FIGURAS DE LA GUERRA

FIGURAS DE LA GUERRA

por - Ensayos
24 Jun, 2011 03:51 | comentarios

Pequeños soldados

Por Roger Koza

A pocos días del asesinato del terrorista más buscado, Osama Ben Laden, la metodología empleada necesita de una mitología que conjure su fragrante desprecio del orden jurídico internacional. La suspensión política del derecho y la validación de un concepto de justicia equivalente a la venganza precisan de un relato. Un presentador, no muy despierto, casi un símil de Jaime, el robot amigo del Agente 86 Maxwell Smart, anuncia un documental sobre la vida del líder árabe. Dice nuestro animador robótico: “el aclamado documental de la CNN, aquí con ustedes”.

Como toda operación ideológica, se trata de humanizar al monstruo, o, en este caso, de mostrar y demostrar cómo se convirtió en uno. El asesino de turbante, el peligro que habitaba las cuevas de Oriente, fue alguna vez un niño tímido pero inteligente, se nos dice, y ahí está un profesor caucásico que lo tuvo de alumno para confirmarlo. Después vendrán los testimonios de los amigos que conocieron a la bestia antes de su inesperada metamorfosis. Aparentemente, a Osama le gustaba patear la pelota, y hasta su adolescencia, afirman sus compañeros, no tenía dotes de líder. Algo sucedió, impredecible pero fundamental, en algún momento de esa adolescencia cómoda. El fundamentalismo islámico lo sedujo, se fanatizó, perdió perspectiva, hasta que dejó el esférico por el fusil, la literatura por los cánticos. El fundamentalismo, supuesto mal de nuestro tiempo, es una enfermedad corrosiva, se insinúa. En efecto, contagia a los inocentes y no existe una medicina directa contra su hechizo. El extremismo fagocitó a aquel niño retraído a quien le gustaba aprender. “Más que hablar le gustaba escuchar”, dice su viejo profesor inglés. ¿Es una más de The E! True Hollywood Story?

En otras palabras, psicologizar y convertir en espectáculo a Osama es el correlato paradójico y necesario de haberlo matado en una operación secreta, una medida extrema, anunciada con parsimonia y un gesto adusto por Obama, que fuera alguna vez una promesa global, luego un premio Nobel de la Paz sospechoso y posteriormente un emisario predecible de una filosofía reduccionista que en el nombre de la democracia aniquila sin mediaciones jurídicas.

De todo esto se predica una tesis: toda guerra necesita de un relato. Narrar y matar son dos acciones que se implican a la hora de significar lo que de por sí siempre parece decir lo mismo. No se admitirá nunca la voluntad de poder desnuda; es inadmisible para el discurso público y cualquier confesión puede resultar vergonzosa. Es que el estadista, el jefe de estado, el comandante a cargo deben pretender y simular un humanismo de mínimas, una razón de estado que legitime. ¿Humanismo castrense? De allí, la necesidad del relato, la construcción épica, es decir, la cinematografización de todos los eventos como exorcismo de la crueldad a secas y el ejercicio del poderío. ¿No son los títulos de las operaciones militares el nombre de un film futuro, como si ya estuviera implícita su adaptación cinematográfica? Rara vez un film opta por desenmascarar la voluntad de poder y el deseo de dominación que articulan el movimiento de tropas, la producción masiva de armas y los insólitos presupuestos para la defensa. Todo lo contrario. Existe una intersección indiscernible en donde un film prepara y naturaliza una invasión, la matanza y la tortura, y viceversa.

Desde la invención del cine, toda guerra suscita su lectura cinematográfica. No se trata sólo de un género sino de un apoyo simbólico, una tarea de humanización. El soldado tiene que ser un hombre con una misión secreta, más metafísica que castrense, pues un combatiente al servicio de un ideal es el heraldo singular y específico de algo mayor: la paz mundial, la democracia, la justicia, la libertad, conceptos abstractos de un universo platónico que tocan la tierra y devienen humanos a través del sudor, la mugre y el estoicismo de la tropa. Del soldado Ryan, pasando por Iluminados por el fuego, por citar un caso vernáculo, hasta el pelotón delirante de Vivir al límite (2009) y un film oblicuamente canalla como Líbano (2009), la guerra opera simbólicamente en dos direcciones: el heroísmo vulgar y el trauma personal del soldado funcionan como suavizador ideológico. Se dislocan las coordenadas ético-políticas de los conflictos y al mismo tiempo se introduce un existencialismo primitivo en donde la experiencia de guerra constituye una pedagogía de lo real, un paso directo a la conciencia del valor de la vida. A su vez, el sujeto (y el espectador) identifica una extensión de su yo en un colectivo disperso reunido en uno de los símbolos más misteriosos de la vida humana: la bandera, esa tela coloreada a la que se le presta juramento en nombre de la patria, investida vaya a saber de qué sustancia milagrosa; no hay película de guerra que no le dedique un plano embellecido a este elemento metafísico volátil que el guerrero defiende como si se tratara de una extensión de su piel.

¿Cómo filmar la guerra? ¿Cómo evitar que una película de guerra no sea otra cosa que un reclutamiento por otros medios? ¿Cómo demostrar que las guerras no son otra cosa que la exposición masiva de una guerra difusa pero omnipresente en los intercambios cotidianos? Fue Renoir, en su poderoso y lúcido film La gran ilusión (1937), quien sugirió una guerra preexistente, acaso una guerra infinita o una confrontación sin un fin preciso entre clases sociales, más allá de las tropas alemanas enfrentadas a las francesas: una observación pertinente que lleva a meditar sobre la guerra como una modalidad extraña de regulación indirecta de los conflictos sociales e internos de las sociedades a partir de una figura extranjera malvada.

El Otro es el enemigo, la amenaza, incluso ya no en un frente de batalla preciso sino en el imaginario paranoico nacionalista en donde el Otro es quien penetra el territorio y trastoca el bienestar de una nación. Es ésta una dimensión contemporánea de la guerra. Un joven iraquí de Kurdistán intenta emigrar ilegalmente a Inglaterra, en donde lo espera su prometida. Una vez en Calais, al norte de Francia, tras varios meses de experimentar las típicas humillaciones de los viajeros clandestinos, consigue que un ex campeón de natación lo entrene para cruzar el Canal de la Mancha nadando crawl. Dominar el mar parece más fácil que evitar el control policíaco francés, intérprete perfecto de la xenofobia de su actual presidente, situación que remite a un tiempo supuestamente pretérito en el que esconder judíos podía tener consecuencias indeseables. Dos panorámicas sobre camiones y un barco para transmitir la desolación de los inmigrantes y las inclemencias que deben enfrentar, y el vínculo entre el joven y su entrenador para recordar que la simpatía por el lejano es una virtud y no un delito. Éste es el argumento de Bienvenidos (2009), de Philippe Lioret, un film sencillo y honesto sobre una de las figuras de guerra características en el siglo XXI: la inmigración.

“Un sujeto es profundamente irreductible a las representaciones sociales y raciales que se hacen de él”. Esa declaración escrita en una carta tan bella como extensa que Sylvain George envió para compensar su ausencia el día que le tocaba recibir su premio a la mejor película en la última edición del BAFICI, en abril de este año, es una síntesis de su extraordinario film Que descansen en la revuelta (Figuras de guerra) (2010), cuyo tema en clave documental repite la denuncia del film de Lioret. George, después de tres años de trabajo de registro, filma la vida de los inmigrantes africanos que intentan cruzar el Canal de la Mancha desde Calais para llegar a Inglaterra. La cámara de George “viaja” con ellos. Los vemos bañarse, cantar, huir, dormir, comer, reír, aunque la secuencia imborrable es aquella en donde estos hombres, que viven en la desesperación, se queman las huellas digitales para no ser identificados por los sistemas informáticos de la policía francesa. George, que durante todo el film propone una dialéctica entre la naturaleza, los animales y los hombres, reinventa el documental y expone un campo de batalla preciso aunque no reconocido como tal.

La noción metafísica de que la naturaleza humana es violenta sirve muchas veces para extender ese fundamento antropológico y explicar por qué la práctica favorita de los bípedos implumes desde el inicio de los tiempos es formar ejércitos y batallar (asunción tan inverificable como la opuesta que supone una bondad esencial en el núcleo ontológico de nuestra especie). Para pensar la guerra (y filmarla en un registro que se desmarque de la testosterona y adrenalina nacionalistas) habría que entender a fondo cómo un sistema de vida, llamémosle capitalismo, incita a una representación de la sociedad como campo de batalla ampliado. Algunos films como Rosetta (1999), de los hermanos Dardenne, y Viento de tierra (2004), de Vincenzo Marra, así lo sugieren. Otras películas como Pequeños guerreros (1998), de Joe Dante, intuyen una pedagogía bélica para niños e intentan deconstruirla en sus propios términos (por cierto, es uno de los pocos films que no trabajan en la dirección del reclutamiento prematuro o estimulación temprana del supuesto soldado interior que palpita en los niños).

En este contexto de héroes y patriotas, las pocas películas de desertores son bienvenidas, tanto como aquellas en donde el enemigo adquiere rostro, lenguaje y dignidad. La belleza de un film como La France (2007), de Serge Bozon, reside justamente en que sus soldados han elegido la vida. Extraña y sorpresiva, La France se articula a propósito de una carta en la que una mujer se entera de que su marido ha partido para la guerra; esto incluye también, por voluntad del cónyuge, el fin de la relación. Camille no aceptará el contenido de la misiva, y saldrá a buscar a su esposo. El escenario es sombrío, y, en medio de la Primera Guerra Mundial, las mujeres no pueden andar solas por los campos de Francia. Así las cosas, decide disfrazarse de hombre y de soldado, y en algún momento de su travesía habrá de unirse a un pelotón nómade comandado por un teniente. Probablemente, no son patriotas, más bien priorizan la supervivencia por sobre el heroísmo. ¿Es un musical? ¿Es un trance pacifista? Los soldados en vez de rifles tienen instrumentos musicales. El sonido de un cañón, los ritmos de una ametralladora, el estruendo de una granada y los redoblantes que llevan a marchar a un ejército hacia su victoria o posible aniquilación son sustituidos por instrumentos desconocidos cuya música (interpretada en vivo por los soldados, entre ellos Fugu y Benjamin Esdraffo, los compositores de estas melodías que destilan lo mejor del pop) constituye una letanía en la que se sugiere indirecta y poéticamente el único argumento serio respecto de nuestras pasiones bélicas: en la guerra no hay vencedores, hay sólo sobrevivientes.

Este artículo fue publicado en otra versión y bajo otro título por la revista Quid en junio 2011. 

Copyleft 2011 / Roger Koza