EL INCONFORMISTA (03): GRITOS Y SUSURROS: A PROPÓSITO DE (LAS CRÍTICAS SOBRE) ROJO

EL INCONFORMISTA (03): GRITOS Y SUSURROS: A PROPÓSITO DE (LAS CRÍTICAS SOBRE) ROJO

por - Columnas
07 Nov, 2018 06:27 | comentarios
La política de la crítica es asimismo el contracampo de la crítica frente a una película política. A propósito de esto, Prividera analiza la recepción de Rojo en el discurso de la crítica de cine en Argentina.

Cuando se habla de “la película más importante del año”, incluso por quienes quieren venir a impugnar esa supuesta importancia, estamos ante un fenómeno que excede los motivos de la crítica y aun las virtudes y defectos de la película en cuestión, que se convierte así en escenario de una batalla que de algún modo confirma su importancia, aunque más no fuera como síntoma de un estado de las cosas en el cine y más allá. Sucedió con El secreto de sus ojos, y sucede ahora con Rojo.

Acaso no sea un detalle menor que esas películas se ubiquen en una época poco revisitada por el cine argentino, acusado reiteradamente de haber abusado del tema de la dictadura. Si ambas películas logran escapar a esa repetida admonición (“otra película sobre la dictadura”) es porque buscan en los años previos no solo el “huevo de la serpiente” sino una weltanschauung que conecta también con cierta tradición popular del cine, vista desde una perspectiva moderna que juega con los géneros clásicos. Algo parecido sucedía en El ángel, pero Ortega encapsulaba las ostensibles referencias al siniestro porvenir tanto como el lado más oscuro de su personaje (aferrándose al imaginario pop de la época), del mismo modo que en el film de Campanella el drama romántico se imponía por sobre el policial y lo siniestro se resolvía en el cambio de registro y escena (como en ese doble final tan criticado). En cambio, en el de Naishtat todo se juega en la relación entre ambas escenas, entre lo evidente y lo oculto (los interiores y el barrio, la ciudad y el desierto), lo no dicho y lo subrayado (ese vaivén entre el extrañamiento de lo cotidiano y la literalidad de la metáfora).

Mezcla de guiños al cine de los 70 y deconstrucción narrativa no exenta de veleidades alegóricas, como si ese extrañamiento del costumbrismo (ya presente en Historia del miedo) se cruzara con una fuerte intervención simbólica (la misma que despojaba de claridad a El movimiento), en un doble movimiento que amenaza con convertirse en una dialéctica poco negativa. Es como si, en esa voluntad de hacer entrechocar registros, el resultado no estuviera siempre a la altura de su ambición. Pero aun con todos sus defectos, esta revisión temática y formal merece ser tenida en cuenta por su interes en repensar diversas tradiciones, empezando por la del propio cine argentino (algo que se extraña en la mayoría de los cineastas locales).

Por momentos, Rojo podría ser una versión autocrítica de Ciudadano ilustre (incluido su juicio impiadoso, pero esta vez sobre la propia clase), o una remake modernista de Cuarteles de invierno (con su retrato oscurísimo de lo que podría ser ese mismo pueblo poco antes del golpe), e incluso se permite citar a El acto en cuestión (con la criticada escena del mago). Hasta parece dialogar con una película más cercana, como La larga noche de Francisco Sanctis, pero haciendo hincapié en uno de sus personaje laterales (el amigo “facho”, que en Rojo pasa a ser sujeto social de estudio),  y acaso ese gesto explique las reacciones similares de cierta crítica frente al discurso de la película y del propio Naishtat.[1]

Pues, como señala Roger Koza[2], “lo más curioso de todo se ciñe a la inesperada reverberancia de Rojo. (…) en la animosidad entre quienes empuñan visiones de mundo enfrentadas (…), y es por eso que Rojo despierta exabruptos dispares”. Las críticas mismas son sintomáticas de un estado del cine y la sociedad, y por eso vale la pena detenerse en ellas para pensar qué es lo que están verdaderamente discutiendo.

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“¿Se atreverá la película ya no a contar una historia que transcurre en los setenta, sino también a replicar sus formas cinematográficas, derribando décadas de naturalismo y de denuncia mal filmados?”, se pregunta Diego Maté[3], entusiasmado porque “parece seguro que Naishtat rechaza los lugares comunes del cine argentino sobre los 70 (…) Hasta que, de a poco, surgen los signos de la violencia y del golpe de Estado inminente, y la película, olvidada ya del tono inicial, se vuelve un compendio improbable de los peores vicios del cine sobre la dictadura. (…) La incertidumbre del comienzo, fuente de una inquietud difícil de explicar, la misma que volvía a Historia del miedo una película inmediatamente distinguible, deviene una sátira ramplona: ya no hay misterio, solo lectura gruesa (otra más) de la época. La decepción es doble: Rojo pasa a engordar el catálogo sobredimensionado de películas sobre la dictadura (…) en otro retrato penoso, subrayado, de los 70, de esos que supieron poblar la cartelera local (en especial del Gaumont) la última década”. “Otra lectura complaciente de los 70 cuya rusticidad final no va en desmedro de sus ínfulas de sofisticación”, concluye Maté, con un odio que condesciende al despecho.

En una “polémica” con Rodrigo Seijas y Hernán Schell[4] (en la que sin embargo todos parecen de acuerdo en que Rojo no contradeciría el “discurso oficial” que repite “hasta el hartazgo lugares comunes sobre los setenta, como la complicidad civil”[5]), Maté concluye diciendo que “nada queda librado a lecturas distintas, a la interpretación, lo que vuelve todavía más cuestionable cierta voluntad de experimentar con la puesta en escena: por un lado, la película anuncia innovación y sofisticación visual y narrativa (‘los climas’); por otro, se dedica a reforzar los lugares comunes más rancios sobre los 70 y la sociedad civil. Hay algo ahí terriblemente desleal”. Es interesante preguntarse a quien o a qué sería desleal: podría decirse que buena parte de estas críticas reaccionan a lo que sienten como una provocación, o directamente una traición, por un joven realizador que no sigue las reglas tácitas que se le impuso al Nuevo Cine Argentino: Habría “cero ambigüedad (…) Y sin dudas, sin ambigüedad, es imposible que haya tensión o clima enrarecido. De ahí que el film sea una suma de postales, de estampitas sobre lo que ya tenemos como conocido, aprendido y aprehendido (es decir, capturado como imaginario) sobre los setenta”.

Seijas (para quien Rojo “es una de las cimas de la superficialidad en el cine político argentino”) retoma los mismos términos en su nota[6], al plantear que “lo llamativo de la operación que hace el realizador Benjamín Naishtat es que se pretende compleja y disruptiva, pero en su esencia es claramente lineal y superficial, repleta de redundancias”. Esta es la operación que vendría a desmontar la crítica, denunciando que “el puente utilizado es la estética audiovisual del cine argentino de los setenta/ochenta (lo cual incluye a Grandinetti como vehículo identificatorio), pero pasada por el filtro técnico del nuevo milenio, las tonalidades y ritmos del cine festivalero, y algo de la mirada política muy propia de los sectores pretendidamente progresistas”. Lo que molesta es el progresismo, sea real o declamado, como dejan claro hasta que no gustarían de verse a sí mismos como antiprogresistas.

Véase, por ejemplo, el siguiente juego de equidistancia: “Por supuesto que, sobre todo en la clase social a la que Naishtat apunta, hubo aprovechamiento, colaboración y anuencia. (…) De ese barro social con aspiraciones de respetabilidad nacen las bestias banales. También nace buena parte de lo que llamamos progresismo y películas como Rojo”, dice José Miccio[7]. El progresismo se asimila así a ciertas películas, formando una bestia negra de dos cabezas, como si el progresismo hubiera inventado el cine de tesis. “Rojo está compuesta por un conjunto de escenas destinadas a ilustrar una sola idea”, dice al inicio de su nota, y hacia el final, remata: “No hay película que sobreviva a semejante voluntad de buscar planos que puedan cambiarse fácil por ideas”. En verdad se podría dar una larga lista de obras maestras que podrían ilustrar esa idea. Incluso se podría decir que todo el bienamado cine norteamericano sería pasible de esa crítica (imaginen por un momento lo que le sucedería a cualquier compatriota al que se le ocurriera hacer una película como BlacKKKlansman, del progresista Spike Lee, por solo mencionar una recientemente festejada que acumula ideas ya en su solo título).

“Rojo es técnicamente irreprochable, tiene música de género, y alguna escena bien resuelta”, concede Miccio,  “pero su preocupación por fabricar planos, escenas y diálogos de ilustración (¡todo es tan de los 80, en realidad!) arruina cualquier virtud, por más pequeña que sea”. Una vez más, esa “preocupación” lo arruina todo, y hasta la pequeña virtud que el crítico logra encontrar se evapora. Lo que nos hace sospechar que es esa preocupación la única ofensa verdadera: “La creencia en que es posible pasar sin tropiezos del detalle al conjunto, de lo micro a lo macro, de la historia a la Historia”.

De este modo, la crítica sobre Rojo sirve ante todo como  “muestra del callejón sin salida en que se encuentra buena parte del cine argentino (…) para generar nuevos discursos sobre una época a la cual se recurre constantemente desde los estereotipos y esquematismos ya ampliamente transitados”, según concluye Seijas. Así, “el vacío y la demagogia de Rojo, su ausencia total de riesgo, su repetición de un par de ideas obvias, no son una simple casualidad: es la certificación de un proceso de muchos años que ha conducido a un total agotamiento de una vertiente del cine nacional, que necesita de una urgente revisión y reconfiguración”. Si todo esto suena a mantra repetido hace veinte años es porque lo es.

Hay varias generaciones de críticos que han hecho suyos esos mandatos noventistas, según los cuales hay formas y procedimientos que están prohibidos (y no juzgados según sus buenos o malos resultados), amparados en los problemas del cine argentino que nos legó, precisamente, la dictadura. Por el contrario, se podría decir que el gran problema de Rojo es la sutura imposible de esa tradición rota, quebrada por la violencia de los 70 (de la que surge como resto el cine de los 80) y luego por el noventismo, que tuvo en la crítica de El Amante su mayor expresión, aun dominante, cuyo mandato fue (bajo la excusa de dejar atrás los vicios de ese cine problemático) deshistorizar y despolitizar, o sea, en resumen, desdramatizar su irresuelta herencia trágica para entregarse a una modernidad distanciada y prescindente.

La nota de Santiago García[8] condensa todas estas críticas: “Escenas que pueden ser cautivantes o misteriosas, quedan aplastadas cuando aparecen otras de un trazo grueso y una mediocridad como no se veía desde la década de los ochenta. (…) Estética de los setenta, bajadas de línea de los ochenta, todo mezclado para generar un híbrido que no aporta nada a las siempre presentes temáticas de aquellos convulsionados de Argentina, lugar común del cine nacional. Otras películas han tratado mejor el tema, por lo que además está claro que tampoco es novedosa”, concluye (como Miccio, restando todo mérito), con una molestia por las “siempre presentes temáticas” que excede su propia excusa de confinar la discusión a los puramente cinematográfico, y que es el “lugar común” de la crítica que detesta que los autores se metan en otra política que no sea “la política de los autores”.

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Quien más abiertamente asume este disgusto (incluso desde una curiosa reivindicación “política”) es Gustavo Noriega[9]. Al inicio de su lapidaria nota repite que “esa libertad en el tono habla de la posibilidad de escaparse de la necesidad de la referencia concreta del tiempo y lugar que se pretende retratar. Sin embargo, Naishtat elige, una y otra vez, machacarle al espectador que se trata de una representación de la Argentina pre Dictadura. (…) La lucha entre la libertad formal y la cárcel de la referencia marcan bastante claramente las posibilidades de la película y sus limitaciones”. La “cárcel de la referencia” (que solo disgusta en el cine argentino) es provista por el mismo Noriega al remitir a un trabajo citado por Naishtat como lectura: Los años setenta de la gente común, de Sebastián Carassai, cuya “interpretación es casi opuesta a la de Rojo: ‘La percepción de su violencia –de lo que se veía de ella, ya que sus aristas más truculentas permanecieron ocultas—estuvieron teñidas por el sentimiento de retorno del Estado (…). ‘Por algo será’ fue, ante todo, un modo de decir ‘el estado debe saber por qué hace lo que hace”. Así, según la lectura de Carassai que hace Noriega[10], “las capas medias decidieron tercerizar la violencia, cerrar los ojos a su ilegalidad (la percibida, mucho menor que la real por la eficacia de la censura) en aras de la vuelta del Estado, es decir, del orden y algún tipo de legalidad”. Pero como aclara el mismo Noriega, Carassai “lo califica de superstición, ya que está basado en la necesidad de creer y no en la evidencia”, y si bien “es claro es que no le adjudica una violencia propia a esa clase media mistificada y harta”, tampoco la disculpa con esa ligereza (de hecho todo su libro es un intento de explicar por qué esas vastas capas medias –a las que la izquierda soñó con radicalizar– habían terminado apoyando abiertamente la dictadura).

Aun asumiendo que “un trabajo académico evita los juicios de valor y despliega sus saberes en la descripción y el análisis, limitaciones que el cine no tiene por qué tener”, Noriega cree que Naishtat carga las tintas, y denuncia que  “definitivamente lo que Rojo está diciendo es que la violencia de la Dictadura no tenía sus raíces en el ‘dejar hacer’ esperanzado de las clases medias sino en su propia violencia”, y que “no hay un salto cualitativo en la irrupción de los militares”. Esta última afirmación esta menos en la película que en la necesidad de Noriega de dejar claro el salto “cualitativo” (¿más que cuantitativo?), y de pretender que con esto “la película, que se precia de ser política, hace un análisis en el que se despolitiza la historia”, lo que en verdad habla del propio deseo de una crítica que ve la referencialidad como una “cárcel” (y ni siquiera puede leer sus propias metáforas carcelarias).

Es absurdo plantear que “la decisión de Massera y Videla de eliminar a la izquierda y al sindicalismo combativo a través de la muerte clandestina, borrando todas las marcas de esos asesinatos, especialmente sus cuerpos, pierde relevancia histórica según Rojo”. Pero más ridículo aun es plantear que “el desprecio que la película muestra por la clase media de alguna manera banaliza el horror de la Dictadura, lo hace menos radical” (como si su admirado Lanzmann hubiera banalizado la shoah por señalar la complicidad civil en el sostenimiento de los campos). No es que “los orígenes mismos del horror se diluyen en consideraciones morales y no políticas”: no se trata de que una clase (no solo la media) sea considerada “reaccionaria, acomodaticia y proclive al robo y a la violencia”, sino de plantear la existencia de un microfacismo que permea todo el cuerpo social y abre la puerta a gobiernos autoritarios, por lo que es  pura negación decir que “no hay ningún elemento político en esa descripción rabiosa”.

Noriega habla como si la suya fuera una política del sentido común (de la gente ídem, siempre al margen de los demonios de la ideología), aunque para ello deba citar al converso historiador François Furet “en su extraordinario tratado sobre el comunismo”. A través de esa esclarecida lectura, “no es muy difícil entender que fueron las grandes épicas las que sumieron al país –y al mundo– en la violencia”, y hasta concluir que “fue la vuelta a la ‘peligrosa’ normalidad en diciembre de 1983 lo que celebramos como el renacimiento democrático”. Con esa frase (que quiere refutar las palabras de Naishtat en un reportaje, hablando de lo peligroso de la idea de normalidad), Noriega apela a un alfonsinismo descafeinado (en sintonía con el tibio revisionismo de Esto no es un golpe), como si el juicio a las juntas no hubiera sido una peligrosa anormalidad[11] (luego aplacada por la renovada “teoría de los dos demonios” y las leyes de amnistía) que volvía a poner al hombre común al margen de la violencia.

Pero hasta sus propios lectores lo desmienten, como el que comenta que “más allá de que yo en lo personal aborrezco el cine argentino, mis padres eran de clase media y jamás fueron violentos, torturadores ni cómplices de nadie. Trabajaban y eran gente común de barrio”. Otro dice “los que éramos chicos o los que no participaron en la guerra sucia (95% de la gente) pagaremos por siempre las culpas de ser normales”. Es decir, el discurso que Carassai y Naishtat vienen a importunar, y que Noriega desestima desde el tuitero “aguante la normalidad” o “la política a su lugar” (como prometió  tras las elecciones de 2015, cuando dijo que no iba a convertirse  en oficialista sino dedicarse solo “a ver películas y series”).

Esa vida al margen de la política (que ve la política como algo que viene a importunar la tranquila vida del hombre común) es exactamente lo  que Rojo parodia con el discurso final de la maestra siruela (que expone “todos los lugares comunes del cualunquismo”, según lamenta Miccio, como si la propia crítica no hiciera visible la necesidad de recordarlos). Ciertamente estamos en el terreno de los que odian la idea de “un cine serio y responsable, civilmente útil”, como si decir que una película es “necesaria” implicara abogar por un cine que “podría no existir, porque es equivalente a cualquier discurso que vale por su adecuación a lo que ya sabemos o a lo que pensamos que todos deberíamos saber”. Pero no, no se trata de saber o deber sino de producir imágenes inquietantes.

Rojo consigue algunas, y Naisthat vuelve a demostrar que puede incomodar al presente hablando del pasado. La pregunta inevitable es cuándo se atreverá (así como cualquier director argentino interesado en la política, contados ya con los dedos de una mano) a caer sin ambages en la “cárcel de la referencialidad”, sin necesidad de distanciarse de su tiempo, sin rendirse ante el lugar al que lo confinó una mirada despolitizadora del cine argentino, siempre más tranquila con un cine innecesario, ligero e irresponsable.

Notas

[1] “Me toca hablar muy brevemente de la situación de la cultura en la Argentina. Seguramente en algunos diarios de mi país saldrá que Rojo ganó premios y dirán que el cine argentino va bien, pero la realidad es que hace algunas semanas cerró el Ministerio de Cultura y fue degradado a secretaría. Esa es una de las muchas cosas que estamos sufriendo. Ni voy a entrar a hablar de lo que están haciendo los improvisados que manejan la política pública en cine. Pero desde aquí quiero decirle a esa gente, ya que tengo la oportunidad, que la cultura dignifica, es parte de la dignidad de un pueblo y la dignidad no se negocia”, dijo el director al recibir un premio en el Festival de San Sebastián.

[2] http://www.asalallena.com.ar/cine/critica-rojo-roger-koza/ (leer aquí)

[3] https://cinemarama.wordpress.com/2018/10/29/rojo/ (leer aquí)

[4] https://www.perroblanco.net/cine/polemica-rojo/. Schell es el único que trata de invertir el reiterado juicio de sus compañeros (“en vez de pensarla como una película cuyos discursos anulan un clima, la veo como una película de climas donde el discurso, claro, nítido, se vuelve ocasión para un espíritu lúdico (oscuro, pero lúdico al fin) y la mirada de alguien que mira una época como si fuese otro planeta”) aunque transformandoo finalmente el distanciamiento en pura distancia. (leer aquí)

[5] Maté y Seijas repiten que “todo lo que dice el film ya fue dicho mil veces, y mejor”, pero como de costumbre no le ponen nombre a ese repetido prejuicio. En verdad cuando se habla de “discurso oficial” se remite al hincapié que el kirchnerismo hizo en la denominación de “dictadura cívico-militar”, pero las películas que hablaron del tema no fueron miles ni mejores…

[6] http://www.funcinema.com.ar/2018/10/rojo-2/ En la polémica actualiza todos los males que esta crítica señal+o en el cine argentino: “el problema es que, claro, se habla un montón y no solo los diálogos son un compendio de obviedades bienpensantes, sino que Naishtat quiere hablar también desde las metáforas visuales, y todo es pura remarcación”. (leer aquí)

[7] https://calandacritica.com/2018/10/31/sobre-rojo-de-benjamin-naishtat-por-jose-miccio/ (leer aquí)

[8] http://www.leercine.com.ar/rojo/ (leer aquí)

[9] Gustavo Noriega, “Rojo: un film que despolitiza la historia a través de una mirada terriblemente severa sobre la clase media”, Infobae, 30 de octubre de 2018. (leer aquí)

[10] Obviando por ejemplo la continuación de ese párrafo: “Pero el Estado no podría haber hecho uso y abuso de esa violencia si su accionar no hubiese estado precedido por largos años en los que la violencia ocupó un lugar inédito no solo en el terreno político sino en el espacio social”. Sebastián Carassai, Los años setenta de la gente común, SigloXXI, 2013, p 291.

[11] “Con Alfonsín, la clase media llego al poder ideológicamente fiel a sí misma”, dice Carassai., pero “el gobierno alfonsinista pronto demostró estar a la izquierda de su propia base electoral”. Ibidem, p 293.

Nicolas Prividera / Copyright 2018