FESTIVAL DE CANNES 2012 (07): LOS MUERTOS

FESTIVAL DE CANNES 2012 (07): LOS MUERTOS

por - Críticas, Festivales
21 May, 2012 09:43 | comentarios

Huppert y Hong y otros miembros del elenco

Por Roger Koza

Un día memorable, con dos películas orientales en las antípodas de la sabiduría oriental empaquetada para el consumo global de la clase media planetaria. Sabiduría universal, películas inteligentes, humorísticas, ligeras y existencialistas. Lo de Hong, y, sobre todo lo de Kiarostami, es de otra liga; son películas que provienen de una estrella lejana, inimitables. En los atelier no se puede aprender lo que ellos saben. Pero el día empezó en occidente, y allí la gravedad tiene un peso específico. (En la próxima entrega volvemos con los orientales).

En la sección paralela y supuestamente la más radical de Cannes, la Quincena de los Realizadores, tuvo su estreno mundial Infancia clandestina, de Benjamín Ávila, con los protagónicos de los actores uruguayos Natalia Oreiro y César Troncoso y la participación de Ernesto Alterio. Es sin duda una película personal sobre un drama nacional: la última dictadura argentina sigue motivando películas; ya casi se trata de un género. Insistir en la memoria, digan lo que digan, nunca resta. Y su director, cuya película está inspirada en su propia experiencia, como lo hizo público en La Croisette, bien lo sabe.

El prólogo del filme se sitúa en 1975. Papá, mamá y en ese momento Juan, único hijo de la pareja, van caminando por la calle cuando un Ford se les acerca y empieza una balacera. En ese momento el procedimiento visual se altera. Lo que vemos deviene en animación (y así sucederá en dos ocasiones más): la sangre, las heridas y el terror se dibujan. La elección formal, como dijo Ávila en la conferencia de prensa al terminar la función, más que distanciar del horror al espectador lo interpela a imaginar lo que está sucediendo. Otro modo de explicarlo es que frente a la violencia el niño no puede simbolizar lo que sucede. Como sea, la Triple A avisaba lo que vendría luego. Algunos militantes, en este caso montoneros, se exiliaban. Regresarían en el 79: la “Contraofensiva” había empezado. Así descripto uno puede esperar un film violento y políticamente complejo. En principio, no lo es.

Ávila centra su relato en ese regreso. Juan pasará a llamarse Ernesto, su signo de clandestinidad. No es difícil adivinar la genealogía de sus nombres: Perón primero, Guevara después. Irá a la escuela e incluso, a pesar de sus pocos años, vivirá su primer amor. Su gran dilema es simular su acento cubano, e incluso debe incorporar la tonada cordobesa. La familia presume venir de Córdoba y queda claro que la clandestinidad significa mimetismo y simulación. Mientras que sus padres se preparan para ciertas acciones políticas, Juan pretende seguir con su vida. Su tío lo apoya, pues cree en la revolución pero también en los placeres efímeros. Así, le organizará un cumpleaños con sus compañeros de clase. Y traerá a la abuela. Es un fragmento normal de una vida constituida por rupturas y escapes. Al final de la fiesta habrá una discusión familiar y esencialmente política. “¿Cuál es fin de un guerrillero? le dirá la madre a la abuela. No hay respuesta inmediata, tal ves sí diferida. Lo que es indudable son las bajas. En efecto, Infancia clandestina es una película de pérdidas: morirán casi todos, el tío, el padre y muy probablemente la madre. A su hermana recién nacida seguramente le espera una mentira absoluta, una ficción para su yo.

Infancia clandestina

La historia es conocida y el punto de vista adoptado por el director no es nuevo. Como en El premio y en Kamchatka, la perspectiva es la del un niño, cautivo de la decisión de sus padres y un terrorista potencial para los militares. ¿Quién se atreve a interrogar a un niño sugiriendo una posible tortura? Lo más interesante de Infancia clandestina reside en cómo un contexto se introyecta en el psiquismo del niño. Tres secuencias oníricas, las tres logradas y pertinentes, operan como una exteriorización de sus esfuerzos por resistir y asimilar una experiencia constante de emergencia.

La solidez del filme es indiscutible, su punto de vista comprensible. Los exégetas políticos, no obstante, harán sus lecturas críticas. La caracterización de los militantes es demasiado suave, de allí se explica cierto énfasis y subrayado en los parlamentos graves y en la construcción del personaje del padre: un duro, pero un duro estereotipado. No hay dudas que eran jóvenes, pero por momentos se intuye un cierto anacronismo disimulado por un reforzado diseño de arte que insiste en copiar materialmente la época. Por otra parte, hay una voluntad explícita de universalizar el relato vía los sentimientos más simples, lo que explica el refuerzo innecesario y omnipresente de una banda sonora de segunda línea. Mucha música para semejante trauma.

Secretamente, Infancia clandestina incomoda. Su último plano expresa sesgadamente cierta ambigüedad. Descifrar su sentido y combinarlo con el film en su conjunto puede traer sorpresas tal vez no del todo agradables.

En Haneke también hay cadáveres, pero su historia, que también es universal, pertenece a otro orden de la experiencia humana. No se trata aquí del orden político sino de la esfera de la intimidad. La muerte es inevitable, amar es excepcional. ¿Qué sucede si desmejora y muere aquel a quien uno ama? ¿Haneke y su primer película romántica? Sí, pero en clave de luto.

En efecto, no es fácil ver morir a las personas en la pantalla, y quizás por eso el magistral plano secuencia inicial en el que los bomberos intentan entrar en un departamento con las puertas encintadas finaliza con una mujer muerta reposando en su cama. De esto se trata, es un aviso. Y también un ritual secular. Algunos pétalos de flores rodean a la occisa. La cama se ha convertido en altar. ¿Quién era? ¿Qué hacía? Es posible que haya otro muerto, la escena del “crimen” lo insinúa, pero jamás lo veremos, pero sí sabremos, más tarde, quién es.

Ese plano inicial es caligráfico y característico de Haneke. Los movimientos de cámara sobre el espacio interior del departamento son precisos. La secuencia remite un poco a a pasajes de Código desconocido; los manejos sobre los interiores son similares. A pocos minutos de que el film ha comenzado, uno recorre todo el perímetro de la casa de memoria. La cámara habita y por ende se lo invita a quien mira.

De ese plano se siguen unos cinco planos placenteros: Georges y Anne van al concierto de un discípulo de ella. Interpreta a Schubert. Ellos son músicos, ahora jubilados. De regreso a casa viajan en tranvía. Probablemente hablen del concierto, pero lo que importa aquí son los gestos. Esa pareja ante la mirada constituye un dueto. El desayuno de la mañana parece normal, una rutina amorosa, hasta que Anne experimenta un trance, un vacío; quedará desconectada por unos minutos del mundo y sin previo aviso regresará. Sólo por un tiempo. De allí en adelante lo que se verá es su progresivo y crepuscular camino: la irrupción de una enfermedad inesperada, la humillación de la degradación, la impotencia de la única hija de la pareja y el amor de un marido que simplemente acompaña. Todo eso se mostrará con la perspectiva justa para no hacer de la podredumbre una hipérbole existencial.

Amour

El amor según Haneke comporta acatar una responsabilidad ineludible pero sólo tomada bajo el ejercicio del libre albedrío. La adversidad es total, y tanto Anne y Georges lo saben desde el inicio. Se avecina lo peor, pero al amor sería aquí la acción conjunta de una resistencia digna. No se trata de un “hasta que la muerte los separe” sino más bien “hasta que la vida nos lo permita”. Georges, llegado el momento, tomará una doble decisión capital. En este sentido, Amor es la  inversión exacta de la familia que decide suicidarse en cooperativa. El nihilismo de antaño aquí está eclipsado. El deseo de existir persiste en la medida que la condiciones físicas de existencias estén garantizadas. Naturalmente, tratándose de una pareja de clase media europea, las condiciones materiales sí están al orden del día. 870 euros por tres jornadas de trabajo es lo que se le pagará a una enfermera, instante en el que asoma discretamente el desprecio de clase y el antihumanismo paradójico de Haneke, cuya versión cómica se expresa al inicio a propósito del entierro de un amigo cercano. A Georges le parece absurdo y molesto. ¿Y quién podría estar en desacuerdo cuando en el sepelio, según cuenta Georges, ha sido musicalizado con Yesterday de los Beatles?

Como en otras películas de Haneke, la vida onírica juega un rol en la economía libidinal de sus sujetos como en la economía narrativa de sus películas. La secuencia onírica de Amor remite un poco a esos escenario lynchianos. Aquí Haneke demuestra su talento para el horror. El sonido de un timbre, la inundación del pasillo de camino al ascensor y una mano bastan para transmitir el reordenamiento psíquico frente a una experiencia traumática. Soñar el horror es curiosamente un modo de conjurarlo.

Pero Amor no sería el film que es sin la presencia de Jean-Louis Trintignant y Emmanuelle Riva. La interacción verbal es notable. Cada línea se pronuncian en el tiempo necesario. Allí está la música del film. Incluso ver almorzar o cenar a la pareja constituye un acto de gracia. Haneke ha comprendido que la clave de su film pasa por entender y registrar el acoplamiento de dos personas diferentes que han aprendido a vivir juntos desde hace décadas. Filmar esa relación entre cuerpo, tiempo y palabra es la principal virtud del austríaco. Ese contrapunto en todos los órdenes entre una señal que emite Georges y la respuesta que da Anna y viceversa es el misterio de Amor. Y un plus proviene, sin duda alguna, de una dimensión extracinematográfica. Trintignant y Riva no componen sus personajes desde un estudio o un trabajo de research com preguntó una colega enla conferencia de prensa. El “método aquí es ontológico y no se trata precisamente de un trabajo sobre la memoria emotiva del intérprete. Los dos actores redireccionan un saber de primera mano al servicio de la ficción. Esto  no se obtiene por una vía hermenéutica sino por una experiencia directa con los achaques del envejecimiento.

Después está la famosa paloma que visita la casa en dos oportunidades. Allí los hermeneutas verán signos del más allá, una metáfora de la vida, la muerte, lo perverso. Ese pájaro espantoso, ave burgués por excelencia, probablemente no tiene mensaje alguno que difundir. No es una paloma mensajera. Es un bicho de mierda que irrumpe. Su presencia es azarosa, acaso una distracción misteriosa en una película que en varios pasajes parece perfecta.

Roger Koza / Copyleft 2012