FESTIVAL DE CANNES 2012 (03): MUNDOS ADOLESCENTES

FESTIVAL DE CANNES 2012 (03): MUNDOS ADOLESCENTES

por - Críticas, Festivales
17 May, 2012 11:14 | comentarios

Murray y Anderson

Por Roger Koza

Están todos, van pasando por la alfombra roja y el público delira: Bill Murray parece tímido, Bruce Willis sonríe, Tilda Swinton también, Edward Norton expresa calidez; no son los superhéroes de Marvel sino la tropa de élite con roles destacados (pero secundarios) en la nueva y secretamente extraordinaria comedia de Wes Anderson. Ellos empujan Moonrise Kingdom, pues quienes sostienen el film de Anderson (El fantástico Señor Zorro) son dos actores preadolescentes ignotos pero inolvidables: Jared Gilman y Kara Hayward. Ellos son Sam y Suzy: él un huérfano y boy scout, ella la hija de un matrimonio en crisis y la mayor de cuatro hermanos. Viven en una isla en Nueva Inglaterra y sus vidas transcurren en 1965. Se enamorarán, se escaparán dos veces de sus casas y harán un viaje, casi iniciático.

El virtuoso travelling lateral que abre el filme y recorre la totalidad de la casa de Suzy es típico de un director con un estilo inconfundible; un plano de Anderson se reconoce al instante. Como todo buen realizador, Anderson ha inventado un universo: el de los excéntricos unidos, casi siempre familias cuyos miembros tienen intereses extraños. Suzy y sus hermanos escuchan a Benjamin Britten como si se tratara de los Beatles; Sam es un aventurero precoz: los mapas, las expediciones y las culturas indígenas le fascinan.

No hay mucho más para revelar de la historia porque lo que importa aquí son los detalles y el espíritu del film. Murray y Frances McDormand son los padres de Suzy; Norton es el jefe del campamento de boy scouts, y el capitán policíaco que interpreta Willis intentará adoptar a Sam, pues teme que lo internen y le practiquen electroshocks. La mirada de Anderson sobre las instituciones no es precisamente utópica. La terapéutica primitiva y el orfanato como institución legítima, aquí defendida y encarnada por el personaje de Swinton, un agente sin nombre pero presentada como “Servicio Social”, implican un concepto de infancia asociado a la salud que no es justamente luminoso. Tampoco resulta estimulante el retrato familiar, un colectivo genético imperfecto (la gran escena del film sucede en una conversación matrimonial mirando el techo). En efecto, los Bishop constituyen una familia de nerds. El padre es solitario y sesgadamente violento; la madre llama a sus hijos y su marido con un megáfono; a su vez vive un amorío crepuscular con el capitán Sharp. Los hijos menores dedican sus días a la vida hogareña y sus actividades oscilan entre leer, entretenerse con juegos de salón y escuchar a Britten. Suzy espía con sus binoculares a toda hora. Su enamoramiento de Sam, el que se explicará en un flashback estupendo, lleva más de un año, y desde entonces la idea de amar está yuxtapuesta a la de explorar. En efecto, tras el escape efectivo, los púberes acamparán frente al mar. Se tocarán (Sam le tocará una teta) y dormirán juntos hasta que la mayoría de los habitantes de la isla los encuentren.

Moonrise Kingdom

Muchos dirán que el nuevo filme de Anderson es excesivamente adolescente y una película menor para dar el puntapié inicial en Cannes. En realidad, el director es lo suficientemente maduro para filmar un amor adolescente en sintonía con el sentimiento de esa tribu planetaria casi siempre despreciada por el cine de Hollywood (Anderson lanza aquí dos dardos indirectos y consecutivos contra Titanic y Avatar, películas esencialmente adolescentes; véase el pasaje en el que Sam está retratando a Suzy y minutos después, la tapa de un libro que está leyendo Suzy en la que parece estar ilustrada con un ser azul del planeta New Age concebido por Cameron).

Es cierto que en el cine de Anderson se suele desplegar una cosmología renuente a la vida adulta. Sus personajes suelen permanecer atrapados en un limbo de obsesiones y caprichos. Algo de esto sucede en la puesta en escena. Por un lado, este cosmos neurótico y obsesivo se delimita geométricamente. El espacio en Anderson jamás constituye un área sin límites. Es un perímetro que se inscribe y escribe en rectángulos. Los travellings laterales y hacia atrás permiten ser testigos de una construcción paulatina. Posteriormente, se tendrá una perspectiva general. Así, en el inicio, se conoce primero el escenario hogareño, recorrido que finaliza con un travelling hacia atrás hasta llegar a una panorámica de la casa. Este procedimiento se repetirá en otro sector específico de la trama, otra topología ligada a una tipología psicológica omnipresente: el campamento de los Scout. Por otro lado, el detalle marca la conducta obsesiva, tanto la de sus personajes como la del director. El recorrido inicial acerca de todas las tareas asignadas a los scouts consiste en una duplicación del trabajo obsesivo de Anderson orientado a crear y materializar un mundo. Finalmente, no será una sorpresa que un temporal azaroso irrumpa y destruya con su paso las empalizadas de control y protección que constituyen las leyes del universo del realizador. El relámpago, el rayo, la inundación final trastocan el orden irrespirable del obsesivo. En esos golpes imprevistos de la naturaleza, los personajes se reencuentran y vuelven a empezar.

Algo más. En todas las películas de Anderson la representación teatral tiene importancia, y es aquí, probablemente, en donde aquel pasaje glorioso con el que terminaba Rushmore (una adaptación teatral de un film bélico) se invierte por completo. Todo aquí deviene en teatral y adolescente, como si el mundo entero se hubiera convertido en un escenario y se estuviera examinando al mundo adulto desde un concepto de representación juvenil destinado al juego. Algunos planos generales dan esta idea de maqueta teatral: la casilla de correo y el faro frente al mar, los campamentos de los Boy Scouts, la telefónica desde donde suelen llamar el capitán y el maestro Ward de Norton a quienes están involucrados en la dudosa tutoría de Sam, son ejemplos contundentes. Incluso cuando Anderson divide la pantalla en dos y en el desdoblamiento compone un plano dual para seguir simultáneamente la conversación de ambas partes, quien mira puede tener la ilusión óptica de que se trata de un solo espacio contiguo disfrazado como dos espacios separados y distantes.

Si Cannes sigue siendo el bastión de los autores cinematográficos, acierta aquí en ir al frente con Anderson y sus rarezas: es un gesto de rebeldía, tal vez adolescente, pero enteramente legítimo para insistir en que aun en el corazón del sistema existen directores que creen en el cine y en su lenguaje.

After the Battle

After the Battle, de Yousry Nasrallah, un viejo colaborado del mayor cineasta egipcio de todos los tiempos, Youssef Chahine, es un intento de reconstrucción, por vía de la ficción, de revisar los acontecimientos que vienen modificando la vida política de Egipto. El film comienza con algunas imágenes de archivo del famoso 2 de febrero conocido como “La batalla de los camellos”, que tuvo lugar en la plaza llamada Tahir, en el que un grupo a favor de Mubarak atacó a quienes protestaban contra un régimen de décadas. El film finaliza con otro evento similar: la demostración frente a la Casa de la Televisión en Maspero, en el que murieron 34 personas tras un ataque militar. Nasrallah se propone mostrar el clima revolucionario y sus actores, el pueblo egipcio, en una línea no muy lejana del “que se vayan todos” vernáculo y ya pasado de moda. El diagnóstico es el siguiente: están los que se resisten al cambio, quienes se aprovechan de él y quienes lo desean profundamente.

Mahmoud tiene dos hijos y vive con su esposa en Nazlet-El Samman, un barrio humilde cercano a las famosas pirámides de Egipto. La mayoría depende para su subsistencia del turismo, y, desde que la revolución es un fantasma que sobrevuela Egipto, los extranjeros, como es de esperar, evitan visitar la tierra de los faraones.

Mahmoud es jinete, analfabeto y por consiguiente, apolítico. El objetivo extracinematográfico de Nasrallah es preciso: delinear el surgimiento de la conciencia política de aquellos que fueron manipulados el 2 de febrero para defender al régimen de Mubarak bajo la retórica de la estabilidad, condición necesaria del turismo. Habra una partera cívica, y no será, naturalmente, de su misma clase.

Los elementos narrativos que Nasrallah pone en marcha son varios: un potencial romance entre una periodista (mayéutica) llamada Reem, ya divorciada, plenamente consciente de la situación política en su país y el ya mencionado Mahmoud; un constante ajuste de cuentas por parte de la sociedad para quienes defendieron a Mubarak. En la vida de este hombre involucra el maltrato de la descendencia de los opositores a sus hijos en la escuela primaria en la que asisten.

Si el blanco de After the Battle reside en el ejercicio de manipulación por parte de Mubarak y sus acólitos, Nasrallah también elige la manipulación en trazo grueso y demagógico como método. La emoción es chapucera, la lección demasiado tramposa y el punto de vista asimétrico. Sucede que Nasrralah interpreta condescendientemente la inocencia política de su personaje central y la de sus colegas. Su periodista roza con la santidad secular y su “víctima” parece atrapado en una adolescencia tardía e infinita. Además, el aprendizaje político, es decir la incorporación simbólica del canto callejero “Pan, libertad y dignidad humana”, por parte de Mahmoud, tendrá un costo demasiado alto. Aquí, Nasrralah es un canalla.

En donde Nasrallah acierta es en cómo absorber el espíritu de época y esparcirlo en su relato. Algunas secuencias en las calles y ciertas discusiones parecen transmitir muy bien el pulso contemporáneo de la sociedad egipcia. Y es evidente que Nasrallah conoce su oficio: el desenfoque, la combinación de primerísimos planos con planos generales (véase algunas cabalgatas), la profundidad de campo (ciertas discusiones en el interior de la casa de Mahmoud), algunos jump-cuts para resolver ciertas escenas, permiten intuir un concepto (desordenado) sobre el registro, el que está por encima de las decisiones fotográficas, pues ciertas escenas al aire libre parecen iluminadas por un publicista.

After the Battle es un progreso ostensible respecto de esos filmes que cumplen solamente con una función didáctica acerca del malestar contemporáneo en tierras lejanas. En Cannes son infaltables, aunque si se juzga el filme de Nasrallah a propósito del lugar ideológico que ocupa en este año, en comparación a otras películas de similar factura, After the Battle detenta cierto interés por sus buenas intenciones estéticas y políticas. Está claro: la película de Nasrallah no es muy diferente a e esos bodrios irredimibles como La fuente de las mujeres. ¿Cierto progreso de la programación? ¿Un poco de rigor formal frente a la tentación secular de evangelizar la conciencia política global? Preguntas demasiado abiertas y caritativas para un film ni siquiera aceptable.

Roger Koza / Copyleft 2012