FESTIVAL INTERNACIONAL DE CINE EN GUADALAJARA (1): SISMOS  Y MÁQUINAS

FESTIVAL INTERNACIONAL DE CINE EN GUADALAJARA (1): SISMOS Y MÁQUINAS

por - Festivales
15 Mar, 2010 03:19 | comentarios

por Roger Alan Koza

 “El reloj de mi computadora marca las 11.40am del jueves 11 de marzo. Estoy en el aeropuerto de Santiago de Chile esperando mi conexión para llegar a Guadalajara, en donde voy en calidad de programador del Festival de Cine de Hamburgo y en el que seré jurado  por Fipresci, Estoy chateando con uno de mi editor del diario (y uno de mis más viejos amigos, con el que tengo una banda de música), repasando la agenda y las futuras notas, y de pronto el aeropuerto sintoniza una danza macabra. Un sismo de  7.2 , en la escala de Ritcher, se impone a cualquier plan y a cualquier necesidad.

Estaba escribiendo una crítica, y de pronto, como si se tratara de un coloso y un provechito salido de sus entrañas, me doy cuenta que es la tierra que tiembla, un movimiento paulatino y soberbio que parece no detenerse jamás. Las lámparas colgantes se balancean, la gente corre hacia las vigas más cercanas (allí estoy yo), los desconocidos devienen en rostros casi familiares,  y en esos 20 segundos, que parecen  literalmente una eternidad, como si se tratara de un largometraje de Rivette de 4 horas, la asociación con el cine catástrofe es inevitable. 2012, de Emmerich y La soufriere, de Herzog, son las películas que en este momento recuerdo:; es decir, el fin del mundo según Hollywood (y su versión de la salvación para ricos caucásicos millonarios) y un volcán que jamás hizo erupción alguna y que, en la lente del realizador alemán, es la constatación de lo absurdo del mundo.

Luego, el fenómeno se repite, una y otra vez. Es más: en este preciso instante se percibe un leve movimiento, experiencia similar a la que se tiene cuando uno viaja en barco: flotamos y navegamos, pero el peligro está y en el subconsciente el Titanic es una referencia obligada. Sebastián Piñeda, el flamante presidente electo, está en plena ceremonia de asunción. Tiembla Chile y él calla por un instante. Prodigio de las comunicaciones, lo estoy viendo en la notebook de un vecino desconocido con el que compartimos una muda desesperación, aunque él parece refugiarse, más bien matizar su temor, en los números. Insiste en las medidas, -7,2, 5,3, etc-; cuantificar es controlar, midiendo se entretiene. Mientras tanto, el aeropuerto ya se ha balanceado como una hamaca en tres ocasiones. Queda una hora para que mi avión despegue. Parece una película y a la vez, es evidente, no es el cine, aunque gracias al séptimo arte, me doy cuenta, uno casi se siente entrenado para atravesar una catástrofe. Pedagogía del simulacro, lo he vivido sin haberlo experimentado. ¿Es un déjà vu? Si todo sale bien, yo volaré rumbo a un festival. No puedo dejar de pensar que aquí viven miles y miles de personas”.

Un texto similar, aunque con algunos errores y algunas modificaciones, se publicaba casi de inmediato en La voz del interior, el diario en el que publico desde 2006. Escribí este texto entre la segunda réplica y la tercera. Quizás mi vecino más cercano al cuantificar se sosegaba. Me parece que a mi manera, “poetizar” sobre lo que naturalmente era inmodificable me calmaba.

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El Festival Internacional de Cine de Guadalajara (FICG) viene experimentando desde el año pasado un sismo simbólico, pausado y secreto, constante y consistente, y ahora que cumple 25 años de existencia, quizás se pueda no pensar tanto en “qué tenían en la cabeza los que crearon el festival”, como se pregunta Jorge Sánchez Sosa, director general del FICG, en el catálogo, sino qué dirección pueden llegar a tener su festival, uno de los pocos que asume lo latinoamericano como eje de su identidad. No sé hasta qué punto se trata de una estrategia consciente. Un festival, cuya orientación demarcaba una programática inclinación hacia el mercado, de pronto, exhibe entre 15 a 20 películas geniales o muy buenas, de las mejores que se pueden programar y ver en los últimos meses en cualquier parte del mundo. ¿Es una revolución silenciosa?

La constitución (y ahora la consolidación) de la sección Corrientes alternas, curada por Maximiliano Cruz y Michel Lipkes, ex programadores del Ficco, el otro festival de importancia en México (cuyo futuro es sombrío), aquel que se contraponía a Guadalajara, como supo ser en el mismo seno de Cannes, la Quincena de los realizadores (una suerte de Bafici de América del Norte), es el síntoma más evidente. El año pasado, esta línea de fuerza estética le daba más aire y riesgo a una dirección artística signada por una excesiva condescendencia estética. El mercado ya no es lo único que importa. No significa que el FICG haya purgado completamente su frivolidad mercantilista y su anuencia cinematográfica. Sin ir más lejos, ayer, a menos de 10 metros y con una distancia temporal de minutos, se estaba presentando Ne Change rien con la presencia de Pedro Costa y estaba culminado el Q and A de After, un film español que participa de la competencia oficial iberoamericana, un verdadero despropósito con pretensiones de (pos)modernidad libertaria y existencialista (aunque en algún momento se propone no pensar) y que el público de Guadalajara parecía festejar como un triunfo del atrevimiento. A sala llena, Alberto Rodríguez explicaba su película, un cóctel caótico y risible de drogas y sexo, en donde tres personajes, amigos de siempre, cogen, aspiran, chupan, bailan, conocen (y follan con) extraños, mientras una narrativa fragmentada y canchera, al mejor estilo Tarantino e Iñarritu, va cruzando y desarrollando tres perspectivas distintas sobre un segmento de tiempo muy acotado de la vida de sus tres protagonistas, lo que indirectamente sirve como un diagnóstico sociológico de una generación y su crisis (aunque aquí, el síntoma generacional es la película en sí). Que esta film español esté en la competencia oficial es inadmisible e indefendible, y al ver que allí también está, por ejemplo, La mujer sin piano, de Javier Rebollo, otra película española, es racional y vital preguntarse por los criterios de programación.

Sin embargo, unas dos horas después, Pedro Costa entablaba un diálogo con el público (y con algunos cineastas, críticos y programadores: Lisandro Alonso, Rober Koehler, Jean-Pierre Rhem, entre otros, estaban en la platea). Venía de la función de Perpetuum mobile (de la que hablaré mañana), pero alcancé a escuchar unos quince minutos, lo que justificaba, aunque sé que es una exageración, el festival. (Mañana Costa y Rehm darán una masterclass en el Talent Campus; supongo que será otro gran momento del festival)

Una estudiante de multimedios –así se presentó-, perpleja y confundida ante Ne change rien (aquí se puede leer sobre el film), le preguntó a Costa sobre el propósito de su película y el tipo de cámara con la que había trabajado. El trabajo sobre la luz de Ne change rien es ostensiblemente magistral, algo que cualquier estudiante o espectador medio puede reconocer. Costa, antes de responder, preguntó: “¿Qué entiende usted por multimedio?” La veinteañera respondió, pero como muchos conceptos empresariales y publicitarios, la tautología, síntoma de inconsistencia epistemológica, dominó su respuesta: “El uso de muchos medios para expresar una idea”. Costa, luego, respondió. Lógicamente, desestimó que un film deba tener un propósito y se mostró absolutamente escéptico de los multimedios. Insistió sobre el carácter maquínico de nuestros intercambios simbólicos. “Todo es una máquina, inclusive usted, y lo que importa es lo que está entre una máquina y otra, lo que está en el medio”. Fue enfático sobre el trabajo que requiere filmar lo que está en el medio, y además afirmó que su película era precisamente sobre eso: músicos trabajando y protegiéndose. Siempre calmo y respetuoso, ante otra pregunta, sostuvo: “Nadie sabe muy bien, incluso Godard, qué significa el montaje. Es un misterio del cine”. Agregó, posteriormente, “que es uno los grandes placeres de este oficio y uno de los momentos más musicales del cine”. Indirectamente, no hacía otra cosa que privilegiar el sonido sobre la imagen, una meditación muy bressoniana (y heideggeriana).

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Por alguna razón, en el plano 23 de Zona sur, del boliviano Juan Carlos Valdivia, se divisa sobre un estante dos libros, ambos separados del resto: Esferas (1) de Peter Sloterdijk y uno de los tomos de Estudios sobre cine, de Gilles Deleuze. ¿Es una casualidad, una cifra? Probablemente no, al menos si uno sigue la argumentación ocasional y filosófica que cada tanto la película despliega respecto a la lucha de clase y la diferencia de razas, discursos y prácticas que atraviesan todos los intercambios entre los personajes que habitan una mansión en la zona sur de La Paz, sector urbano de pudientes. Esta suerte de “esfera” decadente en donde una familia aristocrática sostiene un estilo de vida, es también un microcosmos que reproduce una historia social pretérita y vigente (de la que no está exenta el propio director) por la que la interacción entre sirvientes y amos denota una confrontación social y una asimetría material en el seno de la sociedad boliviana. Evo Morales es un fantasma presente, y la película, que oblicuamente lo cita aunque no explícita su posición sobre ello, no puede ser leída más allá de ese contexto histórico. En efecto: quizás no sea demasiado afirmar que Zona sur pertenece a un conjunto de películas que viene desarrollando una retórica (hegeliana) sobre la dialéctica del amo y el esclavo. Sus temas son el reconocimiento, la (no) reconciliación, el enfrentamiento entre clases. La nana, Criada, Santiago, Parque vía y Zona sur están inscriptas en el “género”.

Excepto por dos flashbacks en ralentí, los 90 planos, aproximadamente, que constituyen Zona sur son planos secuencias, por momentos virtuosos, que van de izquierda a derecha y a veces buscan finalizar en un círculo. El trabajo de Valdivia sobre el espacio cinematográfico es un tour de force. La casa es un laberinto, un matriarcado en disolución, y tras las casi dos horas de película, el espacio, gracias a este método de registro, funciona como un ente esférico y rancio, una burbuja inorgánica en la que se percibe una patología colectiva. Allí, una mujer separada y sus tres hijos (dos adolescentes tardíos y un niño) conviven con Wilson, su criado y su “verdadero amor”, como dice una tía en algún pasaje. El film simplemente expone los deseos (o no deseos) de sus personajes y la interacción cotidiana. La mayor tensión dramática involucra la muerte de un familiar, de lo que se predica la violencia muda y sistemática sobre Wilson, quien vive hace décadas con el grupo familiar. Si bien el desenlace parece apostar a la reconciliación, una lectura más atenta podrá entrever que Zona sur sostiene lo contrario: es el delirio lo que prevalece y con eso una no reconciliación no articulada.

Rabia, de Sebastián Cordero, explora, por otros medios, un tema similar. Como sucede en Zona sur, el film prácticamente transcurre en una casa de ricos, en este caso españoles, cuya mucama colombiana, en sus tiempos libres, está iniciando un vínculo amoroso con un compatriota,  quien trabaja en la construcción. Habrá un accidente fatal, consecuencia directa del maltrato de un capataz sobre José María, el “rabioso” en cuestión, quien experimentará un devenir Gregorio Samsa, aunque más que una cucaracha se convertirá en una rata (obsesión del realizador), pues sin que nadie se dé cuenta, al ser prófugo de la justicia y en así pasar a ser un potencial homicida, esta rata humana elige esconderse en la parte superior de la mansión.

Esquemática y melodramática, Rabia utiliza el espacio como un ente dramático, algo que se explicita cada tanto y que se sella con el elegante plano secuencia final. Sin embargo, algunos logros formales no alcanzan para articular un film sólido, pues sus deficiencias dramáticas orientadas a indagar las diferencias entre inmigrantes y ciudadanos legítimos y originarios, además de cierta voluntad de convertir al filme en un exponente del género de suspenso –sea lo que ello signifique- lo execra a una medianía indeseada e inesperada.

 FOTOS: 1) Ficg logo; 2) Ne change rien; 3) Zona sur

COPYLEFT 2010 / ROGER ALAN KOZA