LA CABAÑA DEL TERROR / THE CABIN IN THE WOODS

LA CABAÑA DEL TERROR / THE CABIN IN THE WOODS

por - Críticas
07 Ene, 2013 01:46 | comentarios

**** Obra maestra  ***Hay que verla  **Válida de ver  * Tiene un rasgo redimible ° Sin valor

Por Roger Koza

PLACER Y SACRIFICIO

cabin-recortado-980x335

La cabaña del terror / The Cabin in the Woods EE.UU, 2011

Dirigida por Drew Goddard. Escrita por Josh Weddon y D. Goddard

**** Obra maestra

En el contexto de un género agotado, la ópera prima de Drew Goddard es simplemente una película notable. 

Las tres primeras secuencias de La cabaña del terror, la extraordinaria ópera prima de Drew Goddard, ya sugieren que no se trata de otra película en serie de un género destinado a los adolescentes; explotar la muda angustia del adolescente a partir de un sadismo incompatible con cualquier gesto de inteligencia y sensibilidad no es la fórmula de Drew Goddard, ni de su brillante coguionista Joss Whedon. No sólo elevan el listón con el cual las películas del género van a medirse en el futuro; es, sin duda, una refundación del cine de terror, pero el filme también conlleva una hermosa carcajada frente al espíritu metafísico y su orden simbólico.

Al comienzo, unas gotas de sangre forman una inscripción gráfica que remite a un pasado mítico y remoto: es un aviso. A continuación, otro signo inequívoco: dos científicos (y burócratas), tan cínicos como resignados, hablan como de costumbre de algún problema con algún experimento no del todo ortodoxo. Podrían ser funcionarios de la NASA o de la CIA, es decir, responden al poder y están dispuestos a manipular vidas inocentes. Los encuadres de esa escena no son ortodoxos y menos su cierre: la aparición abrupta del título del film. La tercera escena es simplemente la presentación de los cinco jóvenes, presuntas víctimas de un cuento de terror entre tantos otros. Si parece un pasaje típico del género, el plano que cierra la escena y la cita de un libro de economía soviética son indicadores de que no todo es lo que parece.

El relato, en su primeros minutos, es previsible y esquemático: unos amigos se van por un fin de semana a una cabaña familiar en un bosque perdido, recién adquirida. Lógicamente, la cabaña tiene una historia. Antes de explorar el sótano de la casa, donde unos misteriosos objetos parecen condensar el pasado de sus habitantes, descubrirán en una de las habitaciones una pared-espejo cubierta por una pintura con motivos sacrificiales. ¿Quién espiaba ahí en otro tiempo? Los chicos no están solos y lo sabemos desde el principio: están siendo observados. Pero, aun así, no todo es lo que parece. Y en ambas secuencias la modalidad del montaje poco tiene que ver con la ortodoxia: cuando los personajes experimentan una fascinación por un diario, una esfera misteriosa y otros elementos similares la aceleración del montaje difiere en su tempo y aplicación al de otros films del género; se trata de un montaje fragmentado (y en algún sentido paralelo) en la misma escena que evidencia un trabajo mental por parte de los protagonistas en una instante en el que se está por tomar una decisión de consecuencias desconocidas tanto por ellos como por los espectadores. El suspenso es magnífico y se predica de una gramática.

Los jóvenes responden a ciertos arquetipos y estereotipos: un atleta, un académico, una “virgen”, una rubia dispuesta a satisfacer los requerimientos de su libido y un “tonto”. Este último es más que un personaje: es la clave irónica y lúcida del film. Una afirmación suya al principio resulta una línea de acceso retrospectivo al impredecible devenir perverso y anárquico de los últimos treinta minutos, y hablar no será lo único relevante que hará este personaje. El mayor gesto de rebeldía vendrá de su parte. Y será un pasaje glorioso y liberador, el que insiste en un acto ligado al libre albedrío, impropio del género. En efecto, el determinismo suele imponerse en el relato de terror. Al respecto, la autoconsciencia del film es formidable pero su rebeldía pasará por una combinación precisa entre ciertos mecanismos de construcción narrativo y la posición asumida en el propio dominio del relato y su resolución mediante. En suma, una doble traición: teológica y teleológica.

En los treinta minutos finales aparecen ciertas obsesiones cinematográficas recientes de nuestra cultura: la vida como espectáculo es uno de los temas evidentes. La veta paranoica de la sociedad del espectáculo de la ya antigua y cándida pero profética y actual Truman Show llega incluso a citarse por uno de los personajes pero la apreciación al respecto más que inevitablemente epocal es paródica. Justamente lo que un fllm como Los juegos del hambre no consigue encarnar del todo, aquí, lateralmente, sí se esboza. El cinismo de la audiencia (aquí científicos) es equiparable al los imbéciles de la plutocracia del film de Gary Ross, pero la distancia irónica de los “héroes” involucrados en el “show” en La cabaña del terror constituye una novedad insolente. La víctima se desmarca del protagonismo narcisista y elige desconocer su libreto como títere de un gran Otro a quien se le ofrenda la intimidad a cambio de una mirada exclusiva. Ya en las primeras escenas, Marty postula el trabajo de un sistema en el que se trabaja incansablemente en sellar sus grietas.

Pero hay un plus en ciernes: sin aviso la taxonomía de todas nuestras perversiones se materializa ante nuestros ojos y la coronación plástica será estéticamente exquisita: de un caos vital y visual que recuerda a Gremlins 2, el veterano Peter Deming, a cargo de la fotografía, pintará un cuadro final; como si se trata de una pintura de Francis Bacon la carnicería y la aberración propia de cualquier matanza con sus restos todavía demasiado calientes y un par de zombies aún haciendo su trabajo de masticación como cualquier criatura habitué a la carroña, alcanza a divisarse en un plano general de una potencia pictórica de otro orden. La escena adquiere una dimensión estética de otra naturaleza visual, y repite en una versión mejorada los motivos de la pintura que se ve en el inicio cuando los jóvenes llegan a la cabaña. Pero hay una diferencia sustancial: la masacre ya no se representa bajo ningún signo de protección simbólica; la representación de lo siniestro en clave ritual y en función de lo sagrado yace ahora desnuda; ha perdido su investidura, su eficacia mitológica. Es un interludio visual y una desaceleración narrativa que inicia el pasaje al no menos notable desenlace.

Tal perversión, el sustrato de nuestra violencia acallada, nos dice la magnífica película de Goddard, se retiene y armoniza por un viejo y espantoso conjuro, un método civilizatorio: los sacrificios. Lo genial aquí es ver cómo el espíritu de la comedia acaba de una vez por todas con el respeto solemne por lo sagrado y sus ritos. Extraña conversión: un filme de terror deviene en comedia teológica. Reír ha sido siempre mejor que hacer genuflexiones.

Esta crítica fue publicada en otra versión en La voz del interior en el mes de enero 2013

Roger Koza / Copyleft 2013