JAPÓN

JAPÓN

por - Ensayos
05 Ago, 2009 01:04 | comentarios

Por Nicolás Prividera

“No sabes nada de Hiroshima. Nada”. Esa frase (triste, solitaria y final), que abre Hiroshima, mon amour es mi única certeza (ahora lo sé) al haber vuelto de un ordinario cine o un extraordinario viaje (sobre todo cuando ambas cosas suceden a la vez): el cine como viaje, el viaje como cine (y, sosteniéndolo todo, el viaje gracias al cine, literalmente hablando). Me explico.

Aunque no sé si es desalentadoramente fácil o difícil tratar de explicar mi sensación mientras veía Shara, la última película de Naomi Kawase estrenada en la Argentina, porque la visión objetiva (el lento desplegarse del film en la pantalla) se superponía todo el tiempo con la subjetiva (la sensación de haber estado ahí, aunque sin haber estado precisamente ahí), y se me volvía entonces indefinible: sin lograr saber si mi comunión con la película era particular o universal (o si, simplemente, al estar en la frontera entre ambas posibilidades, me era imposible sentirme del todo extraño o del todo contenido por las imágenes). Shara es un pequeño film perfecto, pero no es inmune al origen de la mirada.

A simple vista, Kawase sigue el consejo de Tolstoi y “pinta su aldea”, la ciudad de Nara, (una de esas pequeñas ciudades japonesas que son el corazón secreto de la isla, lejos de la grandiosidad de la enorme y multiforme Tokyo), una de esas ciudades de calles estrechas y laberínticas que parecen unir todos los tiempos y todos los destinos, confluyendo en una calle mayor donde el existir se vuelve una fiesta, un rito que honra a vivos y muertos (porque vivos y muertos conviven en la cotidiana quietud de los templos, que jalonan mansamente las ciudades y los campos). Y es esa sencilla y trascendente cotidianeidad (felizmente traspuesta por Kawase en imágenes y sonidos) la que parece a la vez tan japonesa y tan universal, como para hacernos sentir que así, sencillamente, es la vida, y así es Japón. Tan transparente, acaso, como un haiku de Basho:

 Canto y muerte

De la cigarra

En el mismo paisaje.

Aunque tal vez sea sólo eso: un puro efecto de lectura, el inevitable estigma de la mirada extranjera. Entonces recuerdo: la primera película que vi de Kawase Naomi (en Oriente el apellido se escribe antes que el nombre, y podría decir que eso representa el peso de lo colectivo sobre lo particular… pero una vez más estaría cayendo en el sobreentendido lugar común) fue El bosque de luto. Debo decir que el film no me gustó demasiado, pues me pareció demasiado autoconsciente de su forma y pendiente de su moraleja… Algo que no me sucedió viendo la extrañísima Mother poco tiempo después, a miles de kilómetros más lejos pero a unos pasos apenas de su realizadora. Y volví a reencontrar esa sensación en Shara, ya lejos, ya de vuelta, a una cuadra del Obelisco, un año después de haber caminado por calles que pudieron ser esas, en el remoto interior de Japón.

Porque ver Shara, o asistir a la forma nada ritual en que Kawase muestra la ciudad de Nara, (con su cámara recorriendo las calles con trascendental naturalidad), me devolvió a mis breves días en Yamagata, unos kilómetros más al norte pero parte del mismo paisaje encantado y encantador, un laberinto de pasillos entre casas bajas y colinas de fondo, en el centro del Japón profundo. (Y un año después, en un subterráneo cine de la calle Corrientes, atravesado por los ruidos del subte y el calor húmedo de Buenos Aires, reviví la nostalgia que había tenido estando allí, sabiendo que llevaría esas imágenes en la memoria, añorando el regreso. Y ese juego de espejos me hizo sentir tan leve como la luz que dibujaba las imágenes en la pantalla.)

Curiosamente (y no creo que una experiencia así pueda repetirse), vi cada uno de los tres films en continentes diferentes (gracias a la gira de mi película M): El bosque de luto en Hamburgo, Mother en Yamagata, Shara en Buenos Aires. Y cada visión estuvo teñida por el lugar en que me hallaba, a pesar de la universal oscuridad del cine. Fue así que El bosque en luto me pareció demasiado afectada (como la vieja Europa a la que yo llegaba por primera vez), mientras que Mother me deslumbró, en cambio, por su sabia simpleza (que yo encontraba a cada paso en el interior de Japón), por la claridad con que empleaba sus modestos recursos para construir un poema sobre el nacimiento y la muerte (tema que Kawase volvería a tratar en Shara). Pues lo extraordinario del cine de Kawase es, precisamente, la intensidad con que retrata lo ordinario.

Conocí a Kawase (y otra vez me asalta la imprecisión de las formas: ¿presentarse, darse la mano, cruzar unas breves palabras, me da derecho a usar esa grave palabra?) o, más bien, debería decir, simplemente: me crucé con Kawase en el festival de cine de Yamagata, (donde ambos participábamos en la competencia). Y la mayor sorpresa no fue conocerla en persona, sino verla jugando al karaoke en la fiesta de despedida, luego de haberla visto contestando con ligera gravedad las preguntas tras la proyección de su pequeña y bella Mother (que ganó con toda justicia el premio especial del jurado). Parecía feliz en ambos escenarios (presentando su film o bailando con su pequeño hijo) y no dejó la fiesta sin que todos firmáramos su catálogo, como egresados al final del viaje. (Y podría entonces decir que esa doble faz –esa sonrisa seria, esa grave alegría- es muy oriental, pero sería otro lugar común…) Tal vez era mi propia y leve felicidad la que impregnaba mi visión.

¿Cuánto tiempo se debe vivir en un lugar, o mirar a través de su cultura, para despojarse de la mirada exótica? Tengo la sospecha de que no alcanzaría el tiempo de una vida, porque la mirada es tan determinante como la lengua materna: reina hasta en nuestros sueños.

Y ese inevitable punto de vista, en el que nos complacemos sin distancia, es el que nos hace pensar que Kurosawa es el más occidental de los directores japoneses, mientras que Ozu es sin dudas el más oriental… Esa constatación de manual nos deja promisoriamente tranquilos, y además nos permite creer que sabemos más de Japón luego de haber visto Una historia en Tokio y sus infinitas variaciones (elegías de un pasado que se resiste a morir y sin embargo ya no es más que una elegía). Y luego ejercer la dicha de esa mirada complacida, caminando una tarde por Tokio (con la tristeza y felicidad de quien descubre algo por primera y quizá última vez), creyendo constatar todo lo que aprendimos como buenos estudiantes antes del viaje, cuando lo que en realidad vemos es sólo lo que confirma nuestra mirada (ese contraste virtuoso entre lo antiguo y lo moderno, entre tradición y modernidad): Así –como lo habíamos imaginado- es Japón.

Como si el habernos asegurado un ejemplar de Cien años de cine japonés, o la lectura del último Murakami o el primer Mishima (o la evanescente Gestualidad japonesa) pudiera develarnos el misterio de un mundo demasiado lejano. Pero no sabemos qué es “lo japonés”, más allá de los lugares comunes (que invisten también “lo latinoamericano” o “lo africano” para la mirada extranjera y a veces también para la propia, cuando se deja colonizar). Y aunque intuimos que alguna particularidad “nacional” existe (porque podemos hablar de la “comedia italiana”, por ejemplo, pero no de la “comedia alemana” –con perdón de Doris Dorrie-), sabemos también que la idea de un Arte Nacional es tan caprichosa como la idea misma de nacionalidad (aunque las cinematografías nacionales estén más arbitrariamente definidas que sus literaturas, ambas rinden más tributo a una bandera que a una lengua común).

Las islas siempre quieren ser imperios (como Inglaterra), y los imperios, islas (como Estados Unidos). Más extraño es el caso de que una humillante derrota convierta a un remoto imperio del sol en un real imperio global (capaz de venderle autos a los norteamericanos e influir en La guerra de las galaxias…). Como quien condesciende a los ataques del presente al resto de los tiempos, Japón es ese espacio imposible en que conviven el porvenir del pasado y la memoria del futuro. Así es Japón (sí): tan inagotable como el cine (japonés). Y sin embargo, recordando ese recorrido que hiciste ya prendado de la nostalgia de un recuerdo, no podés sino salir del cine con la misma sensación con la que abandonaste la isla (con la esperanza de volver algún día para reencontrar una vez más esa imagen imposible que ya te abandona, como todo lo demás). “No sabes nada de Hiroshima. Nada”.

Fotos: 1) Shara; 2) Yamagata Film Festival; 3) Kurosawa, Kawase y Ozu

Copyleft 2009 /Nicolás Prividera