FESTIVAL DE CANNES 2017 (12): EL HOMBRE DE LA NIEVE

FESTIVAL DE CANNES 2017 (12): EL HOMBRE DE LA NIEVE

por - Festivales
28 May, 2017 11:30 | Sin comentarios
Un poco sobre las películas en competencia de Ozon y Ramsey. También sobre la última película de Kiarostami y algunas otras cuestiones.

El apuro por interpretar y también por juzgar desvía la mirada y distrae al oído de la realidad sonora de una película. Los diálogos en Cannes suelen ser controversias interpretativas. Si tal cosa es esto o aquello, si el cambio de registro es por tal razón u otra, si el director induce a pensar o simplemente toma de las narices a su audiencia para decirle qué pensar. Hay ejemplos diversos. La hermenéutica es infinita.

Hay colegas respetables que creen factible hallar una lectura teológica del espantoso engendro llamado You Were Never Really Here, la nueva película de Lynn Ramsey, un chapucero orbe sonoro-visual hecho por una directora que conoce el arte del engaño bastante bien. La insistencia acerca de ciertas similitudes de este film con Taxi Driver es la misma que se puede hacer entre A Gentle Creature de Sergei Loznitsa y Une femme douce de Robert Bresson. Un libro en común no basta para hallar puntos en común.

Volamos a You Were Never Really Here. Una escena: la jovencita protagonista y el héroe vengador están sumergidos en las aguas profundas y mientras cuentan del uno al diez avisan que tal vez lleguen a la superficie y no permanezcan por siempre en el fondo del océano. ¿Cómo llegaron hasta aquí? No se sabe muy bien, pero sí se ha entrenado a la audiencia desde el principio sobre que el acto de contar es decisivo. De ese modo, cuando la escena oceánica tiene lugar, parece que tal momento responde a un designio propio de la lógica interna del guión, que permitió ese salto y zanja así las discontinuidades abusivas que son la marca de un film malformado. ¿Kuleshov ha regresado? Tal vez sí, tal vez no. Es más probable conjeturar otra cosa: a los responsables de la programación y a los que ponen la firma de un film ya no les importa si este está terminado. Un tema sensacionalista (un asesino a sueldo salva niñas que caen en redes de prostitución), una estrella (Joaquin Phoenix), una directora decretada como genial (Ramsey) en el festival que legitima presuntos autores indiscutibles (Ramsey, Dolan, Sorrentino, Mundruzcó) resultan razones suficientes para que un film que parece más un work in progress o un film que presenta su primer corte esté en competencia. ¡Ni créditos tiene!

Otro colegas pasan una par de horas creyendo que hay alguna astucia en películas de una mediocridad insultante como la de François Ozon. Me dice un convencido apologeta, quien cree que se trata de un film inteligentísimo: “¡Me encantó, la amé! Película astuta para descifrar!”. Le respondo: “La máxima astucia de Ozon es comparable a la de un crucigrama de un diario cualquiera cuyo creador decidió incluir 3 o 4 términos psicoanalíticos para exigir un poco más a su audiencia”. Se ríe.

Para hablar de L’Amant Double se ha citado a Hitchcock y a De Palma, inmediatas referencias que ayudarían a contextualizar los juegos ridículos de un film que parece perfecto para una trasnoche de canal de cable. ¿Divertida? Sí, por su inconsciente ejercicio del grotesco. ¿Perspicaz sobre el laberíntico mundo de la psique? De ningún modo. La psicología que abunda en el film para explicar conductas perversas ni siquiera llega al estándar de un manual de psiquiatría. El tema escogido por Ozon es interesante. El punto de partida es la potencial aberración ontológica del gemelo. La identidad se constituye bajo la lógica de la diferencia, la idea del gemelo niega ese diferencial. Pero esto no es Pacto de amor, aquella magnífica película de David Cronenberg en donde sí se exploraba a fondo la indistinción y el erotismo que esto suscitaba en una mujer y en los propios hermanos.

Ya que se nos exige a menudo explicitar el argumento, aquí está: la trama consiste en una histérica que se enamora de su psicólogo que a su vez tiene un hermano gemelo que también es terapeuta y que en algún momento asimismo pasará del diván a la cama. La cosa no terminará ahí. Hay giros todavía más inesperados, y si la película duraba una media hora más, las sorpresas narrativas habrían seguido multiplicándose. ¿Quién sabe si el propio espectador no tiene un gemelo que desconoce?

La coherencia narrativa, la racionalidad mínima (o la exploración lúcida sobre los desvíos inconscientes fagocitando la trama) y la continuidad ya no tienen importancia en el film de Ozon, como tampoco en el de Ramsey. Digámoslo así, ya que el tema lo permite. Síntoma del cine contemporáneo: se ha vulnerado toda exigencia de contigüidad. En efecto, hoy se acepta el paso de un plano a otro porque se puede pegar uno detrás de otro sin un gran razonamiento que conciba la necesidad del enlace. Cognitivamente, el cerebro está habituado al tipo de asociación fortuita que la propia navegación en internet acentúa. Las razones de cronología poco importan; todo es susceptible de asociación.

El cine contemporáneo ya no se piensa en tensión con lo moderno y lo clásico. Su pulso narrativo y de montaje se mide en asociaciones de similitud y disparidad que corresponden a una racionalidad débil, como si la progresión narrativa estuviera sujeta a un algoritmo de similitudes y tensiones que empujan un relato a través de un principio deductivo, emancipado de una laboriosa comprensión de la necesidad que se establece entre dos elementos de un plano y otros, como también de una mínima exigencia de progresión semántica en la formación de un relato.

Lo interesante de estar en Cannes es trabajar con un puñado de conjeturas sobre qué es el cine contemporáneo y qué está sucediendo en las poéticas de hoy en la era digital que alteran nociones de ontología, formas de continuidad física entre los planos y requerimientos de necesidad narrativa. El disparate de Ramsey termina siendo metodológicamente genial para pensar problemas de este orden.

A lo largo de todo el festival me dediqué a prestar atención a cómo se las ingeniaban los directores para trabajar o no con la profundidad de campo. Años atrás esta inquietud no tenía ningún sentido. Hoy se vuelve un tema de primer orden. Excepto el film de Bruno Dumont, y algunos pocos más, el concepto espacial, que está dado por la extensión entre el frente y el fondo, no es una preocupación en absoluto. Se ha normalizado el desenfoque y también, misteriosamente, el vetusto concepto de flou. En reiteradas ocasiones, el desenfoque predomina en las extremidades del plano. Además, la relación de un cuerpo visto con nitidez en el frente y un fondo que no logra absorberlo en escala, porque el lente no resiste las variaciones de luz en su despliegue, es un punto en común de la mayoría de las películas. A los hermeneutas no les interesan estas cosas. Quieren “descifrar” las películas –algo sencillo, en el fondo; basta con verter en ellas las ideas previas en las que estamos entrenados–, pero se olvidan de que el cine es también una cuestión física, material, visible.

Por todo esto, importa mucho pensar qué es 24 Frames de Abbas Kiarostami, película póstuma de uno del los más grandes directores de todos los tiempos, que llega desde un improbable más allá. Está claro que Kiarostami no pudo haber terminado el film, y tampoco está muy claro si este existía como tal.

Había entonces una desconfianza comprensible sobre qué era 24 Frames. ¿Se trataba realmente de una obra de Kiarostami? ¿Son tal vez 24 cortos unidos por un interés estético general que en conjunto funcionan porque hay una sensibilidad común y también una inquietud que los reúne? Dicen que Kiarostami venía haciendo estos microfilms sin fines de ser exhibidos. No podremos saber jamás qué pensaría Kiarostami de la exhibición en continuado y los lugares elegidos en este montaje final. Ahora que el gran cineasta reside en ese impenetrable fuera de campo del que nunca habrá evidencia fílmica queda por nuestra parte decidir si esto es o no un film de Kiarostami. Mi respuesta es positiva; es legítimo pensar que en la unión de los fragmentos que constituye 24 Frames, o en este legado casi apócrifo, Kiarostami esté presente en cada segundo proyectado. Pero hay algo más: Kiarostami se hace cargo aquí de la amalgama entre la tradición fotográfica del cine y su nuevo devenir digital, En este sentido, 24 Frames ha sido la película más importante que se ha visto en esta edición del festival de Cannes. Es un film de ineludibles preguntas, un sereno y apacible documento estético en un tiempo de mutaciones.

Kiarostami trabaja sobre tres períodos de la imagen y los yuxtapone: 1) sin movimiento y referente (pintura); 2) sin movimiento pero con referente (fotografía); 3) con movimiento y también sonido (cine analógico y digital). El desafío consiste en plantearse una continuidad evolutiva y trabajar entonces en los cruces de esos tres momentos de lo visual, en donde lo real es capturado (o instituido) y se lo devuelve como representación.

Si Kiarostami decidió o no empezar con Los cazadores en la nieve de Peter Brueghel poco importa; está muy bien que el inicio de 24 Frames tenga como materia prima una pintura. El plano fijo sobre el cuadro en el que se ven hombres, animales domésticos, casas con sus techos cubiertos de nieve –pintura que además tiene una perspectiva democrática sobre la legitimidad de todo lo que se ve, esté cerca o lejos (esto es profundidad de campo)– de a poco se enrarece por la aparición del sonido primero y después del movimiento de los perros y los cuervos, como también la caída de la nieve. Un perro se mueve y se perciben sus huellas en la nieve. Todo el cuadro adquiere movilidad; la pintura alcanza el movimiento. Kiarostami quería trabajar con otros cuadros, pero entendía que esto tendría un alto costo económico debido a los permisos de uso. Lo que hace con Brueghel es magnífico, pero no repetirá nunca más ese procedimiento en los próximos 23 planos que constituyen el film.

El segundo plano o encuadre es extraordinario. Kiarostami está subido en un automóvil en movimiento en un día de nieve. El vehículo se detiene cuando desde la ventana descubre un caballo moviéndose en la nieve. Rodeado de dos o tres árboles en un espacio insondable y abierto, el animal no es menos que cautivante. Todo eso sucede con Francisco Canaro como fondo musical. Tango y poesía visual. Extraña combinación.

El resto de los planos también tendrá animales como protagonistas. Hay ciervos, vacas, palomas, cuervos, caballos, perros, gaviotas y leones; estos últimos felinos tienen sexo, visto a la distancia y al fondo de una construcción extraña que remite a África. En ciertas ocasiones, los animales pierden la vida por voluntad de los hombres, que no se ven jamás, excepto en el enigmático y maravilloso plano final, el más hermoso que ha prodigado Cannes este año. También mueren un ciervo y una gaviota, gratuitamente, y quizás digitalmente.

El viejo concepto de Kiarostami por el cual uno puede llegar a algo verdadero a partir de premisas falsas se aplica aquí no tanto a la construcción dramática sino a las decisiones formales. Sus propias fotografías majestuosas de árboles y animales en la nieve son intervenidas por efectos digitales casi indistinguibles, en el que se pierden las diferencias entre la manipulación y el registro. Kiarostami nunca fue un purista, de tal modo que pudo trabajar siempre a partir de un concepto de representación que no desestimaba los recursos de registros y de montaje. El último plano de Five era el resultado de un trabajo complejo de montaje sonoro y artificial, algo que aquí se puede apreciar en mayor intensidad y con efectos no menos hermosos y conmovedores. En este sentido hubo siempre en Kiarostami un pragmatismo estético, una búsqueda por el resultado que prescindía de cualquier principio purista que pudiera interferir sobre un deseo estético; ningún principio estético, ninguna invocación realista, ninguna fidelidad ontológica existían inconmovibles en el maestro. Son varios los ejemplos que se pueden rastrear en su obra. Los planos-contraplanos frontales en El viento nos llevará que no se correspondían con la unidad de registro de la escena (el niño le respondía a Kiarostami, no al actor, y este solamente a la cámara); el reflejo de la luna en el charco durante la noche en Five y una banda de sonido completamente trabajada fuera del campo visual; el falso cine en Shirin y la no continuidad entre los espectadores, que nunca eran en el registro más de 4 o 5.

La importancia de 24 Frames radica en que permite entender a fondo la poética de la falsedad en Kiarostami al servicio de una representación que se orienta a la verdad del mundo. A su vez, en este film hermoso se afirma una continuidad entre la era analógica de la imagen y su nueva fase digital.

Y digamos algo más del plano 24. Es la noche y desde la ventana de un cuarto se ve el movimiento de los árboles acariciados por el soplo del viento. Una joven está sentada dormida en su escritorio. Frente a ella hay una computadora encendida con un fotograma en el que se ve a Joseph Cotten y a Teresa Wright. Que Kiarostami haya elegido un film clásico de Hollywood no es una casualidad, aunque la presencia de ese fotograma es tan enigmática como otras elecciones musicales que se escuchan en dos o tres oportunidades. Este plano final es absolutamente hermoso. En su misterio y contundencia la obra de un maestro irremplazable se siente en todo su esplendor. Un plano de despedida a la altura de un cineasta cuya ausencia, a medida que pasa el tiempo, es cada vez más dolorosa.

* Fotograma de encabezado: 24 Frames; 1) 24 Frames; 2) L’Amant Double; 3) 24 Frames

Roger Koza / Copyleft 2017