FESTIVAL DE CANNES 2012 (06):DÉJÀ VU

FESTIVAL DE CANNES 2012 (06):DÉJÀ VU

por - Críticas, Festivales
20 May, 2012 02:42 | comentarios

La sirga

Por  Roger Koza

¿El festival empezará mañana?: Haneke, Hong y Kiarostami prometen conjurar esta medianía naturalizada. El año pasado los aplausos y los abucheos para Mallick, por ejemplo, eran signos de vida y entusiasmo. Hoy pasan los bodrios y todo sigue como si nada hubiera sucedido. O quizás la nada es lo que pasa.

Tesis: los fondos de coproducción y los talleres de festivales van discretamente homogeneizando a todas las películas latinas en una misma dirección. En un par de planos ya se descubre la mano secreta del atelier. Los latinos saben adaptarse rápido a las exigencias de quienes aprueban un lenguaje, un método, una textura. Una estética, ciertos tópicos equivale a euros.

¿Dèjá vu? La sirga es una buena película, eso no se discute. William Vega sabe filmar y lo hace, a diferencia de la mayor parte del cine latino de hoy, en 35mm. Tal decisión, posición, oposición y posibilidad le otorga una ventaja. La luminosidad y el sonido del extinto 35mm impregnan la naturaleza física de su film. Poco se discute sobre la persuasión que implica en la actualidad encontrarse con lo fílmico en un festival. Ese plus ontológico posee un encanto.

Los dos planos iniciales son misteriosos. Un espantapájaros en la niebla, luego un “morro” nadando contra la corriente. ¿Es un animal? ¿Una encarnación? ¿Una suerte de pieza flotante, como si se tratara de un tronco con juncos animado, es eso un morro?. Debido a que en un pasaje se hablará de duendes, el carácter indiscernible del “morro” permanece indeterminado. Es decir, no se develará su naturaleza, pero tendrá una segunda aparición (o tal vez una tercera, si se cuenta la reproducción en dibujo que le habrán de dejar a Alicia, el personaje principal de este relato mínimo aunque sugestivo.

Alicia es sonámbula y tras la quema de su casa, también huérfana. La violencia política colombiana permanece en fuera de campo, pero el fatídico destino de Alicia está signado por ello. Una tormenta que no es tormenta siempre amenaza, y en algún momento se verá el mango de algunos rifles recostado en un bote.

Alicia llega entonces en búsqueda de su tío, Oscar, un hombre solitario, quien tiene la ayuda de Flora para las tareas cotidianas y que además planea componer “La sirga” y transformarla en un hostel. Los turistas están por llegar, se repite en varias ocasiones. Sucede que “La sirga” está ubicada en las orillas del lago La Cocha, zona andina de Colombia, y es lógico entonces pensar en visitantes extranjeros. Es un lugar extraordinario. Si nunca llegan la razón es predecible, pero no se enuncia. La Cocha, sin duda, es un ecosistema cinematográfico, y Vega jamás se tienta en filmar ese paisaje como si se tratara de una postal de la virginidad americana; Vega sí incorpora el lago y las montañas al relato como si fuera una entidad misteriosa que afecta a los personajes. La sirga no es pintoresca.

Dado que la película trabaja sobre la espera, sus acciones son mínimas. La cotidianidad se resuelve en tareas menores, los conflictos son insinuaciones. El tío, y en alguna oportunidad, su hijo, espiarán a Alicia desnuda antes de acostarse, aunque el voyerismo permanecerá circunspecto. Vega, en este sentido, toma otra decisión inteligente: la esperada escena incestuosa, típica del cine latino reciente, jamás llega, como tampoco los turistas.

Como Girimunho, El vuelco del cangrejo, Jean Gentil y tantas otras, La sirga es una película contenida, segura, planificada. Vega tiene talento y lo demuestra en varias ocasiones. Un plano se inicia con Alicia y Flora trabajando y concluye en un hermoso travelling lateral que recorre la casa de izquierda a derecha hasta alcanzar a otro personaje que alimentará a los animales. Hay varias coreografías similares, de lo que se predica un firme sentido y conocimiento del espacio cinematográfico. Pero la película jamás pega un salto por encima de lo que se espera de ella. Su propia perfección formal y elegancia visual le privan de incorporar una fuerza que todo film necesita y que probablemente proviene del azar, de lo impensado, de aquello que un director debe saber leer más allá de su guión y de los imperativos de consejeros de atelier. Aquí falta rebeldía, desacato, riesgo, incluso soledad. Los autores de hoy la necesitan. El cine latinoamericano se ha vuelvo demasiado obediente y en algún sentido complaciente, aun cuando una película sea, como en este caso, ostensiblemente sólida.

Antiviral

¿Déja vú? Cronenberg tiene un hijo y éste es cineasta, pero su primera película deja en claro que la genialidad y el clasicismo no son hereditarios, lo que no significa que el tema elegido por Brandon sea muy distinto a los que alguna vez dominaran la imaginación del extraordinario director canadiense en su primer estadio de su carrera. Videodrome, La mosca, Scanners, Existenz podrían ser algunas referencias directas.

Antiviral sintoniza un delirio contemporáneo, un verdadero virus que se extiende en el imaginario colectivo global: el fetichismo de las masas por las celebridades y sus vidas (ridículas). En un tiempo impreciso, podría ser hoy, en diez años o un poco más, los fans puede inyectarse virus cultivados de los famosos enfermos. Se trata de una introyección de la intimidad física ajena, un canibalismo científico, o, como se dice aquí, la búsqueda de una comunión biológica.

El antihéroe en cuestión, un tal Syd March, trabaja en la compañía encargada de estos implantes, pero también piratea los virus célebres con su propio cuerpo. En una carnicería, por ejemplo, venden una suerte de bifes injertados. Dicho así puede sonar chistoso, pero si hay algo que el film desconoce por completo es el humor. Syd contraerá luego la enfermedad de una estrella que ha muerto y previo a cumplir con el mismo paradero le pasará un poco de todo.

Antiviral debe tener un récord mundial en pinchazos en pantalla. Los primerísimos planos de agujas penetrando la piel son numerosos e interminables, y la sangre que corre cada tanto de fotograma a fotograma constituye la mancha exclusiva de una puesta en escena sostenida en la pulcritud de sus espacios, en la combinación dialéctica entre el blanco de los interiores y la vestimenta negra de los personajes, y en un diseño de sonido omnipresente. ¿Un film ambient? Posiblemente. ¿Una película monomaníaca? Casi con seguridad.

En algún momento un personaje asevera que el rostro es el sector esencial de la vida humana. A juzgar por los gestos de Caleb Landry Jones, quien interpreta a Syd, y su monocorde expresión de asfixia con la que se arrastra durante toda la película, sus mohines de moribundo revelan, involuntariamente, el síntoma de un filme no menos moribundo. Se trata de una idea, solo una y sin matices. Así, la abstracción es irrespirable. Por eso cuando Malcom MacDowell hace su aparición como un médico especialista en el tema la película adquiere una ambigüedad y una ligereza que suspende la paliza monotemática ilustrada en imágenes llamada Antiviral. Pero ese antivirus no prende, y la película agoniza como su personaje.

 Roger Koza / Copyleft 2012