FRAGMENTOS DE DISCUSIONES CON / SOBRE JEAN-LUC GODARD

FRAGMENTOS DE DISCUSIONES CON / SOBRE JEAN-LUC GODARD

por - Ensayos
29 May, 2008 05:19 | comentarios

Por Nicolás Prividera

El año que viene cumplirá cincuenta años de vida un film que marcó el inicio de la carrera de un director (Jean-Luc Godard), un movimiento (la nouvelle vague) y un punto de inflexión en la historia del cine: Sin aliento. Quien revea o se acerque por primera vez a ese film notara su fresca modernidad (tan lejana al arcaísmo del cine contemporáneo). Y si Godard es de algún modo el último cineasta moderno, el inevitable aniversario podría servir para revisar una obra que, en sus distintas etapas, ilumina no solo la historia del cine sino la Historia de la segunda mitad del siglo XX (y nos indica una salida posible de la trampa posmoderna). En sus últimas entrevistas, películas, y acaso décadas (ya que, como Fellini, ha ayudado a construir su propio mito, solo que en este caso no es un mito de origen sino de expiración), Godard ha demostrado su vocación testamentaria, ayudado por las paladas de tierra que algunos se apresuran a echar sobre su tumba (tal vez para salvar al cine, como quien pudiera revivir a Dios escribiendo en las paredes «Nietzsche ha muerto»). Estos apuntes vienen a cuento de algunas de esas escaramuzas:

 I. El Método Godard

En el último BAFICI pudo verse un documental llamado Morceaux du conversations avec Jean-Luc Godard , que no es ni más ni menos que el registro fragmentario de algunos encuentros en los que Godard aprovecha a su circunstancial interlocutor para desgranar algunas de sus ideas sobre el cine, defendiéndose y atacando con su sempiterna ironía. Uno de sus dardos va destinado a Scorsese, y en www.lalectoraprovisoria.com.ar Kent Jones hizo algunas consideraciones al respecto:

Por cierto, siempre me interesan las opiniones de Godard, pero me sorprende que critique a Scorsese por lo que percibe como su relación con la historia del cine: para él la necesidad de Scorsese de hablar de la historia del cine se basa en su inseguridad. Evidentemente, él opera a partir de una perspectiva muy distinta a la de Godard o, dicho con otras palabras, utiliza su visibilidad como una manera de llamar la atención sobre los viejos films. Pienso que esta estrategia sólo funciona en Estados Unidos. Si ello satisface o no una necesidad personal, es otra cuestión.

En efecto, Scorsese hace programas de TV del tipo «El cine americano (o italiano, etc.) según Martín Scorsese», mientras que Godard no deja de hacer películas: solo se puede hablar del cine desde el cine, y el mejor crítico es el cineasta que piensa. Y si Godard aísla escenas y les adjudica «bonus» y «malus», tras ese juego banal de crítico semanal que reparte estrellitas hay un método que viene utilizando hace mucho tiempo: el recorte de imágenes que, al salir de su contexto, hacen hablar al texto con intensidad barthesiana. Y al recorte se le suma a veces la correlación (que preside toda la arquitectura de las Historie(s) du cinema) en un «campo / contracampo» que genera un tercer sentido (anti-eiseinsteniano, pero profundamente dialéctico), poniendo en acto la idea de que el cine es una forma que piensa.

Volviendo a Godard, me resulta irónico que alguien que ha elegido expresarse de una forma oracular y con una especie de absolutismo moral que emana de una feroz nostalgia por el período de posguerra, se sienta tan cómodo acusando a otro de inseguridad o de falta de generosidad. De hecho, Godard siempre se ha sentido amenazado por alguien o por algo, y siempre ha encontrado la manera de formular su respuesta en términos morales.

Jones contraataca: ahora es él que le adjudica a Godard una respuesta «moral» a lo que solo respondería a un encono «personal». Pero las opiniones de Godard no hacen más que ser coherentes con su carrera como crítico y cineasta (como crítico-cineasta y cineasta crítico) desde sus comienzos en Cahiers du cinema: son opiniones políticas, de alguien que siempre entendió que toda estética implica una ética. Pues la nostalgia de Godard no tiene que ver (solo) con su edad o con ese «periodo de posguerra» que lo vio crecer, sino con la llamada «muerte del cine» (y de un modo de pensar el cine), en un tiempo posmoderno que asimila o expulsa los restos de una modernidad que no cumplió con sus promesas (y el cine de Godard era una de ellas). Pero el viejo cineasta no se plegó a la síntesis (la integración posmoderna) y persistió -persiste- en la negación sistemática. 

Sus declaraciones oraculares suelen influir en la forma como se habla de él. «Godard dijo…» es casi el equivalente de «Leí en la Biblia que…». Y algo similar ha ocurrido con Serge Daney, quien también hablaba desde la misma nostalgia por ese momento histórico (por el período de posguerra). Quiero aclarar que no uso el término «nostalgia» en un sentido negativo. No obstante, pienso que Godard y Daney odiaban en igual medida el paso del tiempo.

Godard no es un oráculo, sino un espíritu socrático: hasta con su anunciada muerte pretende dejar una enseñanza. Tal vez incluso lamente haber llegado más lejos (en edad) que Eustache, Truffautt o Daney. Pero ninguno de ellos odiaba «el paso del tiempo», sino que el tiempo no haya dejado nada a su paso en la Historia del cine posterior al fin de la avant-garde. En el tramo más interesante de Morceaux…, Godard habla frente a un grupo de artistas visuales luego de haber visto sus «inteligentes, ingeniosas y vacías» instalaciones: «pareciera que tienen miedo a lo real», dice Godard. El último vanguardista moderno les dice a los jóvenes posmodernos que lo de ellos no es vanguardia sino retaguardia. Porque el cine «pone las cosas en una temporalidad» mientras que la instalación «es una suerte de eternidad» (y hay ciertas películas que parecen instalaciones…)

El suyo es un extraño ejemplo. Después de todo, no fue por azar que incluyó la voz de Ezra Pound cerca del final de Histoires. Dos grandes artistas. Dos almas torturadas.

Jones es malicioso al comparar a Godard con Pound, visto el antisemitismo de este último y las acusaciones en el mismo sentido hacia Godard (a las que responde en la misma película). Es un modo artero de terminar su artículo, por no decir: una canallada. Godard nunca tuvo más poder que el de su influencia sobre los cineastas que lo siguieron. Y en el final de Morceaux…, Godard mismo traza su propia genealogía. Confiesa que le hubiera gustado ser matemático (y en cierto modo lo es, dado que busca siempre la relación, la abstracción, la teoría): «me identifiqué con los matemáticos desdichados, como Galois», que creó la teoría de los conjuntos en la cárcel, o con un matemático nórdico llamado Abel, que se propuso encontrar la ecuación de tercer grado, la ecuación de las ecuaciones, y viajó a París a entrevistarse con el presidente de la Sociedad de Matemáticos Franceses, que no lo recibió, y debió volver a pie a Noruega, donde murió en el olvido. «Esos son mis hermanos», dice Godard. Y lagrimea (¿pensando tal vez en su entrevista muerte próxima, en su entredicha gloria póstuma?)

Lamento profundamente que Godard nunca ingresara en el Collège de France. Pero, en mi opinión, su pensamiento a menudo pierde coherencia debido a sus impulsos poéticos. De acuerdo con Deleuze, Godard inventó una nueva manera de pensar. Tal vez. Pero en definitiva no es un filósofo sino un poeta, y cuando trata de ser ambas cosas al mismo tiempo, algo sale inevitablemente mal.

Dejando de lado esa tontera sobre la supuesta dicotomía entre pensamiento y poesía (cosa que los filósofos norteamericanos no han sabido unir, como sí lo han hecho sus poetas), lo cierto es que haber sido rechazado por el College de France es lo mejor que podía pasarle a alguien que siempre estuvo del otro lado de la barricada. ¿Tiene entonces razón Jones, y Godard exagera su personaje de genio no reconocido? Frente a algunas críticas que se le han hecho y siguen haciéndole (como las que el mismo Jones deja entrever), no parece tan excesivo pensarlo como alguien inasimilable para la Academia (y tal vez para el canon).

II. El Sistema Godard

En su libro La narración en el cine de ficción, David Bordwell habla de la importancia de construir una poética histórica en el cine de ficción y distingue cinco modos de narración cinematográfica: la narrativa convencional o clásica (de Hollywood), el cine arte (de Europa), la narración paradigmática (Bresson y Ozu), el cine argumentativo (Esenstein), el cine reflexivo (Godard). Y el capítulo final es para Godard, porque constituye la culminación de la autorreflexión en el cine, ya que es el cineasta por antonomasia del «segundo movimiento de la autoconciencia», según lo denomino entre nosotros Angel Faretta. (El primer movimiento fue el iniciado por Welles, que compendia el cine hasta la década del ’40, es decir, todo el momento fundacional y fundamental.)

Godard, hijo de Bazin y miembro fundador de la nouvelle vague, es también quien de algún modo clausura la modernidad en el cine: tras él solo nos queda ser posmodernos y llorar sobre las ruinas (del cine como arte total y último avatar de los ideales de una modernidad inconclusa). No es que ya no haya películas: habrá películas como hubo novelas después de Proust o Joyce, pero ya no habrá (parafraseando a Alain Bergala) «nadie como Godard», ni en el cine ni en la crítica. Porque inevitablemente venimos después de él, y porque nuestro tiempo es otro: un tiempo de crisis que no encuentra su forma, un tiempo de críticos que no encuentran su arte. (Abro un paréntesis al sur: nosotros no tuvimos un Serge Daney, pero si un Angel Faretta, cuyas notas sobre cine en la revista «Fierro» fueron -junto a las de Piglia sobre literatura, publicadas en la misma revista- uno de los más importantes exponentes de la crítica argentina en la década del ’80… ¡Y «Fierro» no era «Punto de vista» -que por estos días, sintomatológicamente, se despide-, sino apenas una revista de historietas! ¿Pero qué revista de cine o crítica cultural podría hoy albergar esas notas? ¿Qué crítica actual -con sus excesos subjetivos y su posmodernismo vacuo- sobrevivirá a su tiempo? Su status es tan inestable como el canon que propone o pospone…)  

Basta ver el artículo firmado por un tal Joaquín Vallet, en la revista virtual www.miradas.net (número 70, enero de 2008), en un dossier dedicado a Godard. Voy a citarlo largamente porque no tiene desperdicio: resume, replica, y persiste en la formulación de clichés (propios de una vulgata acrítica) que demuestran precisamente lo contrario de lo que intentan postular: que el cine de Godard nos sigue interpelando de manera radical. Veamos:

Considerarlo un «cineasta» me parece un serio error. Godard es un instigador, un ser que toma de base la coyuntura (tremendamente propicia) del tiempo en el que creó sus piezas más aclamadas para poner de relieve el «todo vale» cinematográfico. Para crear un espejismo de estilo que se basa en las ansias de renovación de una década concreta que únicamente soñaba con dinamitar las bases de todo lo establecido anteriormente, cine incluido. Es por ello que la aparición de Godard en el mundo del Séptimo Arte únicamente se puede entender desde ésta perspectiva, ya que su cine (por llamarlo de alguna manera) carece de todos los elementos que pueden definirlo como tal.

El cine de Godard no está circunscrito a los ’60. Aun después de su crisis a fines de esa década, Godard siguió filmando y elaborando una obra que, con sus diversas etapas y altibajos, configura una vasta interpelación a su tiempo (al cine como arte y su lugar en el mundo). La modernidad absoluta de Godard sólo puede ser puesta en duda por las posturas antimodernistas y reaccionarias que pretenden fijar todo cuestionamiento a una etapa «pasada»: una adolescencia tardía del cine, que habría tenido lugar en los primeros ’60, antes de volver a la hegemonía clásica de Hollywood, que definió de una vez y para siempre la forma del cine (lo que Noel Burch llamo «El modelo de representación Institucional»): o sea, el cine como última etapa del Realismo (socialista o capitalista: en esto no hubo bipolaridad sino un mismo telón de hierro…)

La puesta en imágenes del francés, a todo ello, se revela torpe, estructurada mediante hachazos, sin un mínimo sentido de lo que debe ser el lenguaje cinematográfico. Quizá movido por las ansias de provocación que se esbozaba más arriba o porque, verdaderamente, Godard esté convencido de que sus films deben estar construidos de ésta manera determinada. Es éste uno de los grandes problemas que siempre he encontrado en su cine: visualmente no me interesa en absoluto.

El «interés visual» es un criterio falso e impropio: el cine no es un cuadro o un accidente al costado del camino, sino una relación entre las imágenes, y entre las imágenes y el mundo. Un todo que es más que la suma de sus partes: hay grandes escenas en cualquier película de Godard, como hay grandes películas de Godard en la Historia del cine, y sin embargo (en dialéctica negativa con su propio método) no podemos recortar esas escenas o esas películas, ya que aisladas de su contexto pierden toda su fuerza. Y esa no es su mayor debilidad, sino la demostración de la organicidad de una obra siempre abierta.

Su puesta en escena aparece como un compendio de elementos escindidos entre sí, en el que la improvisación parece campar a sus anchas en lo que respecta a un concepto determinado del espacio y la dirección de actores. Sobre el primer punto, Godard apenas hace el menor esfuerzo por otorgar al ambiente en que se mueven sus films una mínima consistencia, quedando como un mero marco sin trascendencia ni funcionalidad, que solo sirve de engranaje para los bruscos saltos de montaje. Los actores, por su parte, parecen tomar como referencia interpretativa un único estado de ánimo que mantienen durante todo el film convirtiéndose en personajes sin progresión, de los que no entendemos ni sus actitudes ni sus motivaciones, en parte debido a que la base literaria en los films de Godard se halla bajo mínimos, siendo prácticamente imposible esbozar un entorno que contenga algo de interés ante todo ello.

En un tiempo en que predominan los códigos (y cineastas que se dedican a explotar «franquicias» a través de imitaciones más o menos disfrazadas de originalidad), no hay un «código Godard». No hay intento de totalizar sino de sistematizar un pensamiento: pensar el cine es pensar con el cine. El espacio y los personajes no deben necesariamente obedecer a los cánones del realismo: no se trata de construir un espacio o personajes «verosímiles» como quien calca la forma dada del mundo, sino que se interroga por esa forma. La forma del cine como interrogación (e impugnación) de la forma en que el mundo se nos presenta como dado («reificado»).

No hallo esa maestría que el resto de los mortales defiende y películas como Vivir su vida o Alphaville acaban pareciéndome molestos retazos de un proyecto cinematográfico. Un esbozo a carbonilla de lo que podrían ser cintas interesantes pero que, en manos de Godard, acaban por perecer debido a sus ínfulas estilísticas, al enorme agujero negro en el que se convierte el sentido narrativo y que piezas como las dos citadas (sobretodo Lemmy contra Alphaville) ejemplifican con gran contundencia.

Si estos «retazos de un proyecto cinematográfico» son «molestos» es porque señalan precisamente el carácter inconcluso (en el sentido habermasiano) del proyecto moderno, del que el cine es también uno de los últimos avatares. Las neo-vanguardias de los ’60 aun creían que podían retomar el ciclo de las vanguardias «históricas» (hay que recodar que el grupo de Godard se llamaba «Dziga Vertov»). Y cuando Godard empieza hablar de la muerte del cine, se refiere al fin de esa utopía. Pero no deja de hacer películas. Se asume como parte de esa vanguardia (ya también histórica) y se resiste a su canonización, a su cosificación como una astucia de la razón posmoderna. Godard no quiere ser clásico, no quiere ser encerrado en el arcón de los maestros amables. Por eso asume una obra en continua mutación (por no hablar de «devenir», demasiado deleuziano). Una obra que ya no puede batallar por la Historia, pero si romper una lanza por la historia del cine…

¿Interesa el cine de Godard? Sencillamente, no. Prueba de lo dicho es que, actualmente, continúa metido en su caparazón esgrimiendo el estandarte de ser la reserva espiritual de la Nouvelle Vague (junto con otro plasta de igual calibre, Eric Rohmer). Tampoco su cine está preparado para soportar el paso del tiempo. Reconozcamos que gran parte de la aclamación que suelen suscitar sus películas está debida, estrictamente, al prestigio que acarrearon en los años sesenta y a que, a fin de no parecer un «analfabeto» cinematográfico, se tienen que copiar milimétricamente las opiniones que constatan que uno u otro film es una obra maestra.

Si hay algo que no tiene (y nunca tuvo) Godard es la pretensión de recrear la «obra maestra», porque ese sería el cierre definitivo: el suicidio de la vanguardia. Y Godard es (junto con Warhol) el último vanguardista del cine, algo que sus compañeros de camada ni siquiera soñaron. La Nouvelle vague no tiene reserva (los que sobreviven se copian a sí mismos o son la sombra de lo que fueron). Y los cineastas que veneran la Nouvelle vague cometen el peor pecado al copiar sus rasgos superficiales (como en el caso de los que usan la franquicia Rohmer, en la senda de un cineasta que estuvo a la derecha de su propia ola). Con Godard no pasa nada de eso: es inimitable (precisamente porque rompe con la preminencia del estilo), salvo como reserva material: su capacidad para renovar las preguntas e interpelar a nuestra época como solo un vanguardista clásico puede hacer.

Probablemente, el transcurso de los años hará mella en la personalidad fílmica de Godard cuando se afronte con valentía que sus maneras artísticas están sustentadas en la nada y que todo su cine no es más que un gigantesco «bluff», cuyo valor puede ser sociológico, como muestra de la mentalidad dominante en unas décadas concretas (Weekend), pero en absoluto cinematográfico.

En Godard toda épica se convierte fatalmente en parodia, sin dejar de ser un asunto muy serio. Eso es lo que dice una y otra vez el patético personaje Godard que dibujan sus films: en el arte la forma es el fondo. La política está en la forma: por eso todo cine es político (y un travelling puede ser una cuestión moral). El único «bluff» del cine contemporáneo son los copistas sin talento de los rasgos superficiales del estilo de las nuevas olas de los ´60, olvidando sus preocupaciones profundas y transformando sus desvelos en un formalismo vacío. Es lo que han hecho muchos a partir del cine de Antonioni, por ejemplo, tal vez porque resulta fácil de imitar (aunque no de igualar). Y es así que hay todo un cine contemporáneo atrapado en la repetición (de los tiempos muertos, de la errancia, de lo inhumano) sin tocar ningún nervio existencial profundo. Puras naturalezas muertas, en las que uno puede admirar la maestría en la falsificación: he ahí a cineastas que manejan al dedillo el «código» del cine (es decir, que entienden lo cinematográfico como código). Pero para los que quieran ser fieles a una búsqueda que no reniegue de la Historia, ahí está el ejemplo de Godard. Que no re-produce un «código», sino un paradójico «sistema destotalizante» que pone en jaque el mundo, el cine, y a sí mismo.

Y es que, finalmente, hay un «misterio Godard» como hay un «misterio Picasso». Y entonces el nombre, la firma, se vuelven apenas una coartada para coleccionistas y críticos sin arte: lo importante, finalmente, es la obra misma, a través del tiempo. En la película homónima de Clouzot, viendo como el cuadro  toma forma ante nuestros ojos, no podemos sino recordar el relato de Borges en el cual un artista descubre, tras largos años de labor, que la composición en la que ha trabajado como un hacedor de laberintos refleja, en el momento culminante, su propio rostro. Con los años, el perfil de Godard se ha hecho habitual en sus films, pero su mirada debemos buscarla menos en la de ese personaje que construye película a película (ese on-liner compulsivo, mezcla de Ciorán y Groucho Marx) que en su misma y multifacética y persistente y crítica Obra. 

Fotos: Fotograma de Morceaux du conversations avec Jean-Luc Godard; 2) Serge Daney; 3) Angel Ferreta; 4) Póster de Alphaville.

Copy left 2000-2008 / Nicolás Prividera