FESTIVAL INTERNACIONAL DE CINE DE MAR DEL PLATA (13): SINCRONÍA E IMAGINACIÓN

FESTIVAL INTERNACIONAL DE CINE DE MAR DEL PLATA (13): SINCRONÍA E IMAGINACIÓN

por - Festivales
28 Nov, 2021 09:58 | comentarios
Un diálogo con Sofía Bordenave acerca de Estrella roja, una de las sorpresas de la última edición del Festival Internacional de Cine de Mar del Plata.

En el 2017, la abogada cordobesa Sofía Bordenave dirigió una película junto a otra directora, Luz Rapoport: La suave noche. Un oficio pretérito como el de los alerceros en vías de desaparición era el tema central. En su segunda película, la extraordinaria Estrella Roja, su interés ya no se concentra en un oficio crepuscular sino en toda una visión del mundo que conoció en la última década del siglo XX su extinción. Los signos de la Revolución rusa siguen dispersos en Moscú o en San Petersburgo y en tantas otras ciudades de Rusia, y más todavía en la imaginación de quienes fueron testigos directos u observadores lejanos de aquel evento que conmocionó al mundo, como sucede con la propia directora de 53 años.

Estrella Roja es literalmente un viaje al pasado que no deja de interpelar al presente actual sin futuro: De la imaginación de Bordernave nacen criaturas insólitas que guían este relato casi arqueológico y restituyen en el propio discurso el siglo XX y las creencias sorprendentes que fueron comunes en las vanguardias de la década de 1920, momento en que el entusiasmo por la ciencia era consustancial a la poesía y la revolución. La curiosidad es acá una virtud de la inteligencia a la que se la honra del minuto inicial al final. Y el cine también es celebrado, porque hay encuadres geométricamente placenteros por doquier y la cámara nunca deja de estar al servicio de la exploración y el asombro.

***

Roger Koza: Estrella Roja es una auténtica rareza, algo inusual en el contexto del cine cordobés y argentino. ¿De dónde nace este proyecto y cómo llega a la novela de Bodganov?

Sofía Bordenave: El proyecto nace de varias coincidencias: una conversación de bar con un amigo en diciembre del 2016 que me dijo “el año que viene es un buen momento para estar en Rusia”; una clase de cine y filosofía para nenes, en ese momento yo daba un taller una vez por semana en el primer año de un colegio secundario en Bariloche, veíamos películas, comíamos pochoclos, tomábamos gaseosas y conversábamos, en un momento después de ver Volver al futuro les pregunté cómo se imaginaban el futuro y ninguna ni ninguno tuvo una respuesta promisoria, parecía que el trabajo estaba hecho, que ya nadie querría cambiar las cosas; un artículo lindísimo de George Steiner, “B.B.”. En ese artículo hay un párrafo sobre la caída del Muro de Berlín, no lo recuerdo con exactitud pero tenía dos ideas: que la revolución comunista había sido una de las grandes ideas transformadoras de la humanidad y que su fracaso, la certeza de su imposibilidad, nos hacía peores; un encuentro que relata Victor Serge, cuando parecía que el triunfo bolchevique se desmoronaba: un revolucionario le dijo (algo así como) “no nos subestimes, estamos llenos de entusiasmo”. Eso y seguramente también sirvieron los 30 años que viví en el siglo xx.

Las ideas de la novela no están necesariamente ligadas a una lectura tardía y amorosamente crítica de la toma del Palacio de Invierno vista desde 100 años después. ¿Cómo llegó a entender que podía cruzar la literatura soviética y la Historia y sus efectos tardíos hasta nuestro tiempo?

Como la idea era pensar y contar sobre las últimas marcas del futuro creí que el magma artístico de la época (primeros años del siglo xx) era el mejor lugar donde buscar un punto de partida. Empecé por la pintura y el teatro, particularmente por Misterio bufo, una obra de teatro que Maiakovski escribió para celebrar el primer aniversario de la revolución, cuya dirección era de Meyerhold y la escenografía de Malevitch. Fuimos con Manuel Rapoport al Instituto del Teatro en Moscú, una secretaria agradable nos escribió una nota en ruso pidiendo autorización para acceder al material de esa obra, después de dos días de idas y venidas (la burocracia goza de muy buena salud) llegamos por el pasillo de un sótano a la oficina donde dos señoras mayores custodiaban la obra de Meyerhold, que se amontonaba en pilas alrededor de los escritorios. Manu saludó en su precario ruso, en lugar de hola dijo hasta luego, se rieron y nos dejaron asomarnos a algunos dibujos, todavía están ahí. Pero después, no recuerdo cómo, me encontré con Alexander Bogdanov, una persona extraordinaria, que cruzaba como bien decís la historia y la literatura, la fe en la ciencia y la fe en la humanidad, la reflexión política filosófica y la historia de ciencia ficción. Era mi hombre.

Llegar a San Petersburgo es decisivo. ¿Siempre lo tuvo en mente?

Sí, quizás porque no vengo del cine tengo un especial apego a la territorialización de las historias. Además, desde el principio uno de los objetivos era el de la sincronía: estar en el lugar exacto en el momento en el que habían sucedido algunos de los acontecimientos centrales de la revolución y ver qué sucedía 100 años después.

¿De dónde proviene su interés en la ciencia soviética?

La ciencia, como la política, son, me parece, ante todo ensayos de la imaginación. Son estadios concentrados de pensamiento. Esa idea tan linda de Castoriadis: la institución imaginaria de la sociedad. Por eso la película arranca con Demócrito. Eso me interesa, la potencia infinita del pensamiento.

¿Cómo hizo el casting? Los actores son increíbles. Los personajes de Katya y Karl no parecen ser intérpretes, sino auténticos testigos. 

El casting fue por sobre todas las cosas un golpe de suerte. Cuando decidimos hacer la película y viajar, Manu se comunicó con una persona que conocía del British Council en Moscú, Evgenia, y le dijo que queríamos una señora mayor y un joven roofer para que actuaran y pudieran desenvolverse además en inglés o francés. Evgenia hizo un posteo por las redes y Katya nos mandó una foto, nos gustó de inmediato. Katya es fantástica, una mujer sólida, afectuosa, muy astuta. Trabajó varios años en la televisión chequeando contenidos, nunca había actuado antes. Nikita y Karl llegaron juntos, Karl iba a ser nuestro chofer; supongo que se imaginaron que se trataba de una producción más grande, simplemente empezamos a filmarlos a los dos. Saben mucho de la ciudad, realmente la exploran.

¿Cómo consiguió las locaciones? No es fácil dar con esos espacios. El concepto de ruina domina casi siempre el espacio visual. 

El campo de Marte era un lugar que tenía en mente por la Revolución de Febrero. Con respecto a los otros lugares, sabíamos que era dejarse llevar. Las ciudades siempre tienen capas de historia o de clase que esconden. San Petersburgo no era una excepción y Karl y Nikita non guiaron por esas zonas; no sé si son ruinas o más bien colisiones de sistemas, de épocas. En todo caso son lugares en donde la nostalgia ancla bastante bien. El montaje de Martín Sappia fue esencial para dar cuenta de la fragmentación de la ciudad.

El empleo de planos generales y panorámicas son formidables. Al inicio y con la inteligente cita de Demócrito como compañía filosófica inicial, los planos de bienvenida son inolvidables. Pero usted los emplea para narrar y también para impactar. Los planos finales en los que vemos la memoria muerta de la Revolución y sus edificios en la noche son contundentes. ¿Cómo se dio cuenta de que filmar ese período de la historia implicaba el empleo de planos abiertos?

El inicio de la película es un eclipse de sol. Son extraños los eclipses, sobrecogedores. Digamos que favorecen esos ociosos pensamientos cósmicos que a veces nos invaden. Con respecto a los últimos planos, a la sincronía, creo que era tan grande la nada de ese momento que no podíamos hacer otra cosa que alejarnos y mirar.

*Publicada en otra versión por La Voz del Interior en el mes de noviembre de 2021.

Roger Koza / Copyleft 2021