LA CASA DEL CINEASTA: HELECHOS ARBORESCENTES

LA CASA DEL CINEASTA: HELECHOS ARBORESCENTES

por - Columnas
13 May, 2022 04:25 | Sin comentarios
En esta ocasión, la indagación se ciñe a eso que se suele llamar azar, o quizás mejor a todo lo que puede intervenir sin que se lo llame en una oración o en un plano.

En 1931, Henri Cartier Bresson, con veintidós años, viajó a África. En Costa de Marfil, Camerún, Togo y en el Sudán francés tomó sus primeras instantáneas con una cámara Krauss de segunda mano. Hasta entonces, le había interesado la pintura y había sacado fotografías de vacaciones con una cámara sencilla y económica fabricada por Kodak. Al hablar de su formación, no dudó en agregar que las películas de Griffith, Eisenstein y Dreyer le enseñaron a mirar. En relación a su visita a África, más allá de esta asignación de punto de partida -viaje y decisión de mirar, que no es poca cosa-, y la especulación que podemos hacer sobre el modo en el que el mundo, ese mundo que descubre, empieza a tejer la intimidad de lo sensible, no hay demasiados datos. Pero hay un suceso, en la aridez de lo elidido, contado por el propio Cartier Bresson, en el que quisiera reparar: “En Costa de Marfil me compré una cámara, pero hasta la vuelta, al cabo de un año, no me di cuenta de que estaba llena de moho; todas las fotos salieron sobreimpresionadas con helechos arborescentes”. (1)

Cartier Bresson no dice nada más sobre esas fotos; solo eso, al pasar, como un hecho inscripto en la impericia. Visto desde ese lugar, la cuestión no merece más consideraciones. Sin embargo, hay algo, más en las palabras que usa para contarlo que en el hecho en sí, que me interpela desde hace un tiempo. ¿Descartó Cartier Bresson esas fotos? Entiendo que sí. ¿Qué mundo nuevo apareció en esas imágenes a causa de una anomalía? Fotos sobreimpresionadas con helechos arborescentes. No puedo dejar de pensar en ese regalo de la naturaleza, esa donación secreta. Presumo que al ver las imágenes reveladas a Cartier Bresson lo asaltó, al margen de la frustración inevitable, cierta fascinación. Tiene las fotos en la mano, ya está en su Francia natal. ¿Qué ve? ¿Cómo valora lo que ve? Tal vez, por unos instantes se maravilla con eso que se muestra de pronto. Tal vez, en un momento fugaz, vio algo más que el moho sobre las imágenes.  

Las preguntas encuentran sus respuestas en el paisaje de las conjeturas, por eso desbordan el propio hecho. Ese paisaje, el que trazan las especulaciones, a veces es arbolado, con algún río y cierta luz que se adentra en los rincones; a veces es un desierto donde las preguntas no germinan. De todos modos, son los que elijo para pensar los problemas del cine, porque sus respuestas nunca son dogmáticas. Lo que sigue intenta tomar la forma de los helechos arborescentes: recorridos sinuosos y arbitrarios en torno a estas preguntas: ¿cuánto de control?, ¿cuánto de descubrimiento?, ¿qué hacemos, al escribir o realizar una película, con aquello que aparece?, ¿desea la escritura esas apariciones?

***

Homer Etminani es de nacionalidad iraní, pero vivió algunos años en Barcelona  -donde lo conocí-, y actualmente vive en Colombia. No vi hasta hace poco su película “Inmortal” (2), de la que quisiera decir algunas cosas. Cosme Peñate, el protagonista, lee señales en el mar. Sabe, por las corrientes, por intuición, el momento en que puede llegar un cadáver a la playa, empujado por la corriente de un río cercano que desemboca en el mar. Es algo así como un pescador de muertos (asesinados), y la gente recurre a él y lo valora por este don. En el comienzo de la película vemos a unos soldados avanzar sigilosamente por un campo, escuchamos gritos y de pronto sus disparos, cientos de disparos, inundan todo. En el plano siguiente vemos a Cosme en la playa, de cara al mar. No hay nada de actitud contemplativa; hay alerta, como si lo perturbara algo que sólo él ve. 

Inmortal

Me cuenta Etminani en un audio de WhatsApp: “Me enteré de Cosme a través de una noticia en el periódico. Fui a conocerlo, hablamos, pasé un tiempo con él y me di cuenta de que podía ser el protagonista de una película. Pero yo no quería hacer un reportaje. Justo en ese momento tenía a una estudiante que había perdido a un ser querido en el conflicto armado. Entonces los puse en contacto, y ese es el origen de la estructura. Empezamos a grabar, a él en su hábitat y a ella en su casa, primero, y luego el recorrido que hace Hellens para encontrar a Cosme. Estuvimos un tiempo con eso. Y allí la película se rompe”.

 ¿Qué cosa rompe la película, que aparece en la mitad del rodaje? La muerte inesperada, la muerte siempre fuera de plan -aunque la muerte gravita sobre la película de manera permanente-, la muerte de Cosme, ahogado. Esta muerte, claro, a diferencia de otras posibles apariciones durante el acto creativo, se vuelve insoslayable. No hay posibilidad de ignorarla y seguir adelante. Hay dos caminos: entender que la muerte de Cosme provoca la muerte de la película, o aceptarla e invitarla a formar parte. Etminani toma el segundo de los caminos: permite que el relato albergue esa muerte, no solo en relación a los hechos sino también en torno al lenguaje. Muerto Cosme, la película no puede hablar de la misma manera; el cambio formal de la última parte está en el orden de la aceptación de la gravedad de lo ocurrido. Acá está la muerte, la muerte impensada, dice Etminani, y también sus marcas, sus consecuencias. El relato avanza, incorpora la muerte aparecida, y vuelve inmortal a Cosme Peñate.

***

No todo lo que aparece al momento de la escritura o de la realización de una película tiene ese grado de presencia. La mayoría de las veces lo que acontece está más en el orden de la invitación que de la imposición. Siempre me resultó interesante pensar en la relación entre lo que entendemos como plan y lo que acontece como descubrimiento. ¿Cuáles son los vínculos entre ambos? ¿El plan debe ser riguroso o es una traza para ver con qué me encuentro? Claro, sé que no hay respuestas únicas; lo unívoco tiene siempre un sesgo mortífero. Por eso avanzo con estas especulaciones, trato de ver a dónde me lleva el camino abierto, la traza del helecho arborescente. 

En el tomo III de sus diarios, Diarios de Emilio Renzi (3), dice Ricardo Piglia: “¿Qué aprendí en estos largos años? Que no empiezan los argumentos hasta que uno no empieza a escribir, no hay nada antes”. Y en la misma página, unas pocas entradas después: “Tengo que encontrar la anécdota antes de seguir”. Piglia escribe padeciendo de manera doble: por lo que está ausentado, y la escritura deberá develar, por un lado, y por la falta de sujeción de lo que va apareciendo, por otro. Como si se reclamara un mapa y al mismo tiempo supiese que no tiene ninguna utilidad, ya que lo único que tendrá valor es lo que surja de la propia escritura. Tal vez, lo que nos está diciendo es que necesita un mapa para empezar a andar, mapa que quemará a la vuelta de la esquina para poder perderse, que es lo único valioso para escribir. Tal vez no pensaba de esta manera Piglia, y me estoy tomando una licencia un tanto desorbitada, pero creo que las dos entradas del diario me amparan para esta conjetura: la escritura puede ser un conjunto de mapas provisorios que se destruyen a medida que nos perdemos para rehacerlos después con lo que aparece en el camino. El mapa en este caso contempla la necesidad de los hallazgos.

En un texto bellísimo, El arte de escribir un cuento (4), Flannery O’ Connor nos cuenta sobre su manera de pensar estas cuestiones y abona esta teoría de la escritura atenta a lo que aparece. Habla de La buena gente del campo: “No quisiera que ustedes piensen que cuando me dispuse a escribir ese cuento me senté a la máquina y dije: Ahora voy a escribir un cuento de una joven doctora en filosofía con una pierna de madera, empleando la pierna de madera como símbolo de otro tipo de aflicción. Personalmente, dudo de que haya muchos escritores que sepan lo que habrán de hacer cuando se aprestan a escribir. Cuando empecé a trabajar en ese cuento, yo ignoraba incluso que incluiría a una doctora en filosofía con una pierna de madera. Simplemente, una mañana me encontré describiendo una descripción de dos mujeres de las cuales sabía ciertas cosas, y antes de que me hubiera dado cuenta había dotado a una de ellas de una hija con una pierna de madera. Con el correr de la historia introduje al vendedor de biblias, pero sin tener la menor idea de lo que habría de hacer con él. Yo ignoraba que él iba a robar esa pierna de madera hasta diez o doce líneas antes de que sucediera; pero cuando comprendí que tal cosa iba a suceder, descubrí que era inevitable”.

No es que mientras escribe aparecen cosas, porque esto de alguna manera está por fuera de cualquier estrategia, O’ Connor nos dice algo más: lo que aparece, aquello que será, solo puede ser develado por la escritura. Tal confianza tiene en su método que no necesita mapa. Podemos leer en un libro que recoge algunas de sus cartas (5): “No tengo un esquema de la novela y tengo que escribir para descubrir lo que estoy haciendo. Como una vieja, no sé muy bien lo que pienso hasta que veo lo que digo. Luego tengo que volver a decirlo”.

***

Muchas veces pienso que las maneras tan diferentes de pensar la enseñanza del cine, aun en programas universitarios, antes y después de la dictadura cívico-eclesiástica-militar que asoló a nuestro país desde 1976 no es inocente. No es casual que la materia Documental tardara muchos años, ya entrada la democracia, en formar parte de las currículas, ocupando además un lugar menor. Antes, la mirada se volcaba sobre el mundo. Ahora, se diseña para emular una mirada. Antes, se miraba con la cámara lo que estaba ahí para descubrir en lo que estaba ahí lo que cada cual era capaz de ver. Ahora, se traza un mapa sin fisuras para ejecutarlo con la frialdad de un cirujano. Ese cine serial se volvió hegemónico y apaga las miradas porque no se filma para ver -nada de quemar mapas, perderse, ver qué aparece-, sino para replicar una serie de efectos. Como si nos adiestraran para responder a un estímulo y nos babeáramos cada vez.

Las narrativas de lo real, el cine que hace Homer Etminani y tantos otros, son bocanadas de aire fresco y se convierten en focos de resistencia. Son películas dispuestas a dialogar con lo que se mira, relatos abiertos a su propio devenir. Lo escrito (el guion) está pensado para el intercambio con el mundo. Se confía en que la película de cuenta de esas fricciones, que albergue los hallazgos. Esta forma de trabajo exige dos cualidades: una profunda humildad para permitirse ese intercambio con el mundo, y una inmensa fe en lo viviente. En una de las entradas de esa obra magistral que es el Abecedario de Gilles Deleuze (6), Claire Parnet le pregunta al filósofo: “Solés ir al cine, a las exposiciones, al teatro, de manera muy sistemática. ¿Lo hacés porque te interesa estar informado?” Deleuze se altera, niega: “No. Voy al acecho de una idea”. Es en ese concepto, el acecho, que las narrativas de lo real instauran su método y su potencia. 

***

Cuando empezó la pandemia y la necesidad de permanecer en casa se hizo inevitable, me tracé un programa: hacer una serie de pequeñas películas que tomaran como punto de partida el territorio que estaba frente a mí. Lo restringí a los techos que veo desde mi terraza, a los muros contiguos, a un árbol, a los pájaros que lo habitan y lo sobrevuelan. Al fin fueron cuatro películas: Jardín de piedraLuz de aguaDel natural y Árboles y pájaros. Todas ellas tienen su origen en la vigilia inscripta en el programa y en la convicción de que lo que tenemos frente a nuestros ojos es inagotable. Estas ideas, las que fui recorriendo en este texto, me rodearon durante todo este tiempo donde una fuerza desorbitada, la de la enfermedad, asoló todos los planes. En el diario de una de esas pequeñas películas escribí lo siguiente: “Queda en mi cabeza la idea del azar, no ligada ya a lo que pasa con la luz y los colores que provoca el defecto de la cámara, sino a ese conjunto de sucesos que se manifiestan de pronto, nos asaltan. “Causa o fuerza que supuestamente determina que los hechos y circunstancias imprevisibles o no intencionados se desarrollen de una manera o de otra”, dice el diccionario. Me pregunto, para indagar en lo que tiene de válido el concepto en la realización de una película: si estoy filmando el árbol porque llueve, si filmo la luvia, su escritura contra las hojas, si, en ese momento, una calandria sale del árbol y en la rama más alta se baña, si inmediatamente sale otro pájaro, y se bañan los dos en una fiesta de plumas, agua y gorjeos, si después, cuando la lluvia aumenta su intensidad, vuelven al interior del árbol, todo en una sola toma, imposible de ser planificada, ¿cuál es la condición de ese azar?, ¿es azar o es acecho?, ¿qué vínculo invisible se traza entre el azar y la condición de acechanza?”

Durante todo ese tiempo de encierro también junté hojas y flores que, después de secarlas, pegué, precariamente, en mis libretas. Quisiera terminar este texto con una hoja de esos cuadernos de trabajo.

1. Cartier Bresson, Henri. Fotografiar del natural. Editorial Gustavo Gili, Barcelona, 2017

2. Etminani, Homer. Inmortal. Colombia- España. Estrenada en 2016.

3. Piglia, Ricardo. Los diarios de Emilio Renzi. Un día en la vida. Anagrama, Barcelona, 2017.

4. O’ Connor, Flannery, y otros. ¿Cómo se escribe un cuento? El ateneo, Buenos Aires, 1988.

5. O’ Connor, Flannery.  El hábito de ser. Cartas seleccionadas y editadas por Sally Fitzgerald. Sígueme, Salamanca, 2004.

6. Boutang, Pierre-André. El abecedario de Gilles Deleuze. Documental estrenado en 1996.

Gustavo Fontán / Copyleft 2022

*Foto de inicio (RK)