FESTIVAL DE CANNES 2017 (09): LOS VERNÁCULOS

FESTIVAL DE CANNES 2017 (09): LOS VERNÁCULOS

por - Festivales
26 May, 2017 09:20 | comentarios
Sobre las dos películas argentinas en Un Certain Regard

El cine argentino es lo suficientemente sólido y diverso como para estar presente en Cannes todos los años. Si el festival requiere un cineasta idiosincrásico y radical, tiene a Lisandro Alonso, Adrián Caetano y Lucrecia Martel, e incluso a varios más; si necesita una veta cinematográfica con fuerte vocación narrativa, incluso de género, puede reclutar películas como Relatos salvajes o Elefante blanco. A esta última línea de cine más industrial y no por ello menos de autor pertenece La cordillera, el tercer largometraje de Santiago Mitre. Es el mejor representante que ha dado ese modo de concepción cinematográfica.

La cordillera es la película más ambiciosa del director. Tiene elenco internacional, las locaciones son variadas y costosas, apuesta a un relato con derivas narrativas secundarias e inesperadas y es políticamente precisa cuando se lo propone. A Mitre siempre le ha interesado filmar el poder y es aquí cuando más a fondo ha llegado a retratarlo. El rostro del poder lo conocemos, pero acá se lo ve desnudo.

El film transcurre en una cumbre latinoamericana que tiene lugar en Chile. Los presidentes y sus asesores tienen que tomar una decisión regional en materia energética. El mandatario mexicano apuesta fuerte a un sentido ampliado del concepto de América; su colega brasileño prioriza la alianza estratégica del sur fundamentando su posición en un matiz: los países hermanos y vecinos no son lo mismo. Sin duda se trata de una puja de intereses compleja, y el presidente argentino es quizás él que deberá tomar la decisión que incline todo hacia un camino u otro. En vísperas del evento, además, el esposo de la hija del presidente es sospechado de corrupción y ya durante la cumbre su hija tendrá una crisis psicológica aguda.

La cordillera tiene grandes escenas. Mitre introduce un rarísimo pasaje de hipnotismo, en el que queda claro que su preocupación por la eficiencia narrativa no prescinde de hallar formas cinematográficas. Los fundidos, los lentes usados para distorsionar la percepción de la paciente y el trabajo sonoro remiten directamente a la tradición del mejor Hitchcock. En otra muy buena escena, presidente e hija mantienen un diálogo incisivo e íntimo que recuerda la precisión discursiva del inicio de La patota. Parte de la conversación tiene lugar en un restaurante, pero también en un cable carril. Lo que sucede con el color en esa escena también remite a Hitchcock.

Pero la escena que vale por todo el film es cuando el presidente argentino se encuentra secretamente con un hombre de la Casa Blanca en Santiago de Chile. La aparición de Christian Slater como un hombre de confianza del presidente estadounidense es extraordinaria. El pragmatismo inescrupuloso que impera en esa negociación resulta tan verosímil como siniestro, pues se trata de una escena que tiene el tiempo perfecto, los diálogos exactos, los gestos y las pausas necesarios y el cierre en el momento indicado.

Falta decir que es el mejor trabajo de Ricardo Darín en mucho tiempo, y que Dolores Fonzi está a la altura de las circunstancias, como también Érica Rivas y Gerardo Romano. Los intérpretes argentinos brillan, no así todas las estrellas del continente.

Algunos colegas contrarios al film de Mitre han decretado que no es otra cosa que un film para la televisión, un tipo de degradación que suele penetrar en los oídos de un cineasta como un moscardón nauseabundo que se posa en su oreja en una siesta interminable. Sinceramente, dudo que un film para la televisión pueda contener una escena como la del hipnotismo, por citar una entre varias, y también soy un poco escéptico respecto del método empleado por mis camaradas para verificar cuándo una película parece hecha para la televisión. Cuando se exige una respuesta a fondo, las cosas resultan no ser tan diáfanas.

Mitre es un cineasta que se siente parte de una tradición en la que se prioriza una estructura narrativa clásica. Mal que les pese a varios, y más allá de los valores de su cine, el joven director está en la línea de Adolfo Aristarain, Fabián Bielinsky, el último Pablo Trapero y Damián Szifrón. Son cineastas argentinos que se posicionan frente a cierta tradición clásica y moderna del cine estadounidense y se apropian de esta en sus propios términos. Las películas tienen un pulso narrativo, son dependientes de un guion fuerte, hay un trabajo fuerte sobre la palabra y sobre quién tomará la palabra. Pronto, el destino de Mitre puede ser filmar en otra geografía y en una lengua que no sea la materna.

El problema con el que choca Mitre de inmediato es que esa tradición es bastante dependiente de una cierta condición de producción. La cordillera es una película cara, pero frente al potencial que alberga es un poco menesterosa. Esto se nota especialmente cuando Mitre tiene que reproducir el desarrollo de la cumbre de mandatarios y los detalles de ese evento. La inmensidad de las montañas en la cordillera y el complejo turístico que se filma desde afuera contrasta con los interiores, que lucen menos verosímiles que otros aspectos. Es un cine costoso, pero Mitre y su equipo compensan las carencias materiales con ingenio y saber cinéfilos.

Las condiciones de producción no llegan a inmiscuirse ni a alterar el corazón del cine que le interesa al director. Su tema predilecto, ya lo hemos dicho, es el poder. No es el poder como sustancia, sino sus formas y relaciones. Su intuición ha sido siempre que el poder es una malla que atraviesa todas las capas de una sociedad, y esto tampoco se pierde de vista en La cordillera. Desde el minuto uno el poder atraviesa los vínculos. El misterioso hombre que intenta ingresar a la Casa Rosada para hacer un trabajo y no puede hacerlo fácilmente porque su nombre en los permisos no coincide con el de su documento es un ejemplo indirecto. El fugaz enfrentamiento entre él y un policía de la Casa de Gobierno no solamente enuncia lo que será el elemento traumático del film (la ambigüedad de lo real y su inverificabilidad en el seno del ejercicio de la política y la vida doméstica), sino que ya establece un indicio de escalonamientos de relaciones con derechos y poderes específicos que deciden sobre lo que es posible y lo que no lo es. Lo que sucederá entre el personaje de Darín y el de Romano es todavía más ejemplar.

Desde El estudiante Mitre ha trabajado sobre las referencias a lo real a través de la alusión difusa. ¿Qué significar aludir sin una dirección precisa entre la representación y el referente? Para un cineasta al que le gusta inscribirse en un cine político, no pueden no resultar misteriosos los procedimientos de borramiento que elige para eludir los signos inconfundibles del presente. En El estudiante, las fuerzas históricas y los signos de la época aparecían inscriptos en las paredes de la universidad. A pesar de ser una película que giraba sobre la política en una universidad, el discurso eludía los temas del presente y se desplazaba hacia cuestiones de teoría. La abstracción del concepto se imponía sobre la praxis y sus actores sociales. Algo similar sucedía en La patota y en cierta medida sucede ahora en La cordillera. ¿En quién se inspira el personaje de Darín? ¿Es una Cristina de Kirchner travestida en hombre? ¿Un Néstor resucitado? ¿Hay algo de Mauricio en Darín? Hay escenas para repartir por igual y las sospechas avanzarán una vez que se estrene en Argentina. El film incita a la exégesis y no faltarán los que adivinarán ademanes reaccionarios y progresistas, democráticos y autoritarios, kirchneristas y antikirchneristas. La ambigüedad irrita y desacomoda. Por lo pronto, al presidente encarnado por Darín no se le atribuye ningún nombre de partido, sí un origen provincial. Aquí el film impugna poderosamente una cierta idea de bonhomía del hombre nacido del campo, y en eso es más efectivo que los momentos en los que subrayan posiciones e ideas políticas. Lo más inorgánico para la fluidez del film es la entrevista que le realiza una periodista española al personaje de Darín. Es ahí cuando se introduce la idea del mal, una idea que no es política sino teológica, lo que daría pie solapadamente a una vía reaccionaria en la argumentación indirecta con la que el film propone sus discusiones políticas. No por eso el film se transforma en reaccionario, sino que aquello es un signo de sus tensiones discursivas.

En efecto, cuando Mitre hace concesiones didácticas (las dos entrevistas, al presidente argentino y brasileño) el film pierde vitalidad y lucidez. La perversión del poder se ve en su funcionamiento, pero al arrastrarla a una explicación metafísica del mal el film pierde eficacia y en cierta medida se despolitiza. He aquí donde Mitre siempre encuentra un límite. En sus películas siempre existe un momento en el que se da un desplazamiento de la dimensión política a una dimensión ética: el sí o el no en el final de El estudiante; abortar o no en La patota; en La cordillera pasa algo similar, pero la propia lógica del relato tensiona la suspensión ética de la política.

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Las directoras de La novia del desierto, Cecilia Atán y Valeria Pivato, tienen claro qué buscan con su película y traducen ese objetivo de principio a fin: contar una historia y apelar a emociones sencillas.

El film empieza justamente en un camino de ruta desértico. El colectivo en el que viaja la protagonista tiene un desperfecto y los pasajeros terminan varados a pocos kilómetros del lugar en el que se le rinde culto a la Difunta Correa, en alguna ciudad de San Juan. El mito o la superstición estarán presentes difusamente en otros momentos.

En ese colectivo viaja Teresa, la protagonista interpretada por Paulina García (la actriz chilena de Gloria), que por años ha trabajado con una familia en la que ahora seguirá empleada, pero en otra localidad. Azarosamente, mientras espera poder seguir con su viaje, Teresa conocerá al Gringo (Claudio Rissi), y a partir de ahí el film propondrá una posible relación de amor entre ambos, aunque Teresa siempre parece estar amablemente distante de todo lo que la rodea.

La novia del desierto pertenece a la tradición costumbrista del cine de Carlos Sorín, y también tiene algunos puntos en común con Las acacias de Pablo Giorgelli. Es un film amable, de personajes y paisajes, que ante una cantidad de títulos obsesionados por una crueldad manifiesta, puede llegar a ser elegido para un premio como forma de protesta. El tiempo dirá.

Frente a títulos como La novia del desierto resulta ingrato decir algo en su contra. Todo el film ostenta un cuidado por la composición, que se puede apreciar desde el plano abierto del inicio y en muchos otros pasajes en los que la propia lógica del registro denota una búsqueda de conscientes simetrías. Los dos actores principales están bien, y el vínculo que establecen tiene su discreto encanto. Es muy fácil objetar el uso de música extradiegética, incluso cuando el autor responsable de las melodías es un músico fenomenal como Leo Sujatovich. Los apoyos musicales para varias escenas irrumpen sobre el propio clima del film y reclama una sola forma de emoción. Se podría cuestionar un poco más la función que tiene la superstición en el relato, que refleja una idea de mundo de sus personajes.

Pero la mayor objeción contra La novia del desierto es su elección de la certidumbre y la pulcritud estéticas. En este sentido, una película como Las acacias se proponía un cierto riesgo al ubicar gran parte del desarrollo de su relato en el minúsculo espacio de una cabina de un camión. El diseño y la búsqueda de un efecto vencen a eso que el cine siempre necesita para sobrevivir a la mera ilustración de una historia. Eso no es otra cosa que la apertura hacia lo que no se puede escribir pero sí hallar en un rodaje, algo que esté liberado de las exigencias del relato y que empuje al cineasta a una zona de desconocimiento. Lo que le cuesta tanto a la protagonista se duplica detrás de cámara: desobedecer. En el caso de Atán y Pivato, se percibe cierta falta de atrevimiento para tomar un camino un poco más alejado de las exigencias de los sistemas de coproducción y para desdeñar un poco el sistema de representación institucional del cine global periférico con el que muchos cineastas latinoamericanos se sienten cómodos.

Roger Koza / Copyleft 2017