positivo, cuando en Antonioni la deriva (de los personajes, de la Historia) está peligrosamente cerca de la perdida de sí.

Luego de las dos películas que siguieron a La aventura (La noche y El eclipse, con las que conformó una trilogía), el paso siguiente fue Blow Up: primer paso de un cine ambulatorio que lo llevaría a recorrer el mundo y descubrir una mirada escindida (Blow Up toma el cuento de Cortazar como Hitchcock el de Irish en La ventana indiscreta: el fotógrafo es una excusa para hablar de nuestra mirada sobre el mundo. Pero si en Hitchcock la mirada es capaz de totalizar, de devolverle a lo visto un sentido, en Antonioni ya no hay totalización posible: cada imagen puede ser fracturada o ampliada “ad infinitum”, sin llegar a ninguna certeza).

Y es que aunque Antonioni anticipe la condición posmoderna, no deja de ser un cineasta moderno: no hay felicidad en esa imposibilidad de cierre, sino la constancia de una herida. (El desierto rojo representa, de algún modo, la culminación de esa indagación en la alineación contemporánea.) Y de ese desierto interior no se puede escapar con solo exteriorizarlo: sea en la América de Zabriskie Point o en el África de El pasajero , los personajes encuentran que el desierto sigue estando dentro de sí mismos, que ellos son el desierto.

Si estamos atentos encontraremos alguna Obra construida pacientemente entre la andanada de pseudo descubrimientos con que la crítica semanal las oculta: son los Straub, los Costa, los Guerín (vanguardistas enamorados de lo clásico), quienes vienen a rescatarnos de la tentación del desierto. Los que saben que el modernismo es un avatar más del clasicismo, de esa perpetua lucha entre opuestos que, como Los teólogos de Borges, son dos caras de la misma moneda, distintos nombres de una misma idea. Y que aunque hay grandes artistas a uno y otro lado de la línea, los más grandes son los que están siempre en el límite, forzándolo (como Antonioni, como el mismo Borges). “El barroquismo es un ejercicio de vanidad”: así hablaba Borges al recordar que en su juventud prefería a Quevedo antes que a Cervantes (pero la perfección de Quevedo se le había revelado, con los años, como inhabitable, mientras que Cervantes siempre es humano, aun o precisamente por sus imperfecciones). Podríamos decir lo mismo de Eisenstein y de otros artistas sin descendencia: Todo lo humano les es ajeno. El barroquismo es como un eximio pianista demasiado consciente de su técnica: hace hincapié en la ejecución y no en la obra, es una hipertrofia del estilo.

El clasicismo es un humanismo, el barroco es obra de Dios: el producto de una mente genial o, apenas, del momento genial de una mente. Cuando lo ejecutan los mediocres, es el arte mismo el que muere (aunque estemos más acostumbrados a las mediocridades de los herederos de la tradición clásica): La tierra baldía de los (malos) herederos de la vanguardia es un espacio tan inhabitable como los desiertos de los (malos) herederos del clasicismo. La diferencia, finalmente, es que los errores de la pseudovanguardia son cargados a la cuenta de la innovación, mientras que toda mediocridad “clásica” es normalizada como parte del sistema.

Por suerte siempre habrá algo entre el espejismo y el desierto, aunque más no sea algún solitario oasis en el que abrevar (sabiendo, por supuesto, que una obra que no opte por alguno de esos abismos simétricos no contentará a los críticos o engrosará la “Quincena de los realizadores”, ni tampoco contará con el favor del público o ganará la “Palma de Oro”). Pero tal vez esto no sea sino el signo de que el cine mismo se ha vuelto un juguete barroco, cuyo lenguaje es barbarizado por las nuevas tecnologías. (Cuando logremos ver todo en una pantalla de mano, no será cine nada de lo que veremos. Porque el cine es otra cosa.) Y si ya es considerado sin discusión un Arte (con solo un siglo de vida), es porque en poco tiempo habrá que encontrarlo en los museos.

Fotos: 1) La vuelta del malón; 2) Micheangelo Antonioni; 3) fotograma de La aventura; 7) José Luis Guerín.

COPYLEFT 2000-2008 / Nicolás Prividera