FAST FOOD NATION

FAST FOOD NATION

por - Críticas
02 Jul, 2008 01:20 | comentarios

**** Obra maestra  ***hay que verla  ** Válida de ver  * Tiene un rasgo redimible ° Sin valor

Por Roger Alan Koza

LA CARNE EN LA MÁQUINA

Fast food nation, EE.UU., 2006.

Dirigida por Richard Linklater.

Escrita por Eric Schlosser y R. Linklater.

*** Hay que verla

El injusto retraso del estreno del film más político de Linklater no le ha restado ni un ápice de actualidad y demuestra una vez más que su director es una voz única en el seno de una cultura conformista.

En uno de los libros menos conocidos y leídos de Walt Whitman, Las perspectivas democráticas, se puede leer: «Estados Unidos está destinado, o bien a superar la maravillosa historia del feudalismo, o bien a convertirse en el fracaso más grande de nuestros tiempos». No hace falta ver Fast food nation para saber la respuesta, las evidencias son contundentes y también sus consecuencias, pero la película de Richard Linklater, uno de los pocos realizadores estadounidenses que bien podría asociársele con el espíritu libertario de Whitman, materializa el perfeccionamiento de un sistema deudor del feudalismo: el capitalismo norteamericano globalizado.

Esta adaptación del reciente best-seller escrito por Eric Schlosser de título homónimo no tiene la elegancia de Antes del atardecer o la innovación formal de Despertando a la vida (o su versión mejorada, si tiene en cuenta la técnica de rotoscoping, en Una mirada sobre la oscuridad) pero es una película políticamente ambiciosa que intenta pensar y mostrar estructuralmente el orden económico y simbólico de una nación patológica, la estadounidense.

Fast food nation es una versión madura y verdaderamente política de Supersize me, aquel documental simpático sobre un tipo que decide comer comida chatarra por un mes. Aquí, el gerente de una compañía, muy parecida a Burger King, descubre que su hamburguesa tiene gusto a mierda, e inicia una pesquisa sobre la totalidad del proceso de elaboración de la misma.

Linklater ensambla una narración coherente que intenta demostrar el conjunto de los factores políticos y sociológicos involucrados en la producción de alimentos, de lo que se predica no solo una dietética específica sino una ética determinada. En efecto, una hamburguesa conlleva una historia secreta de explotación: obreros mejicanos ilegales, cinismo corporativo, resentimiento de clase y una insatisfacción social generalizada que come literalmente mierda. Somos los que comemos, dicen los macrobióticos, y en este caso puede ser que tengan razón.

El plano inicial es una impugnación a la publicidad que reviste cualquier porquería bajo el semblante de algo deseable: un centellante y clásico fast food colmado de clientes. Que el pasaje finalice en un primerísimo plano de una hamburguesa no sólo remite a la material fecal vacuna por la que se inicia la investigación y por ello el relato. Es más bien una aclaración metodológica. De lo que se trata es poder inferir de ese pedazo de carne elaborado la historia compleja de su producción. En otras palabras, poder deconstruir el resultado de una producción específica para visualizar el largo proceso de su composición, el cómo de su total elaboración; es decir, poder filmar el conjunto de acciones destinadas a transformar la materia prima en mercancía. El resultado siempre es mensurable. El proceso, por naturaleza, se presenta esquivo.

Por eso, las dos secuencias posteriores involucran primero el trayecto de un grupo de mejicanos ilegales que cruzan la frontera en búsqueda de mayor bienestar. Muchos de ellos serán los obreros de un frigorífico, principal abastecedor de la compañía de hamburguesas en cuestión. Inmediatamente, Linklater le suma una escena típica de cualquier directorio empresarial. Siete tipos discuten las ventas, las próximas campañas, el perfil del consumidor. La abstracción es la regla, la excepción, aquí, será la mierda, pues el único dato no cuantificable es precisamente el excremento. Establecido los lazos entre hamburguesas, mejicanos, fábrica, directorio, Linklater agrega los locales de venta y sus vendedores, éstos estadounidenses de pura cepa, pero evidentemente pertenecientes a la clase trabajadora. Y son jóvenes, cuya máxima aspiración oscila entre educarse o robar un local de características similares al que trabajan.

Cuando en mayo del 2006, Fast food nation tuvo su première en el festival de Cannes, una escena despertó el aplauso del público. Unos jóvenes deciden soltar unas vacas en la noche. Pretende ser una protesta y una crítica al sistema. En un diálogo inconfundible y propio de las películas del realizador, uno de los activistas juveniles refuta a un compañero: «Hoy en día, el único acto patriótico es violar la ley patriótica». El resultado de esta insurrección ecologista es predecible en su resultado y objetable respecto de su fundamento político, pero es también una suerte de autocrítica que asume el propio Linklater. Ocurre que los jóvenes abren las tranqueras y las vacas se rehúsan a salir, a ser libres, en el lenguaje romántico de esta brigada No Logo. Es un instante en el que quedan muy claro los límites del voluntarismo y del difuso romanticismo político del realizador.

Pero Fast food nation va más allá del propio Linklater, como él mismo lo ha expresado. Y es así que su gesto político mayor es no apelar a la guapeza de las buenas conciencias, o a la retórica del heroísmo individualista. En Fast food nation no hay Michael Claytons, ni Erin Brockovichs, ni Norman Raes. Linklater se desmarca ese último acto cobarde y colaboracionista de salvar al sistema por una operación mítica y política de elevar y convertir la proeza de un individuo extraordinario en el verdadero heraldo moral y espiritual de una nación. Eso explica por qué el personaje interpretado por Greg Kinnear, el ejecutivo que tiene que investigar sobre las condiciones sanitarias del frigorífico, abandone o prácticamente desaparezca pasado una hora de película. Como en Psicosis, el rostro oficial se mandará a mudar, aunque aquí la decisión va más allá de un experimento narrativo.

A diferencia de Babel, que como señalara Jonahatan Rosenbaum ama a la humanidad pero odia a los seres humanos, Fast food nation parece entender mucho mejor la dinámica de la migración mejicana que el propio film del mejicano Iñárritu, en donde los mejicanos más que víctimas parecen exaltados o mentirosos. Aquí no es un capricho de un guión lo que une a todos los personajes sino un sistema económico. Y ello tiene consecuencias. Es pertinente y una elección formidable que un capataz mejicano de la fábrica dé órdenes en inglés pero fornique en español. Todo sistema de producción produce también sus sujetos. 

El montaje final, entre primeros planos del rostro de una mujer mejicana y los planos generales y detalles del matadero del frigorífico, se conjugan perfectamente con lo que dice un personaje secundario: «Se trata de una máquina que se ha apoderado de este país». La máquina tiene un nombre: Capitalismo. Y nosotros, no sólo ellos, somos su carne.

Copyleft 2000-2008 / Roger Alan Koza

Esta crítica fue publicada durante el mes de mayo junio por la revista Prometheus, de la ciudad de Buenos Aires.