LA AVENTURA INMÓVIL: EL CINE Y LOS VIAJES

LA AVENTURA INMÓVIL: EL CINE Y LOS VIAJES

por - Ensayos
15 Sep, 2009 12:59 | comentarios

El mundo

por Roger Koza

En una misiva lúcida y emotiva, el filósofo Gilles Deleuze le decía a un amigo suyo, crítico de cine y reconocido viajero, Serge Daney: “Ha llegado usted a ir al Japón en busca de Kurosawa para verificar cómo el viento japonés agita las banderas de Ran”. Las palabras de Deleuze establecen un vínculo preciso entre viaje y cine. No solamente el siglo XX desata una industria de la movilidad permanente llamada turismo, una práctica multitudinaria para pudientes que no siempre garantiza la percepción y conciencia del viajero, sino que además surge el cine como un suplemento de la movilidad terrestre, una traslación imaginaria por la que un espectador puede conocer y palpar ópticamente las calles de París, los rascacielos de Manhattan, el monte Fuji, las aguas del Ganges, el malecón de La Habana, las calles laberínticas de Bamako.

Es cierto que en la literatura, y en especial en la del siglo XIX, los viajes eran materia de relatos. Pero con la llegada del cine se visualizó la superficie del mundo y sus profundidades, y hasta se inventó una geografía del espacio exterior. Los viajes del cine, incluso, han doblegado la irreversibilidad del tiempo, un atributo del que, según el mismo Santo Tomás de Aquino, ni siquiera gozaba el Altísimo y Todopoderoso. En efecto, el espectador es transportado al pasado y ve a Giordano Bruno como su contemporáneo, o es testigo del Mayo Francés, o hasta puede intuir cómo sonaba el mundo en el siglo V, uno de los tantos logros de la última película de Eric Rohmer, El romance de Astrea y Celadón.

Hay un término técnico y propio del cine que alude a un movimiento específico de cámara que revela veladamente algo esencial del séptimo arte: el travelling. Esta noción de desplazamiento de la cámara, hacia atrás o hacia adelante, o hacia los laterales, a menudo apoyada en un carrito que se desliza por unos rieles improvisados, es concomitante con el perpetuo movimiento del cine sobre el mundo. El término se aplica únicamente al cine, es propio de su vocabulario. Es que el cine como tal es un travelling infinito, una travesía óptica y sonora por la que un espectador, sin moverse, viaja, conoce y se transforma.

No sorprende, entonces, que uno de los primeros géneros del cine haya sido el travelogue, un tipo de películas destinadas a retratar la vida cotidiana de lugares lejanos, característico de la etapa del cine mudo, que habrá de convertirse en una velada propaganda turística con el paso del tiempo. Tampoco sorprende que los primeros maestros del cine como Flaherty y Murnau advirtieran que ese género constituía una taimada traición al cine entendido como viaje y exploración. Nanuk, el esquimal (1922) y Tabú (1931) no son precisamente películas turísticas, más bien se trata de dos grandes obras maestras del cine en las que se conjura el consumo de lo exótico y se apuesta por un contacto con lo Otro. Un viajero es aquel que está dispuesto a perder algo de su mundo, es decir, a descentrarse en función de poder modular su identidad a partir de otras coordenadas simbólicas que no son las suyas. Una transacción ontológica entre lo extranjero y lo propio. Un buen cineasta es aquel que viaja con su cámara y facilita con sus planos una experiencia de la radical alteridad del mundo. En ese sentido, Sin sol (1983), de Chris Marker, es la película viaje por excelencia.

Nanuk, el esquimal

El peligro es el turismo, el paseo a distancia y programado en el que se establece un itinerario que supone placer, pero que no predispone al turista a interpelar su esfuerzo de dejar tierra conocida en búsqueda de algo que quiso ver con sus propios ojos, o a retomar el secreto encanto que suponía incorporar al todavía precario lenguaje de la infancia palabras como ‘chinos’, ‘rusos’, ‘malayos’. ¿La curiosidad no es una virtud turística? El turista consume el paisaje y cree que a través de la instantánea digital que refuerza su propia observación habrá de eternizar un lugar vivo para la posesión de su memoria, fotos que rara vez volverán a ser miradas. Indirectamente, El mundo (2004), la gran película de Jia Zhang-ke, sugiere el vínculo dominante que hoy todo sujeto establece con los destinos turísticos. El film de Jia transcurre en un parque temático llamado “El mundo”. Allí se reproducen en otra escala desde la Torre Eiffel hasta las pirámides de Egipto, incluso se pueden divisar las Torres Gemelas. La visita al parque temático reproduce y condensa la experiencia turística: se accede a una vista, acaso una postal animada, pero no a una experiencia.

Sucede exactamente lo opuesto con Encuentros en el fin del mundo (2007). En este viaje de aventuras a la Antártida, Werner Herzog puede insistir sobre sus obsesiones temáticas (formas de vida extremas y heterodoxas que estén en el linde de la civilización, allí en donde nuestra especie se confunde con las otras sin distinción metafísica alguna), pero la película es también la exposición de una disposición del alma de todo viajero, a saber: el anhelo por verificar aquello que se sabía intrigante y único, un lugar que dejó de ser un nombre en una enciclopedia cualquiera para llegar a ser una dirección del porvenir; aquí, la Antártida y los estilos de vida que un espacio semejante impone a sus criaturas. En ese paisaje frío y despoblado, Herzog encuentra a sus excéntricos de turno: físicos, biólogos, contorsionistas, descendientes de aztecas, músicos amateurs, solitarios y freaks para todos los gustos. Es otra Humanidad. En las profundidades de un océano congelado habitan criaturas marinas extrañas, casi un universo paralelo, mientras que la vida en la superficie polar es escasa. Humorística y fascinante, Encuentros en el fin del mundo incorpora material de archivo al registro casi observacional del director, como sucedía también en El hombre oso y en La salvaje lejanía azul, dos películas precedentes con las que comparte una extraña mirada (casi utópica) sobre un hipotético mundo post-apocalíptico.

Se trata de distinguir dos actitudes contrapuestas, irreconciliables. Un ejemplo: pensemos en la India, país continente exótico, cultura milenaria y tierra de gurúes para todos los gustos. Todos aman Slumdog Millionaire (2008), esa película supuestamente bonachona aunque inconscientemente neocolonial y festivamente capitalista, pues la única esperanza imaginable para los desposeídos está en el azar de un juego, esperanza individual celebrada mediáticamente por los indios. Ésa es la utopía miserable de Danny Boyle. Poco se puede saber de la India a través de la ganadora del Oscar, excepto su pobreza de videoclip, el salvajismo de sus mafiosos de poca monta y otras calamidades que sirven para dramatizar el pasado del personaje principal.

Probablemente, muy pocos vieron Viaje a Darjeeling (2007), la última comedia empírica de Wes Anderson que, como el título lo indica, también transcurre en la India. Aquí tres hermanos van en búsqueda de su madre, que vive hace décadas en la patria de Gandhi y Tagore. El film es en sí un viaje (en tren con algunas paradas). El espectador comparte la mirada de los personajes. Éstos son excesivamente occidentales, pero esto no imposibilita que estén abiertos y atentos a los signos extraños que emite el mundo que visitan. Es que el viajero es un intérprete de signos. Con los personajes se descifra otra concepción del espacio, una dietética, otras leyes de los intercambios amorosos, otro sistema de reparos ante la súbita presencia de la muerte. Anderson filma un mundo, no se sirve de él. Los encuadres de Anderson, además, permiten descansar la mirada. El tiempo narrativo es un tiempo de viaje. En otras palabras, se puede entrar a un mundo porque la puesta en escena lo respeta y así lo filma.

Viaje a Darjeeling

El contraste entre el film de Boyle y el de Anderson sirve para proponer una tesis: algunas películas conjuran el turismo audiovisual, ese que se perpetúa día a día en el zapping del cable, saltando de Al Jazeera a Discovery Channel, una orgía digitalizada y ridícula de imágenes casi muertas que poco dicen del mundo. La imagen turística, que también tiene lugar en el cine, duplica la conciencia del turista, que siempre parece distraído ante los signos de un mundo desconocido. Por eso, las películas de James Bond son un buen modelo al respecto: velozmente, se va de Tokio a Praga y de allí a El Cairo para volver a Londres. Los lugares son decorados de la acción, un fondo postal en el que el 007 de turno va matando obstáculos. Es un mapamundi sin países, aunque en ocasiones revele facetas del mundo globalizado.

Pero están esas películas singulares, a veces escasas, capaces de librar al espectador de su etnocentrismo involuntario, que impugnan tanto las aduanas exteriores como aquellas empalizadas simbólicas que hacen creer que el mundo es monolingüe, y que su lenguaje coincide con el propio. Allí están esas películas que advierten otro sentido del tiempo y del espacio, que enseñan otras expresiones del amor, del cansancio, de la esperanza, de la indignación, de la fantasía, de lo cómico; un periplo de luz y sonido por el que la sensibilidad en todos sus órdenes es modulada gracias al poder de la imagen. Es el viaje del cine. Un plano es un plan de viaje. Subirse a un film de Van der Keuken, Kiarostami, Oliveira, Ray, Mizoguchi, Sembene, Rocha, Benning es radicalizar la sabia premisa de Star Trek acerca de la exploración de otros mundos. Se trata de una versión materialista y secular del viejo proverbio taoísta según el cual sin salir de la propia casa se puede conocer el mundo.

Este artículo fue publicado por la revista Quid en el mes de agosto 2009.

Copyleft 2009 / Roger Alan Koza