EL INCONFORMISTA (01): DEL CINE ASESINADO EN SERIE

EL INCONFORMISTA (01): DEL CINE ASESINADO EN SERIE

por - Columnas
06 Jul, 2017 09:09 | comentarios
Con este breve ensayo Nicolás Prividera inaugura su columna. En esta ocasión analiza la recepción acrítica de las series y la presunta extensión cinéfila que se ha canonizado y establecido desde la reinvención de ese formato televisivo en el inicio del milenio.

Por Nicolás Prividera

Ante el estreno de la nueva Twin Peaks, vuelven a escucharse voces pronosticando que el futuro del cine está en la TV o, más moderadas, que festejan esta irrupción cinéfila en un medio reacio a la experimentación. Ante esto podría señalarse que Lynch es antes que nada un cineasta (más allá de sus flirteos con otras zonas audiovisuales), y que su revival del surrealismo (en el ya famoso “capítulo 8”) solo puede asombrar a quien desconozca la historia del cine (cosa que paradójicamente se nos presenta como un valor: poder hacer en la masividad de la TV algo que las vanguardias jugaron hace casi un siglo, y que el propio Lynch viene casi parodiando hace rato). Pero es mejor argumentar con referencias e inferencias que vayan más allá de la coyuntura (es decir, de series que se nos imponen como el futuro para ser olvidadas una temporada después). Digamos, entonces, que:

La TV no puede reducirse a las series (que son lo más cinematográfico que puede dar ese medio), así como el cine no son las películas (que no siempre alcanzan la persistencia que prometió su temprana constitución como arte). Pero el cine tiene una historia y la TV no, el cine tiene un lenguaje y la TV no, el cine produce obras y la TV no: no hay nada, en el reino del audiovisual, comparado con la potencia artística que el cine conquistó en apenas unas décadas al inicio del siglo XX, y de cuyos restos aún se alimentan los sueños de una extendida y persistente cinefilia, incluida esa forma parasitaria que las series desarrollaron tardíamente en la TV (con fanáticos replicantes como el robot de las últimas Alien, que paradójicamente destruye a los creadores por amor a la creación).

La TY vampirizó al cine desde sus inicios, y hoy le rinde homenaje en su peor forma: instando a un retorno global al sistema industrial, en que el guionista era más importante que el director, y la trama más importante que la forma. No es que se trate de sostener una “política de los autores” que también se ha rendido ante las necesidades del mercado (con todo un sistema de festivales, medios y señales específicas al servicio de esa nueva división del trabajo que hace del “cine de autor” un espacio más en la góndola, como en los viejos videoclubes, para consumidores selectos), sino de entender que defender la noción de autor implica a su vez mantener la noción de obra, centro de cualquier historia del arte no posmoderna (y la del cine aún lo es, a diferencia de las artes visuales en general, ganadas por el vaciamiento de la herencia moderna).

Lo único que diferencia al cine de la TV, e incluso de esa forma simétricamente vacua llamada videoarte (que en medio siglo no ha dado obra que pueda asimilarse a un Lenguaje ni a una Historia, y que se emparenta más con las instalaciones del extraviado arte contemporáneo que con las viejas búsquedas del cine experimental, que no dejaba de pensar la materialidad de la imagen), es que el cine logró ser algo más que un flujo de imágenes. No era un medio sino un fin: encontrar su propia especificidad en el sistema de las artes.

El cine hizo (su) Historia a partir de la constitución de un lenguaje: solo a partir de entonces hubo no solo clasicismo, sino al mismo tiempo una vanguardia que le disputó el poder en el mismo momento de su constitución. Pero la temprana derrota de esas vanguardias no llevó a un callejón sin salida, porque su espíritu permanece, precisamente, en la ruptura de la serialidad, en su búsqueda de la diferencia (no se trata de originalidad, sino de encontrar aquello que conecta con la tradición para renovarla). De hecho, si algo está matando al cine es esa alianza entre serie y mainstream que, nacida en el reflujo de los años 70, alcanzó su fuerza destructiva mayor con el imperio de los superhéroes (que pasaron sin gloria de la TV al cine). Como si la victoria pírrica del cine fuera terminar como mero avatar de la antigua épica vuelta género dominante, ya sin un teatro que viniera a poner en entredicho el poder de los dioses (el cine, claro, fue nuestro ágora).

En definitiva, si algo demuestra la historia es que la TV no le ha dado nada al cine, mientras que el cine no ha hecho más que nutrir con su sangre a la TV. La alianza siempre fue desigual, pero al menos antes la TV no hacía más que prestar su pequeña pantalla para la difusión de formas e ideas que provenían de un sistema que no se le rendía. Ahora la TV prové medios y fines, mientras el cine mainstream capitula ante lo televisivo (sea lo que signifique tal cosa en el reino de lo diferido). El cine pierde sus distancias: con el directo, con la ilusión de real, con un otro que no deja de serlo, todo sacrificado en el altar de la falsa transparencia. Si la TV es el futuro del cine, eso solo puede significar su desaparición.

Pero aun ante su desintegración en pantallas, flujos y matrices, el cine resiste. Sea lo que sea en el futuro, allí donde algo no se doblegue ante la serialidad, la mano invisible, y los públicos dóciles de la posmodernidad, ahí estará lo que acaso seguiremos llamando cine.

* Ambos fotogramas pertenecen a Twin Peaks, tercera temporada

Nicolás Prividera / Copyleft 2017