LA CASA DEL CINEASTA: EL MUNDO VISLUMBRADO

LA CASA DEL CINEASTA: EL MUNDO VISLUMBRADO

por - Columnas
04 Abr, 2018 11:34 | comentarios
En la segunda entrega, Fontán intenta dilucidar el sentido de lo real (en el cine). Una indicación del escritor Jorge Calvetti, a quien el director le dedicó una película, es el inicio de su meditación.

 

En el 2002 filmé una película que se llama El paisaje invisible. Su protagonista, el poeta Jorge Calvetti, de ochenta y cinco años, estaba muy enfermo y desde su departamento en Buenos Aires evocaba su Maymará natal, en la provincia de Jujuy. Habló durante esos encuentros de la vida y de la muerte con la emoción de quien sabe que el tiempo que le queda es breve. En Maymará -nos contó Calvetti- ocurrió su segundo nacimiento. Vivía con su familia en San Salvador de Jujuy y en esa época la mortalidad infantil era muy alta porque el tifus hacía estragos. Por causa de esta enfermedad murió uno de sus hermanos, apenas mayor. Cuando él se enfermó tiempo después su madre se rebeló: no quiso darle los mismos polvitos que le dieron los médicos y no curaron a su otro hijo e intuitivamente, porque no se conocía la fuente de la enfermedad todavía, lo llevó a Maymará. Allí le dieron  agua de vertiente y se salvó. A esa casa de Maymará volvió siempre hasta que los médicos, alrededor de sus ochenta años, ya no se lo permitieron. “Unos vuelven, muchos vuelven, y están contentos con el paisaje que se ve. Pero yo estoy contento con el paisaje que no se ve, pero se siente”. Así hablaba Calvetti de esos regresos.

Cuando terminamos de filmar lo que teníamos previsto, Calvetti tuvo un gesto que no entendí inmediatamente: me dio la llave de su casa y me dijo: ”vaya a Maymará”. No me interesaba ir a filmar la casa de Calvetti como un documento, como una referencia. Entonces le pregunté por qué creía que tenía que ir y simplemente me dijo: “vaya a mirar”. Ese fue quizás un viaje iniciático: fui a mirar lo que no se ve pero se siente. Eso pensé en aquel entonces y eso pienso hoy, quince años después: para hacer una película, antes que nada hay que aprender a mirar y ese aprendizaje es para siempre.

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Aprender a mirar estuvo vinculado desde entonces a una forma particular de acercarme al mundo. En cada película suelo pedirle al mundo el favor de una imagen, una huella, un impacto, una especie de cicatriz. La búsqueda de un territorio de la percepción -una espesura de la imagen fundada en lo sensible- fue una idea que me obsesionó en ese viaje y todavía me obsesiona. Desde entonces pienso que la imagen y el relato (en el cine que me gusta ver y hacer) deben resguardar una cualidad que le pertenece al mundo: la ambigüedad. Aprender a mirar -pienso desde entonces- es aceptar esa cualidad del mundo como condición  y potencia, una particular relación entre lo visible y lo invisible. A esa relación, Jorge Calvetti la llamaba misterio. Técnicamente la podríamos llamar fuera de campo, pero es más que eso, porque pertenece al territorio de la percepción y lo inefable. La pregunta sigue vigente y de eso trato de dar cuenta, de lo que pone en movimiento la pregunta: ¿aprender a mirar para apropiarse de algo que le pertenece al mundo? ¿Intentar que una imagen se apropie de lo real? Algo así. Pero no sabría explicar qué es lo real. Y tampoco me interesa reducir estas ideas a una definición o a un procedimiento. Sólo quiero hablar de una aspiración, de una búsqueda, de un acierto que sólo puede ser reconocido en sus efectos. Entonces, cuando me vuelvo a preguntar qué significa que lo real aparezca en una imagen pienso en tres efectos que reconozco. En primer lugar, podríamos hablar de un plus de sentido. Una especie de ferocidad que excede a la imagen en sí misma. Podríamos pensarlo en torno a esta idea de Raúl Ruiz, quien retoma un concepto de Walter Benjamin: “Llamo inconsciente fotográfico a esos fantasmas que giran alrededor de las imágenes y los sonidos reproducidos de manera mecánica pero que nunca tocan el objeto audiovisual. A veces, cercan el objeto, literalmente lo transfiguran, lo secuestran.” Reconozco lo real en ese poder transfigurador que dota a la imagen de una fuerte carga de ambigüedad. En segundo término pienso que ese plus, esa ambigüedad de una imagen, tiene siempre un poder perturbador. Lo real es lo que molesta en la imagen, aquello que se sale de control. Esa presencia, activa sin descanso, remite siempre a un más allá de la imagen. A un más acá nuestro, quizás. Lo real es lo que se teme, lo no domesticado. Por último: lo real también es lo que se fuga de la imagen. Hay algo inasible, indecible, en esa presencia. Boquiabiertos, reconocemos un fantasma que se muestra, nos conmueve, y al mismo tiempo se fuga.

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El tren viene semivacío: el viaje hacia Constitución, en ese horario de la tarde, es a contramano de casi todos los miles de usuarios. El último sol de un día agobiante entra rasante por las ventanillas. Nada, ni las ráfagas de viento que trae el movimiento, ni los ventiladores en el techo, pueden mitigar el calor. Por la disposición de los asientos tengo frente a mí a una mujer que viaja con su bebé en brazos. Por alguna circunstancia, quizás por la forma en la que el sol lo roza, me detengo en su rostro. Tiene unos ojos oscuros  que sobresalen en su cara delgada y aunque los párpados parecen pesarle los mantiene abiertos. Por momentos baja la mirada hacia su bebé dormido y la deja allí un rato, como si acariciara la cabeza sudada del pequeño, pero casi todo el tiempo tiene la mirada perdida en el afuera. Estoy seguro de que no mira nada en especial, que probablemente no puede dar cuenta de la estación que acabamos de pasar, o de los vagones de carga  abandonados en las vías muertas, o de los destellos anaranjados del sol sobre el riachuelo. Estoy seguro de que no mira nada en especial, sino simplemente se entrega al movimiento, y se fuga, ella también, en la fuga de todo. Ella, como su bebé, también tiene unos puntitos de sudor en su frente y en las sienes, unos puntitos que el sol vuelve brillantes, dorados, sobre la piel cobriza. Parece venir de un viaje infinito. En su rostro no es posible dejar de leer su cansancio, sus sacrificios; tal vez, una genealogía de dolores. Ahora vuelve de nuevo su mirada hacia el bebé, como si no tuviera más fuerzas que para esa caricia, y ahí se quedan sus ojos ahora, unos instantes. Hasta que, de pronto, fugaz, imperceptible casi, se le dibuja una sonrisa en los labios que restituye la esperanza, un antes y un después gozoso. Pienso entonces en el rostro de Calvetti, un rostro bello e inexpugnable. Mira a cámara con sus ojos casi ciegos. Ya habló, se conmovió. “Unos vuelven, muchos vuelven, y están contentos con el paisaje que se ve. Pero yo estoy contento con el paisaje que no se ve, pero se siente”. Ahora levanta lentamente sus ojos que miraban el piso y nos interpela. Nos interpela para siempre. En los rostros hay algo de esa cualidad de la que intento dar cuenta, una capacidad de herir a la imagen, de donarle una cicatriz. La belleza de un rostro, pienso, reside en la capacidad de albergar el misterio. Todo está visible y oculto a la vez  en un rostro. Imagino un tiempo (antes o después) en el que saber algo del otro implicaba-implicará, conocer las señales en un rostro.

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Vaya a mirar” me dijo Calvetti. Y me enfrentó con un problema doble. Por un lado qué significa aprender a mirar. Y, por otro, mirar con qué experiencia. Como ya dije lo que se mueve a partir de estas preguntas es una aspiración, un esfuerzo condenado al fracaso muchas veces. Lo que se ve siempre es precario, fugaz. Por eso pienso que tal vez la palabra vislumbrar sea más precisa que mirar para pensar al cine en su interrogación al mundo. Lo borroso, lo ambiguo, son cualidades del mundo. Por eso una película que interrogue al mundo sólo puede ser un balbuceo. Hondo, doloroso, bello, pero un balbuceo al fin. Un balbuceo que reconoce que no hay lenguaje que nos libere del  desconcierto.

*Fotos y fotogramas: El limonero real (encabezado); 2) Fontán y Calvetti.

Gustavo Fontán / Copyright 2018

Textos previos de la columna

1. El atisbo (leer aquí)