FESTIVAL INTERNACINOAL DE CINE DE GUADALAJARA (5): LA CONSPIRACIÓN DE LOS NECIOS

FESTIVAL INTERNACINOAL DE CINE DE GUADALAJARA (5): LA CONSPIRACIÓN DE LOS NECIOS

por - Festivales
21 Mar, 2010 11:30 | comentarios

 

Por Roger Alan Koza

El influyente crítico de Variety Robert Koehler decía a propósito de los premios de la edición 25 del Festival Internacional de Cine de Guadalajara, que finalizó ayer: “El jurado debe haber estado fumando algo. Discúlpenme, pero cualquier grupo de personas que le otorgue un premio a la disfuncional y risible Retratos de un mar de mentiras, de Gaviria, y a la espantosa Rabia, de Cordero, francamente, tiene que ser cuestionado”. Tal declaración no podría ser más exacta. Koehler proseguía su invectiva y le apuntaba también a Zona sur, un film proclive a la sospecha (y que generará tal vez alguna polémica en el próximo Bafici), argumentando de que el film del boliviano Juan Carlos Valdivia no es otra cosa que un “ejercicio en movimientos de cámara”. Aquí tengo un ligero desacuerdo con Bob, pero más aún lo tengo con los miembros del jurado quienes vieron en el film de Valdivia un retrato del “proceso único de transformación que vive en la actualidad la sociedad boliviana”, film que –agregan- “cierra la historia de una manera sorprendentemente armoniosa con una nota de optimismo”. Es cierto que la película sugiere sesgadamente el sismo simbólico que ha implicado la asunción de Evo Morales al gobierno, una implosión sobre la distribución del poder, pero el supuesto optimismo final, y su utopía humanista a escala humana, más allá de las intenciones del director, es la fachada de un delirio nacional y un pacto siniestro entre clases, que tiene siglos en la perpetración de una dialéctica negativa, es decir, sin superación, entre quienes han sido amos y quienes han sido esclavos, excepto que el mentado optimismo sea leído aquí como una expresión de racismo con rostro humano.

La ganadora absoluta, Retratos de un mar de mentiras, intenta ser un filme de denuncia sobre la situación de miles de colombianos que son desplazados de sus tierras por terroristas, paramilitares y forajidos. Después de la muerte de su abuelo, una jovencita traumatizada viaja con su primo, fotógrafo y mujeriego,  desde Bogotá al Caribe para reclamar por sus tierras heredadas. La ingenuidad política es aberrante, la puesta en escena es deplorable.

En efecto, el film de Carlos Gaviria, premiado por “evidenciar la problemática de nuestra actualidad política” no solamente es estéril a la hora de ensamblar las calamidades sociopolíticas de su país sino que además vuelve a legitimar lo peor del realismo mágico y perpetúa una descripción de la composición social colombiana inexacta y ridícula: la candidez de la gente sencilla es avasallada por los bárbaros vernáculos, quienes venden droga, se apropian de tierras y matan sin remordimientos. ¿Resulta familiar? No es de Hollywood, pues tiene su color autóctono y un presupuesto exiguo, aunque la construcción del latino dista de ser disímil a la de aquellos filmes en donde algún héroe trasnochado atraviesa esa calamidad ontológica y barbárica del pueblo latino y sus eternas calamidades del subdesarrollo.

Es cierto que Retratos de un mar de mentiras “evidencia” la tensión política de Colombia, el mal funcionamiento de algunas instituciones y la pobreza estructural. La crítica más “aguda” pasa por mostrar el (no) funcionamiento de la salud pública y el cinismo policial, en una escena cercana al desenlace. Pero la película nunca consigue trascender el patético y espantoso prólogo: mientras el abuelo, alcohólico y violento, le grita y pretende castigar a su nieta, adolescente enmudecida y enajenada en simbolismos religiosos, ésta se refugia en su habitación. Llueve y el viento sopla como si se tratara de un tornado. Viven en el tope de una colina en Bogotá. El temporal literalmente quiebra la casa, como si fuera una cita caprichosa a La quimera de oro, y se lleva a la casa y al abuelo, aplastado por los ladrillos y vigas de una construcción precaria. La escena posterior es, lógicamente, un entierro. La heroína mira al difunto, y de pronto, como si se tratara de un Lázaro imaginado por los hermanos Wayans, el muerto enverdecido se levanta y una vez más la amonesta a su nieta. ¿Es un fantasma? ¿Es una alucinación de la jovencita? Después de esos dos segmentos, el jurado debería haberse sentido indignado, aunque previamente los programadores de la sección competitiva tendrían que haber pensado bajo cual criterio eligieron un film como el de Gaviria.

Un festival debe ser muy celoso de sus competencias; eso supone explicitar el cine que defiende y por el que se habrá de educar a su audiencia. Programar en una competencia Retratos de un mar de mentiras, o incluir esa entelequia bizarra y secretamente pretenciosa llamada Lisanka, del cubano Daniel Díaz Torres, una lectura infantil e ideológicamente confusa sobre la crisis de los misiles en 1962, cuyo relato gira en torno a los encantos de una mujer cortejada por tres hombres (dos cubanos y uno ruso), debilita cualquier pretensión de prestigio artístico para este festival o cualquier otro. Es que estas películas estéticamente anacrónicas e intelectualmente perezosas boicotean la selección oficial y confunden, además, al público (y a juzgar por los resultados al jurado) que juzga como conmensurable un film como La mujer sin piano respecto de uno como No se puede vivir sin amor (del primero ya hablaré; del segundo, dejar constancia que es peor que el film ganador). Una opción elegante es instituir una sección llamada Panorama Latinoamericano, y entonces sí: programar todo lo que se filma en el continente.

En la misma sección, Sebastián Cordero se llevó el premio a mejor dirección por Rabia, un filme que también pretende ser de denuncia, aquí aplicada al trato de los inmigrantes en España; es cinematográficamente más ambicioso, aunque su candidez política yace protegida por el diseño de arte y las piruetas formales. La historia es sencilla: el celoso novio colombiano de una mucama de la misma nacionalidad se refugia, tras ser acusado de un crimen, en una habitación de la mansión en la que trabaja su novia, sin que ella lo sepa. Y así pasan los días, y así la enajenación va en aumento. Ya había escrito sobre el film.

Dos de las mejores películas de la competencia iberoamericana, la argentina Rompecabezas, de Natalia Smirnoff (ver aquí para una crítica del film), el retrato de una mujer que se redescubre a sí misma a los 50, a propósito de apasionarse con los rompecabezas, y Los famosos y los duendes de la muerte, de Esmir Filho, un estudio poético y arriesgado sobre jóvenes suicidas, se llevaron el premio de la crítica internacional. La película de Filho es sin duda una película compleja: en el sur del Brasil, en una colonia alemana, el nihilismo acecha. El protagonista, quien vive con su madre y es amado por ella (y quien intuye que su hijo no está nada bien), se hace llamar Mr. Tambourine, un alusión a Bob Dylan, quizás el significante salvífico en el imaginario del joven. A menudo, el joven chatea y escribe pensamientos sueltos, o breves relatos que postea en la web. Casi siempre está solo, y tiene un buen amigo, aunque algunos espectros circulan por su vida.

Aquí, los fantasmas son poéticos, apariciones que Filho no pretende darle entidad diegética, sino un marco referencial de la angustia y el instinto de muerte que paulatinamente va instigando al joven a tomar la decisión que Albert Camus entendió como la quintaesencia de la filosofía. Fihlo ofrece una estampa del Brasil que no es ni carioca, ni paulista, y elude tanto el costumbrismo como lo exótico en sus descripciones, sin renunciar al mismo tiempo a mostrar cómo se vive en Teutonia, localidad ubicada al sur de Brasil. Algunos pasajes son visualmente alucinantes. Fihlo parece reproducir, por momentos, un modelo representacional, el del protagonista, de tal modo que la textura del film simula en ciertas ocasiones la naturaleza de la imagen digital. El plano final del film es como mínimo magistral: el lento desenfoque en la noche, mientras este fan de Bob Dylan camina sobre un puente que opera como un pasaje entre dos mundos, compite en belleza y perfección con la muerte del etéreo Kurt Cobain de Los últimos días, de Gus Van Sant.

En el jurado de Fipresci que integraba teníamos la prerrogativa de hacer alguna mención a los films mexicanos en competencias. Nuestra deliberación y discusión solamente estuvo puntualizada en dos películas: el justo ganador de la competencia mexicana de ficción, Perpetuum Mobile, de Nicolás Pereda y Las buenas hierbas, de María Novaro, film que finalmente se llevó la mención de Fipresci (y una cantidad de premios destacados como guión, mejor intérprete femenina y otros galardones oficiales y no oficiales). Si he escrito sobre Perpetuum mobile es sencillamente porque creo no haber tenido la fuerza suficiente para persuadir a los otros dos miembros del jurado de elegir al film de Pereda, aunque eso no signifique que la película de Novaro no tenga sus encantos (y también fallas).

Esencialmente, Las buenas hierbas es una película intimista sobre la relación de una hija con su madre, esta última una experta en hierbas medicinales y a punto de perder la razón debido a un recién diagnosticado Parkinson, posee un delicado trabajo interpretativo y una búsqueda formal ostensible. Los primeros planos sobre las plantas y el microcosmos que las habita suelen ser pertinentes y logrados, pues a través de esos pasajes el film organiza y expresa su sensibilidad: los detalles pertenecen a una perspectiva específica, diríase femenina, lo que también incluye los modelos vinculares que Novaro elige construir. Hay una plano secuencia magnífico sin movimiento, central en el relato y sustancialmente femenino, en el que la madre debe cambiarse de ropa y su razón ya no le ayuda mientras su hija intenta auxiliarla en la elección de una pollera. Es un instante de tensión y posteriormente de aceptación sobre un padecimiento temible en el que se pierde la organización de la memoria, y por ende, se trastoca la estructura de la identidad. Cierta filosofía New Age amenaza por instalarse como explicación metafísica del mundo, aunque a medida que avanza el relato, se impone un humanismo mínimo sin atributos transcendentales.

A la otra gran película de la competencia iberoamericana el jurado quizás ni la vio. ¿Son ciegos? La mujer sin piano resultó demasiado para un jurado sin ojos, o al menos ignoraron olímpicamente al segundo largometraje de Javier Rebollo, una fantasía filosófica sobre la identidad y su carácter contingente.

La referencia aquí ya no es Bresson, como sucedía en su primera película Lo que sé de Lola, a pesar de que el trabajo sobre las simetrías y el grado cero de expresión en las interpretaciones pueden remitir al universo del maestro de Mouchette. Ahora es Jacques Tati (y quizás Ioselliani) el citado en cuestión, en esta comedia sobre la alienación ciudadana en el que una mujer de unos cincuenta años se calza una peluca y en medio de la noche se va a caminar mientras su marido sigue durmiendo en su departamento. Así, el azar la lleva a una estación de tren. Quizás viaje a Polonia con un ciudadano de ése país, un tipo más joven que conoce en la estación, y un hombre preocupado y solitario, que encuentra sosiego cuando puede reparar cosas diversas, porque así, aparentemente, su cerebro sintoniza sentido y orden.

El humor es minimalista, como la puesta en escena. Un oportuno travelling de la mujer caminando rumbo a la estación demuestra el control de Rebollo sobre cada bloque de tiempo de su película. Una exégesis de un cuadro en la pared de la casa cifra la película, aunque el inicial fundido en negro mientras se escucha un fragmento musical sinfónico es todavía más misterioso y quizás esencial en el desarrollo de la historia. Si bien el polaco está interpretado por el compositor checho Jan Budar, la banda de sonido no es otra cosa que Madrid y sus sonidos.

Películas como las de Rebollo, Smirnoff y Filho son aquellas que asumen en la forma un modo de pensar el cine (y el mundo), de lo que se predica una concepción del cine y sus funciones. Ninguna de ellos son utilitaristas, en el sentido que jamás conciben al cine como medio de expresión en pos de la denuncia o el mero afán de transmitir un mensaje,. No son películas evangélicas. La cámara no es un megáfono, sino más bien un poderoso instrumento óptico (y sonoro) por el que vemos cosas y entes, y sus relaciones, de un modo absolutamente novedoso. Una cámara de cine, una puesta en escena, o cómo Rebollo, Smirnoff y Fihlo prestan sus ojos para revelar lo que se resiste a ser visto, incluso a ser disciplinado por el ímpetu de un argumento. Sus películas ensayan una respuesta sobre qué es el cine.

Foto: 1) La mujer sin piano; 2) Los duendes…

Copyleft 2010 / Roger Alan Koza