LA CASA DEL CINEASTA: ÁRBOLES Y PÁJAROS (1)

LA CASA DEL CINEASTA: ÁRBOLES Y PÁJAROS (1)

por - Columnas
04 Oct, 2021 09:32 | Sin comentarios
De la observación y la palabra nacerá un plano. En este texto el cineasta da a conocer los materiales de trabajo sobre una película que se estrenará en unas semanas.

Cuaderno de trabajo / Cuaderno de citas

En el árbol que está frente a mi ventana anidaron calandrias. No veo el nido; veo sus quehaceres: cantar posadas en la rama más alta, llegar e irse, hundirse en el árbol, bañarse bajo la lluvia. No son los pájaros. Ni el árbol. Es el conjunto: lo visible, la espesura, todas las distancias que lo rodean. 

Son calandrias grandes. Según la manera en que se posan en la rama alcanzo a distinguir la línea negra que atraviesa su ojo. El canto de las calandrias no es uniforme, no es reconocible en la primera escucha como el de los benteveos, al menos para mí. 

Ahí están de nuevo, en el amanecer. Una brisa suave mece a la calandria que está en lo más alto de la rama. Rama y pájaro se mueven al unísono. A veces, cierta inestabilidad parece romper ese conjunto, pero enseguida se conjura el riesgo. Desde allí la calandria canta: dos o tres acordes estridentes que se interrumpen de golpe. Otro pájaro, que no veo, le contesta. Durante algunos minutos tienen un diálogo intenso en el que ya no importa el centro sino la tensión hacia los bordes.

¿Por qué pían los pájaros si ya cayó la noche? No hay inquietud en el piar; los susurros no delatan ninguna amenaza. Cuchichean, como si no pudieran dormir, como si tuvieran algo urgente que contarse y no les haya alcanzado el día o prefieran esa intimidad. Es una noche oscura, sin luna, y el árbol aparece como un recuerdo, una intuición. En esa casa negra los pájaros cuchichean; desconocen las leyes de la sombra.

“Para obtener el sonido toma cuanto no sea el sonido déjalo caer

            Por un pozo, escucha

Luego deja caer el sonido. Escucha la diferencia

            Estallar” (Anne Carson, Hombres en sus horas libres).

“Pongo el oído cerca del pájaro cantor y no se asusta. Quince centímetros más allá detrás de las hojas brillantes, el canto no es tan fuerte como antes. Es un sonido triste, perturbador, como la súplica débil y jadeante de alguien que ha sido excluido”. (John Alec Baker, Bosques y campos).

La bignonia venusta, o bignonia de invierno, ya desplegó sus flores anaranjadas sobre la terracita y la pared que linda con el geriátrico. Desde la calle, esa pared se vuelve un faro inevitable: el color se filtra por el rabillo del ojo y obliga a alzar la mirada. Su belleza se convierte en un imperativo. Pienso en otras llamadas, más misteriosas, que ocurren desde la calma de un árbol, Cuando suceden, no tienen el fulgor de las flores de la bignonia sino la intensidad de un susurro en el oído.

Trabajo en mi escritorio y los pájaros pían. No puedo evitar levantarme para mirar. No alcanza con oírlos; necesito ver el árbol, aunque los pájaros no estén visibles. Más tarde los pájaros vuelven a piar y mi acción se repite: dejo lo que estoy haciendo y salgo a la terraza, a veces con la cámara, a veces no. Desde donde miro, el árbol puede concentrar la totalidad de la visión. Las ramas más largas tienen un doble movimiento: van hacia arriba, en una búsqueda natural, y caen por la fuerza de la gravedad. Ninguno de estos movimientos prevalece y de esa reunión, del afán y la caída, proviene su carácter. Los pájaros se muestran a veces, pero la mayoría de las veces están ocultos entre las ramas o volando por ahí. Me retiro. Pero no pasa mucho tiempo antes de que ocurra la nueva llamada: el piar de los pájaros, el susurro del viento entre las hojas, una intuición sobre la luz. ¿Cuál es el lenguaje para hablar de este exceso de presencia?

Lo que aparece se tensa de dos maneras: hacia los bordes, por un lado, y hacia un centro invisible, por otro. Le diré a Mario que tenemos que considerar en el montaje estas dos formas de las distancias. El sonido será muy importante para construir estas expansiones.

Hay, además, otros árboles y otros pájaros al alcance de mi visión. Árboles recortados contra el cielo. Es invierno y algunos no tienen hojas. Torcazas, loros, calandrias y benteveos los habitan, los sobrevuelan. Aunque hace frío, no me muevo de la terraza. Miro porque me impacta el efecto de la luz sobre una bandada que vuela en círculos desde hace un rato. Por unos instantes, el sol vuelve plateados a los pájaros contra el cielo despejado, pero enseguida se oscurecen. No es posible abandonar la espera, la promesa de ese brillo. Miro, también, porque el viento que mueve a los árboles me lleva, me llevará. Cuando hable con Mario le preguntaré si hay un lenguaje para hablar de los árboles y los pájaros. Me dirá que no sabe. Iremos adelante con la pregunta y su inquietud.

“La lección de Cézanne más allá de los impresionistas: la sensación no está en el juego libre o desencarnado de la luz y del color (impresiones), al contrario, está en el cuerpo, aunque fuere el cuerpo de una manzana. El color está en el cuerpo, la sensación está en el cuerpo y no en los aires. Lo pintado es la sensación”. (Gilles Deleuze, Francis Bacon. Lógica de la sensación).

La inexistencia de edificios detrás de estos árboles me permite aislar esa parte de mundo: algunos árboles, el cielo.  El sol sale detrás de un árbol que perdió todas sus hojas. Si hay algunas nubes dispersas, el cielo se llena de una inmensa variedad de colores: ocres y grises, en distintos tonos, algunas manchas negras. El contraluz resalta la llegada de los pájaros; van y vienen, resucitan. Si predomina el ulular de las palomas el nacimiento adquiere gravedad. Es otra la sensación si el mundo naciente es tomado por el griterío de los loros. 

El crepúsculo es menos estridente. Un lento agotamiento de la luz sobre las ramas. En este devenir, el árbol se oscurece de adentro hacia afuera, como si la oscuridad formara parte de su ser. Algunos brillos últimos sobre las hojas pequeñas. A veces, las hojas vibran por efecto de la brisa y el brillo adquiere otro movimiento en su retirada. Un pájaro pía, fuera de mi visión. Está detrás del árbol, pero no consigo descifrar la distancia. Cuando se calla, no tarda mucho en aparecer la luna, casi llena, amarilla, desde el mismo lugar invisible en el que estaba el pájaro. Sospecho que ese último canto fue para recibirla y abrirle el camino. La luna asciende y se vuelve más blanca, pero enseguida se enreda en las nubes, aparece y desaparece.

Árboles y pájaros en el escándalo de la luz. Y de las sombras, que son parte. 

“Escribir de árboles, los árboles de un jardín, escribirse uno con árboles, sentarse y escribir un día un libro de poemas a ellos destinado. Hasta tanto no se presente la luz a que esos mismos árboles darán lugar, vida, y que terminará por ser del poema”. (Arnaldo Calveyra. Apuntes para una reencarnación).

“La claridad que tanto he buscado

Sólo está en algunos silencios

En algunos espacios en blanco

Antes y después de unas pocas y triviales palabras”. (Edgar Bayley, La claridad).

Pienso en dos planos que había filmado hace un tiempo. Reaparecen, mientras miro el material nuevo, como si fueran parte: en ambos hay un vaivén de pastos y de vegetación, un derrame de luz, un paisaje árido. Las preguntas son inevitables. ¿Qué nos lleva, en el devenir de la película, hasta los pastizales, hasta esa tierra signada por el sol y por el viento? ¿Es el canto de los pájaros? ¿Es la luz? ¿Hay un anhelo en la materia, algún tipo de desesperación, que empuja hacia ese paisaje seco?  Vamos dos veces hasta ahí. Arrancados del territorio, en el lenguaje, para que aparezca lo que permanece herido. 

Dos gorriones picotean el vidrio de la ventana.  Dan algunos golpes con el pico, se alejan, y vuelven a la carga. Ya va más de una hora de este repiqueteo. Escucho piar y descubro un pájaro adentro de la habitación. Está quieto, sobre una repisa. Supongo que es un pichón y que sus padres, desesperados, lo buscan. Cuando me acerco, vuela por el cuarto y deja una estela gris. Voy, con mucho cuidado, hasta su nueva posición y nos miramos unos instantes. Hace mucho tiempo filmé una habitación llena de pájaros. Eran unos pájaros pequeños, de colores, que habíamos comprado en la Rambla de Barcelona. Se llamaban Ruiseñores de Japón, creo. Pero no conseguimos que las imágenes albergaran la experiencia de los pájaros volando junto a nosotros, sus latigazos de viento. El gorrión sigue ahí, inmóvil. Abro la ventana y, con dificultad, consigo que salga.  Vuela hacia un árbol y enseguida lo pierdo de vista en el follaje.

Los pájaros no cesan en su batalla. La hipótesis de que buscaban una cría se vuelve inconsistente. Los observo durante algunos días. La mayoría de las veces sé que están ahí porque sus golpes retumban en la casa. Su acción es más intensa cuando el sol filtrado por el árbol deja manchas doradas en el vidrio. Por momentos parecen furiosos. Siempre son dos y no atacan al mismo tiempo. Los miro sin saber qué ven. ¿Cuáles son las visiones que los inquietan? ¿Podremos, ellos y yo, convivir unos instantes en el mismo espejismo?

“Un viejo espejo. Alguien descubre la forma de que todas las imágenes que reflejó en el pasado vuelvan a la superficie”. (Nathaniel Hawthorne. Cuadernos norteamericanos).

“Solo aparece lo que antes fue capaz de ocultarse. Las cosas ya captadas por su aspecto, las cosas apaciblemente parecidas no aparecen nunca”. (Georges Didi-Huberman, Fasmas. Ensayos sobre la aparición 1).

Gustavo Fontán / Copyleft 2021