LA CASA DEL CINE / IMPRESIONES SOBRE EL LITORAL

LA CASA DEL CINE / IMPRESIONES SOBRE EL LITORAL

por - Columnas
06 Ene, 2020 07:20 | comentarios
El litoral es mucho más que un ecosistema; es una fuente de posibilidades poéticas y zona de estímulos para la instalación de ciertos estados anímicos particulares; de ese magma espiritual situado en un paisaje, el autor vuelve sobre sus obsesiones temáticas: lo rasgado, el abismo y el silencio.

Debo decirlo porque soy un forastero: la experiencia del litoral fue para mí, antes que nada, la experiencia de un conjunto de lecturas, las de Juan José Saer, las de   Juan L. Ortiz, las de Arnaldo Calveyra. Después siguieron otros, pero primero Saer, Ortiz y Calveyra. Leí cuentos, poemas y novelas donde el río, las islas y las orillas, -y sus habitantes claro, integrados al paisaje- se convierten en un territorio particular e inefable. Textos que elaboran un mundo nuevo en el que aquel que le dio origen no desaparece sino que queda transformado por la mirada. Primero leí. “Un chico, uno solo, atraviesa la playa desierta, sobre la que el cielo es menos brillante y más bajo. El chico acaba de salir como una aparición del agua y viene atravesando, en línea oblicua, la playa” (Saer). Y leí: “Y las orillas/ florecidas, / las orillas / amarillas / las orillas temblando/ en la sensitiva/ mirada del río?” (Juan L. Ortiz). Y también: “Veo el cañadón, la medialuz de forastero. Me paro, tengo mis manos. El horizonte me arrima noche: rojo, ascua, cañaveral que incendia” (Calveyra). Para mí la experiencia del litoral fue, antes que nada, una experiencia de lecturas, es decir, una experiencia particular de lenguaje. Había algo en esas lecturas que me impactaba de manera directa, como una especie de arrebato. De eso me acuerdo, de ese impacto. Había un modo en el que la literatura se apropiaba de una geografía para volver a inventarla. Intuía, por la experiencia de esas lecturas, que ese territorio, el litoral, era, en el lenguaje que lo nombraba, un territorio abismado.

Esas lecturas quedaron en mí como una especie de cicatriz. Mucho tiempo después, cuando llegó la experiencia del río, el real, la cicatriz se abrió. Navegué el Paraná en un pequeño bote, me llevaban a visitar las islas. Esa inmensidad aparentemente serena, esa quietud amenazante, produjeron un efecto extraño; en ese silencio del amanecer, sentí que el tiempo se curvaba hacia un pasado de lecturas y un futuro de cine. El contacto con ese lugar del mundo, con el río, con esa luz, con las islas y sus habitantes, resignificaron en mí todas aquellas lecturas. El río activaba la memoria del río, la alucinaba.

Quisiera entonces compartir ahora con ustedes algunas impresiones sobre ese estado -uso la palabra estado deliberadamente- que llamamos litoral. Esas impresiones, por supuesto, configuran algunos de los asuntos que pueden ser parte de una poética. De eso se trata.

Una tarde, cuando empezábamos a pensar con Luis Cámara en la película que filmaríamos unos meses más tarde, La orilla que se abisma, elegimos un punto alto de la orilla para mirar el río. Desde una lomada mirábamos con la intención de investigar, a través del contacto con el paisaje, de qué manera podíamos dialogar con la poesía de Juan L. Ortiz. Era una tarde de primavera y el sol dejaba manchas brillantes en el río. A lo lejos, casi un punto en la inmensidad del agua, un pescador revisaba su espinel. En las orillas, los verdes se habían desbordado ya, durante esa época del año, en una gran cantidad de matices. El día era bello, la luz y los verdes eran intensos. Pero yo no estaba cómodo. Luis lo percibió y me preguntó si me pasaba algo. Le intenté explicar la inquietud, pero no pude porque en ese momento no sabía qué era lo que me la provocaba. Esa inquietud, una especie de desasosiego, duró en mí aún cuando nos fuimos. Fue algo repentino, desligado de sucesos anteriores; no llegué con ella, aconteció en ese lugar y en ese momento. Recién al otro día, revisando el material, entendí: a lo lejos, se escuchaba un pájaro; emitía una especie de grito breve, periódico. Ese sonido, casi escondido, supe, era el que accionaba sobre mi sensibilidad, impidiendo que percibiera el paisaje y la belleza como una totalidad cómoda, placentera.

Esa percepción de algo incompleto, algo que chirría o no encaja, algo que se desacopla y se tensa, era una de las cosas que de pronto reconocí en aquellas lecturas: la expresión de un mundo en tensión, lejos de la asepsia de los relatos inofensivos; lejos de la belleza congelada, estática. No hablo del tema (aunque esto resulta a veces inevitable), ni de la trama, sino de la experiencia y de la percepción. Lo que quiero formular es que el mundo se presenta rasgado. Lo que entiendo por rasgadura no está nunca en la superficie, no sucede como interrupción del lenguaje literario o cinematográfico. De la rasgadura no se habla; ella se manifiesta, a veces de modo inesperado, azaroso; a veces de modo incomprensible. En el mundo rasgado uno pierde la comodidad, la ilusión de lo completo. A lo lejos, un pájaro, que no recordé hasta el día siguiente, que no percibí hasta el día siguiente, pero que estaba ahí, y que emitía un grito breve, periódico. Esa clase de manifestación es a veces incluso retrospectiva, misteriosa, del orden del azar, del universo de lo inesperado.

Para esa película, La orilla que se abisma, hicimos también un conjunto entrevistas. A una de las personas que entrevistamos fue a Juan José Manauta. Nos contó sobre varios encuentros con Juan L. Ortiz en Gualeguay. Recuerdo de esos relatos algo en particular: la emoción de Manauta cuando contó que Ortiz, unos años mayor que él, lo llevaba al campo para escuchar el silencio. Me enseñó a escuchar el silencio, dijo. Y, de pronto, a ese hombre de rostro endurecido que teníamos frente a nosotros lo asaltó el llanto.

 “Desde hacía tiempo mi tema era el silencio”, dice Arnaldo Calveyra, en una entrevista en el número 69 de Diario de poesía. “Eso que entra en la composición de una palabra, fábula difusa que llega con cada una de ellas, palabras en conversaciones con un verso. Como si se tratara de un deslizamiento en el subsuelo de un terreno, como si mi costumbre de escribir hubiera terminado por provocarlo, deslizamiento entre el silencio que nos llega a los oídos y el que uno trae como una marca de origen y nos sigue por donde vayamos. Ahora que cada palabra que escribo es mitad palabra y mitad silencio, se me da por pensar que algunas personas, hombres y mujeres, llevados por una misma gama de silencio, podrán interrogar esas páginas, acaso por la única razón que en ella pueden encontrarlo, silencio que nos funda como el agua, que es como escribir dedicatorias en la frente de alguien”.

El litoral es también, por decirlo con palabras de Juan L., “un pensamiento realizado de la luz”. La luz permite ver y al mismo tiempo lo impide. La luz es la que define los contornos, la que crea y moviliza las sombras –siempre es luz y sombra-, pero también es la visión cegada, las fosforescencias infinitas y móviles de la luz en el río y en los cuerpos, que transforma la materia en masas vibrantes y con la posibilidad de desintegrarse. Por eso ver es entrever.

Durante la realización de otra película filmada en la zona, El rostro, escribí un diario. En una de las entradas dice: “Todavía es de noche cuando llegamos a la orilla. Maldonado nos espera con los botes listos. Siempre hay algo de inquietud en el arranque. Uno a uno nos saludamos, fraternalmente. Ya no hay palabras, salvo las indispensables. Más allá, cruzando el río, las islas son todavía manchas oscuras, pero por un rato nada más. Después, serán una línea franca, territorio de sauces pelados y espinillos. Nos subimos a los botes y nos internamos en el Paraná. No hay bruma. Pero hay un aire limpio de invierno, un silencio único. Después de un rato, Luis nos avisa que ya tenemos la luz”.

Y en otra entrada: “Llovizna por la mañana. Dos botes se mecen en el agua en un espacio densamente gris. La duración de ese vaivén habla. Durante un buen rato escuchamos lo que nos dice. Más tarde, desde el río, llega Daniel Godoy, un viejo pescador. Llega de pronto, irrumpe como una aparición. También nos habla y nos tomamos el tiempo para escucharlo. Recuerda una gran tormenta en el río. Nos cuenta los detalles: desde dónde llegaba el viento, cómo entraba el agua a su canoa, cómo se hizo de  noche en unos instantes. Se le ensanchan los ojos cuando habla, como si un espejismo trajera de nuevo aquella noche del <<tornado de San Justo: No sé si me dormí, se hizo de día y de noche de golpe, me daba miedo caerme y que me coman las palometas…me perdí en el tiempo>>,nos dice. La experiencia de la luz, claro, está asociada a la experiencia de la intemperie y del tiempo”.

El litoral es también el territorio de lo ausente que habla. Como algo que se quiere decir pero no se recuerda del todo. Como una luz que se esfuma cuando la mirás. Godoy, el pescador que se perdió en el tiempo, también nos contó que un día encontraron a un ahogado en un remanso. El cuerpo estaba en un remolino y daba vueltas de manera incesante. A veces salía a la superficie, a veces no. El ahogado tenía un nombre, Godoy nos lo dijo. Busqué las grabaciones para escribir este texto, para encontrar el nombre del ahogado. Pero las grabaciones no aparecieron, deben estar confundidas con otras, guardadas vaya a saber dónde.

Por todo ello, en las vísperas de filmar Nadie nada nunca–las vísperas no son inmediatas, nunca lo son en el cine- pienso cuál es el lenguaje que permite acercarnos a ese estado que llamamos el litoral. Lo pienso cada día, convencido que cada vez es necesario preguntarse por el lenguaje. Y entonces reviso ideas del propio Saer: “Ya no vale la pena escribir si no se hace a partir de un nuevo desierto retórico del que vayan surgiendo espejismos inéditos que impongan nuevos procedimientos adecuados a estas visiones”.

* Una versión de este texto fue leída en el evento “Poesía Litoral” que se desarrolló en la provincia de Santa Fe, los días 24 y 25 de octubre de 2019).

Fotogramas: La intemperie sin fin; 2) El rostro. 

Gustavo Fontán / Copyleft 2020