FOTOGRAMAS MEJICANOS: FICG 24 (FESTIVAL INTERNACIONAL DE CINE EN GUADALAJARA

FOTOGRAMAS MEJICANOS: FICG 24 (FESTIVAL INTERNACIONAL DE CINE EN GUADALAJARA

por - Festivales
21 Mar, 2009 03:03 | Sin comentarios

 

MOSCAS Y PECES

Mi querido amigo Robert Koehler me había anticipado: hay cambios en Guadalajara. ¿Quién iba pensar que aquí se iba a poder ver las últimas películas de Kiarostami, Denis y Grandieux? Más aun: constatar que uno de los mejores films del 2008, Aquel querido mes de agosto, de Miguel Gomes, es parte de la competencia oficial de ficción Iberoamericana (no debe haber sido fácil determinar a qué sección correspondía) es más que una esperanza.

Siendo éste mi tercer año consecutivo en este festival, siempre asocié a Guadalajara con un festival cuyo objetivo es fortalecer la industria cinematográfica de México, de lo que se predica poco rigor en la selección de películas que constituye sus competencias oficiales. Es cierto que siempre había, en medio de una mediocridad festiva, alguna película diferente: Transe, de Teresa Villaverde, por ejemplo, en el 2007 estaba en la competencia iberoamericana.

Estas contradicciones siguen vigentes, pero hay ciertas decisiones, por ahora, provisorias, que de institucionalizarse, podría transformar, paulatinamente, el concepto de festival que aquí predomina. Ocurre que tras el desmantelamiento del equipo de programadores del FICCO, el otro festival mejicano, cuyo radicalismo fue su sello fundacional (retrospectivas de Costa y Bresson, en un mismo año), Jorge Sánchez Sosa y sus programadores acertaron al agregar una sección provocativa: Corrientes alternas, programadas por Michel Lipkes y Maximiliano Cruz, ambos programadores del FICCO hasta el 2008. Por ahora, el catálogo dice que se trata de programadores invitados.

Como sucedió a fines del ’90 con la sección Contracampo en el festival de Mar del Plata, sección que fue dispersándose y diseminándose en el criterio general de programación de ese festival, (aunque la perspectiva para Mar del Plata en el 2009 es poco prometedora), Corrientes alternas puede ser la génesis de una política de programación que funcione como un contrapunto dialéctico en la dirección artística dominante, hasta aquí sujeta al convencionalismo de la industri, es decir, un cine con color nacional pero formalmente parecido al cine que regula la percepción del público. Lo cierto es Tony Manero y el film de Gomes están en competencia, decisión que escolta perfectamente a esta nueva sección.  

Este giro estético es por ahora un síntoma, no una política. Los dos últimos años, Guadalajara abrió con un film perteneciente al país invitado y homenajeado. En el 2007, El año en que mis padres se fueron de vacaciones, fue el film brasilero. En el 2008, Café de los maestros, representó a la Argentina. Este año el país elegido es Colombia. Pero ninguna de las películas colombianas que se verán en el festival fue programada para la inauguración. Incomprensiblemente, se eligió una superproducción animada local para dar el puntapié inicial: Otra película de huevos y un pollo, como si Cannes largara con Shrek y Mar del Plata con El ratón Pérez. De más está decir que no asistí a la inauguración. Tampoco lo hicieron Dan Fainaru y Robert Koheler, dos críticos excelentes que cubren el festival para Screen International y Variety, respectivamente.

Así que empecé con lo único que quedaba para ver en el primer día: Garapa, de Jose Padhila, el mismo director de Tropa de Elite, film que vi aquí el año pasado y que compite en miserabilismo con Slumddog millionaire, aunque éste es fascista y no neocolonialista como el de Danny Boyle..

Garapa, título que denota una precaria bebida, como Tropa de Elite, también estuvo en Berlín, pero en esta ocasión no se trata de una ficción sino de un documental observacional. ¿Se puede hacer un documental sobre la pobreza extrema y el hambre en el Norte del Brasil y eludir el análisis político y social? Sin dudas, del descriptivismo ecuánime y prolijo de Garapa no se predica el nihilismo fascista de Tropa de Elite; la cámara de Padilha se limita a mirar, como si descendiera a un baldío en los confines del globo y dejara constancia de la indigencia mundial observando y siguiendo a tres familias, víctimas de un abstracto sistema socioeconómico que los sanciona por respirar e insistir en existir. La única evidencia política es el fugaz lenitivo de un plan alimentario nacional por el que la leche es sinónimo de bienestar. Como la mayoría de estos planes, su ineficacia es palpable, aunque en la desesperación, un instante de bienestar es bienvenido. En un blanco y negro granulado, Garapa no estetiza la carencia, pero no descuida la forma respecto de su tema. Como me decía Koehler, Garapa remite a Vidas secas, pero también, no llegué a decirle, a La tierra quema, de Gleyzer. Se trata de una semejanza formal, pues éste carece de una perspicacia analítica sobre las coordenadas simbólicas y económicas capaz de contextualizar y explicar por qué estos sujetos están confinados a la intemperie infinita.

Pocas veces, Padilha hace preguntas. Generalmente se limita a mirar los juegos infantiles, los momentos de higiene, la preparación precaria de las comidas, la mugre como decorado, las discusiones familiares. El alcoholismo, el machismo, la promiscuidad dominan la escena. Los planos son casi siempre cerrados, aunque algunos planos generales del territorio suelen funcionar como pasos de una transición de una escena a otra. Las moscas son una presencia ominosa y constante. Están en las comidas y en los cuerpos de los niños. Padilha encuentra en la mosca el ícono de su película: ése insecto es el que juguetea en la mierda. Así, los primeros planos sobre la piel infantil se repiten una y otra vez, como si la repetición del registro pudiera conjurar una aberración naturalizada. He aquí un problema: ¿cómo filmar lo siniestro? La mera descripción podrá quizás sensibilizar, pero, cuando el espectador dejó la sala, aquellas moscas habrán sido cosa del pasado.

La segunda película de Lucía Puenzo, El niño pez, participa de la competencia iberoamericana. Había muchas expectativas, después de que XXY, su sobrevaluada opera prima acerca del hermafroditismo, resultó satisfacer tanto a festivales, críticos y público diversos por igual. No pasará lo mismo con El niño pez, un melodrama desparejo y  por momentos incoherente que pretende explorar eróticamente el universo que Martel supo hacer una marca registrada: la tensión y atracción de clases. Aquí una mucama paraguaya y la hija de su patrón, aparentemente, se aman. Han crecido prácticamente juntas, al menos desde la adolescencia de la Guayi, interpretada por Mariela Vitale, uno de los rasgos redimibles de este film fallido. El incesto amenaza, y no se circunscribe a ése vínculo., pues los padres de El niño pez no conocen límites.

Narrativamente desordenada y formalmente trivial, El niño pez transcurre en el limbo, pues Buenos Aires es un decorado mudo y la sociedad que la habita suministra estereotipos para articular un drama proclive a la psicosis: los policías corruptos, las cárceles violentas, las familias disfuncionales, los mitos populares, la seducción de clases. El encubrimiento de un posible crimen en La mujer sin cabeza develaba un modus operandi característico de una clase específica. El último plano del film de Martel condesaba una perspectiva micropolítica: encubrir, velar y aparentar normalidad. No estoy del todo seguro que los films de Martel, a pesar de ser políticos, den cuenta de lo histórico. Su laboratorio sociológico se aplica a un territorio físico y simbólico en donde lo histórico también es borroso. Lo político en El niño pez se simplifica a ver a la Guayi vestida de sirvienta llevando bandejas en una fiesta familiar. Su enamorada la mira. Guayi le pide que le ayude, y unos minutos después, la madre de Lala desaprueba el gesto. En otro pasaje, el padre de Lala, un juez, invitará a la Guayi a sentarse a la mesa, pues ella -dice- es parte de la familia, aunque también aquí habrá arrepentimiento. Pero éstos son señalamientos ocasionales, pues toda la película se predica de un amor supuestamente convalidado y dado, un amor sentido y vivido por el personaje de Inés Efrón, en otra de sus composiciones fronterizas.

Existe también una dimensión fantástica en El niño pez, un fondo mítico y popular que remite a la cultura de Guayi: en las profundidades de un río habita un niño que se lleva a los muertos. No se trata de la dimensión mitopoética del Fauno de Del Toro, aunque la materialización del la fábula la recuerde un poco. Es un giro literario arbitrario que lleva a Lala a cruzar la frontera y llegar a Paraguay. Allí conocerá, inexplicablemente, al padre de Guaya. El padre es Arnaldo André, interpretándose más o menos a sí mismo, ya que su personaje, un tal Sócrates, es una vieja leyenda de la telenovela. Quizás su presencia sea un acierto, pero la incursión al mito que la precipita conlleva la marca del ridículo.

Fotos: 1) Póster oficial de FICG 24; 2) fotograma de Garapa; 3) fotograma de El niño pez

Copyleft 2009 / Roger Alan Koza