GOOD TIME / GOOD TIME: VIVIR AL LÍMITE

GOOD TIME / GOOD TIME: VIVIR AL LÍMITE

por - Críticas
16 Dic, 2017 05:12 | Sin comentarios
Los Safdie demuestran aquí ser grandes cineastas, y en esta ocasión honran la mejor tradición del cine de Martin Scorsese y Spike Lee, linaje estético que acentúa la íntima relación entre subjetividad y ciudad.

**** Obra maestra  ***Hay que verla  **Válida de ver  * Tiene un rasgo redimible ° Sin valor

LOS PERDEDORES

Good Time: Vivir al límite / Good Time, EE.UU., 2017

Dirigida por Benny Safdie y Josh Safdie. Escrita por Ronald Bronstein y J. Safdie

***Hay que verla

Simplemente una de las películas del año.

El mundo apesta. No es una novedad, es más bien una evidencia casi inamovible. Solamente se puede prescindir de esa clarividencia cuando alguien se entrega, porque puede, a las delicias del consumo y vive en su propio mundo. Caminar por cualquier calle de una gran metrópolis alcanza para sospechar que el orden del mundo envilece y es injusto. Un hombre duerme en la calle; solamente la naturalización de ese hecho y la total indiferencia de los transeúntes ya enuncian una derrota.

Good Time: Viviendo al límite es una película de derrotados, y no solamente por los dos hermanos protagonistas que, tras un fallido robo de un banco, no dejarán de sufrir inconvenientes de todo tipo. Las peripecias de los hermanos siempre están asociadas a un contexto a tono con la existencia desgraciada que les toca vivir. Los pacientes de un psiquiátrico, los reos de una cárcel, las familias desmembradas, los pacientes de un hospital público constituyen una mayoría sufriente y silenciosa que no participa del mundo de las riquezas y el resguardo de las instituciones. Los hermanos y todos estos hombres y mujeres son el reparto secundario de un sistema. En ese sentido, la abuela y su preadolescente nieta, que tienen un rol importante a mediados del relato y apenas subsisten en una pieza inmunda y oscura de Nueva York, son un poco el corazón oblicuo del film. La austera y casi mecánica solidaridad que emana de ellas no alcanza para contrarrestar la determinación social de estas criaturas y la desconfianza integral, pero el gesto existe y se desmarca momentáneamente de una sociedad despiadada.

Los primeros 17 minutos son formidables. Uno de los grandes misterios del cine resplandece con una prepotencia insólita. Los hermanos Safdie prodigan una demostración sobre cómo se gestiona y orquesta un elemento vital para cualquier película: el ritmo. En el cine, el movimiento de las imágenes y los sonidos está determinado por la propia dinámica en el plano y la concatenación de un plano respecto de otro. Desde el travelling aéreo con el que se aproxima la cámara a un edificio, instituyendo así una perspectiva, y el inmediato primer plano del rostro del joven Nick (interpretado por uno de los hermanos Safdie, Benny), quien responde a las preguntas de un cordial psiquiatra, el dinamismo estructural y el tiempo interno de cada escena resultan descollantes. Decía Robert Bresson sobre esto: “La omnipotencia de los ritmos. Solo es perdurable lo que está atrapado en los ritmos. Plegar el fondo a la forma y el sentido a los ritmos”. ¿Quién iba a imaginar que los Safdie podían acatar elegantemente este aforismo de Notas sobre el cinematógrafo pero en sus propios términos?

En efecto, desde que Connie (Robert Pattison, en otro papel magnífico) interrumpe la sesión psiquiátrica y recoge a su hermano, cada plano sintonizará con un ritmo impuesto por la dirección y el montaje en el que film más que responder a una amalgama visual y sonora tiene casi una naturaleza musical. ¿El género? Se dirá que es un thriller y un drama; también se podría conjeturar que se trata de una película electrónica, y no solamente porque la música extradiegética de Oneohtrix Point Never le asigne al relato un beat específico por fuera del universo interno del film, sino también porque la naturaleza rítmica también responde a la velocidad psíquica que la vorágine de una ciudad exige a sus moradores. Aquí, los Safdie están cerca del cine de Scorsese, en el que el imperceptible psiquismo deja su huella en el vértigo de las conductas de los personajes, que están a su vez en contrapunto con la aceleración de la vida de una ciudad.

He aquí, justamente, la inscripción de una tradición moderna del cine americano: Good Time: Viviendo al límite está alineada tanto con las películas de Scorsese como con las de Spike Lee: la subjetividad y la ciudad se confunden; en este caso, sin duda alguna, por el ritmo, y también por la función dramática de los colores. El neón, los verdes oscuros y un reluciente bordó fosforescente, color que en cierto momento pintará las caras de los dos hermanos y que estará presente como un signo cromático constante, constituyen una expresión visual propia de una metrópolis. El color es otro protagonista, una materia dramática que prescinde de la palabra pero que enuncia con la misma eficacia que un enunciado un estado alucinado de conciencia.

Good Time: Viviendo al límite es un film sobre un deseo de fuga, no tanto porque Connie y Nick consigan o no escapar después de robar un banco, sino porque todo el relato está sujeto a un sueño imposible: abandonar el curso del mundo y huir hacia un no lugar. Quizás una granja, tal vez una playa, pero siempre lejos del orden social al que se pertenece y que determina los actos. La letra de la canción que interpreta Iggy Pop mientras se leen los créditos finales duplica la expresión del deseo de los personajes, y es también un contrapeso al procedimiento narrativo que imita la falsa indeterminación de un videojuego. Estas criaturas tienen un papel asignado que no saben cómo desobedecer; imaginar ausentarse del lugar que les toca es ya una transgresión inesperada pero a su vez insuficiente. Desbaratar un destino no es un juego.

En efecto, todo el film puede ser concebido como un videojuego. Tal suposición no es descabellada, pues la propia física del film habilita una lectura semejante. Desde que arranca, los personajes van sorteando obstáculos y tienen que vencer impedimentos cambiantes que ponen en riesgo el movimiento de fuga. Las derivas están acotadas a un imaginario propio de un software, en el que las chances de los jugadores parecen indefinidas. Pero el algoritmo de todo videojuego alberga un limitado número de combinaciones que simula una indeterminación que no es tal.

Esta suposición se ve reforzada por algunas panorámicas cenitales que sirven para observar acciones de persecución y escapes, en donde la posición del registro luce como una mimesis del tipo de representación que proponen los videojuegos, acaso un universo lúdico y referencial propio de la generación a la que pertenecen todos los protagonistas. El perspicaz despliegue dialéctico entre el espacio doméstico (el hogar de la anciana), institucional (hospital, psiquiátrico, cárcel, banco) y público (las calles de Nueva York y un parque de diversiones) se ordena y utiliza como fases topológicas de un juego que va tomando complejidad a medida que avanza, una forma de organización conceptual que puede ser perfectamente la extensión cognitiva de cómo una generación procesa la adaptación al mundo circundante y aprende simuladamente la relación del yo con ese magma caótico que es lo real y que el juego simplifica como una posta de obstáculos.

La sexta película de los hermanos Safdie denota un salto cualitativo respecto del cine que vienen haciendo, siempre orientado a retratar la vida de los perdedores. En esta oportunidad, la infinita tristeza de sus personajes ha dejado de ser retráctil y de estar revestida de ironía o matizada por la amargura distante del cinismo. Los dos planos finales y consecutivos de los rostros de Connie y Nick destilan todo el desconsuelo del mundo.

Este texto fue publicado en Revista Ñ en el mes de diciembre de 2017

Roger Koza / Copyleft 2017