EXTRAS 1: FILMFEST HAMBURG 2009: CONTRA LA INTERPRETACIÓN

EXTRAS 1: FILMFEST HAMBURG 2009: CONTRA LA INTERPRETACIÓN

por - Festivales
03 Nov, 2009 01:03 | comentarios

Hamburg

Por Roger Alan Koza

El título es prestado y no admite imprecisiones. Susan Sontag escribía hace 45 años, en el ensayo que lleva el mismo título que esta crónica: “La función de la crítica debiera consistir en mostrar cómo es lo que es, incluso qué es lo que es, y no en mostrar qué significa”. Concluía:“En lugar de una hermenéutica, necesitamos una erótica del arte”.

La edición 2009 del Festival Internacional de Cine de Hamburgo, que se llevó a cabo del 24 de septiembre al 3 de octubre, se caracterizó, en gran medida, por una compulsión epistemológica por parte del público por querer entender e interpretar en cada función. Esta angustia hermenéutica, este deseo de extraer un contenido de la imagen, revelaba un problema universal: la hegemonía de un cine narrativo conlleva la regularización de una experiencia perceptiva orientada al seguimiento de una historia, que implica acertijos, suspensos, dilemas diversos y una supuesta moraleja, cifrada como el mensaje de un film. La materialidad de una imagen y el encuentro sensible entre ella y el espectador es, por lo tanto, una experiencia impensable. Descifrar en vez de sentir la imagen en el cuerpo; interpretar antes de pensar cómo el sonido y la imagen configuran y modulan las facultades perceptivas del organismo. En otras palabras, los espectadores de Hamburgo sentían comodidad ante el film mensajero y perplejidad ante el film proclive a suspender el sentido.

Literatura ilustrada en contraposición a una fisicidad de la materia fílmica, no necesariamente antagónicas, pero sí autónomas, al menos en principio, es lo que está en juego ante estos dos conceptos de cine. Más allá de nuestro instinto por organizar la infinita sucesión del tiempo en un relato, estrategia que el cine narrativo refuerza, recrea y naturaliza, es necesario pensar el cine contra nosotros mismos. De lo contrario, como incluso la misma Sontag sostiene en un pie de página, casi en contradicción con su texto, el cine sería entonces una mera “subdivisión de la literatura”.

Los festivales de cine imparten una concepción de cine. La dirección artística del festival de Hamburgo, a cargo de Albert Wiederspiel, apuesta por una dimensión narrativa del cine, pero de esto no se predica la consagración de un modelo narrativo. En la programación hay lugares de ruptura; lo experimental y lo vanguardista no están interdictos, sí acotados, oxigenando un pacto no escrito, es decir, las coordenadas de lo visible, que se establece entre un público con una educación cinematográfica específica y un criterio de selección que apenas trastoca lo que se espera que un film sea. Es así: los festivales de cine se definen en función de la distancia que se establece entre expectativa del público y exigencia de programación. A mayor traición del pacto, mejor pedagogía de la imagen. No es fácil.

Sin ser infiel a su tradición, Hamburgo tuvo films inclasificables, genéricamente subversivos, verdaderos desafíos, como Carcasses, Milk, Border, Lost Pictures-Lost memories, Wadley, Castro, Where are you?, Police, adjective, entre otros.

Fue así que el segundo film de Alejo Moguillansky, Castro, se resistía a la confiscación hermenéutica. ¿Qué es Castro? ¿Qué es lo que cuenta? ¿Por qué suele molestar tanto? Una pista narrativa: todos persiguen a un tal Castro. La ex mujer y una banda de personajes lo buscan. Castro dejó el trabajo y se fue con otra mujer. Cree que si consigue trabajo perderá a su nuevo amor. Y huye, siempre.

Narrativamente minimalista y formalmente virtuosa, la segunda película de Alejo Moguillansky, basada ligeramente en una novela de Beckett llamada Murphy, es una película de acción poética (y tenuemente política). ¿Una paradoja? La fluidez de los planos y el constante movimiento de sus personajes producen un sentimiento melancólico, difuso pero presente durante toda la película, que recién se materializa en el último plano. Pero no se trata de una melancolía metafísica sino más bien de una constatación del absurdo de toda empresa humana: “Ganarse la vida es lo mismo que desperdiciarla”, dice Castro en uno de sus soliloquios. Todas las acciones del film, tanto las persecuciones automovilísticas como las entrevistas en búsqueda de empleo y eventualmente los trabajos específicos, participan de una aceleración sin sentido, acaso una parodia de la vida urbana metropolitana.

Quienes hayan visto Historias extraordinarias de Llinás habrán de encontrar en Castro un aire de familia. Moguillansky fue el montajista de la épica Historia extraordinarias, y Llinás es productor de Castro y tiene aquí dos cameos. Ambos parecen abrir un nuevo camino en la historia del cine independiente argentino. Si en su película Llinás revisitaba el vínculo del cine con la literatura, Moguillansky apuesta a un diálogo secreto con el nuevo teatro independiente porteño. El despliegue físico característico de compañías como De La Guarda y El Descueve, y la concepción del movimiento en el teatro de Rafael Spregelburd (que tenía un papel en el film de Llinás) atraviesan Castro, y despegan al film de todo naturalismo interpretativo. Eso no significa que estemos ante un triste caso de teatro filmado, pues no es descabellado pensar a Castro como una película secretamente colindante con el universo purgado de emociones exaltadas de Bresson. Castroes puro cine, por momentos inclasificable, y aunque las piruetas y la melancolía remitan al incomprendido y sofisticado Buster Keaton, la película de Moguillansky (como la de Llinás) es una novedad en el codificado mundo del séptimo arte.

¿Qué es Wadley? La película de Matías Meyer también suscitó desconcierto. El talentoso realizador israelí Benjamin Freiberg me decía: “Es una cruza de Gerry de Van Sant y algunas películas de Reygadas”. Su intuición es, en principio, correcta, pues hay un aire de familia con ese film de Van Sant y con Japón, de Reygadas. Esencialmente, Wadley es un viaje de peyote filmado. Se trata de reproducir en el registro los cambios perceptivos del protagonista, un joven que camina en algún paraje perdido del estado de Chihuahua, México, en búsqueda del cactus sin espina y patrimonio ritual de los Tarahumaras.

Todo comienza en un amanecer. El joven camina y Meyer se limita a seguir el paso. Los primeros 20 minutos consisten en seguir un trayecto mientras se reconoce un territorio. Atmosférica y teleológica, Wadley es meticulosa en cómo traducir una percepción sonora y visual de un periplo mental en términos cinematográficos. En ese sentido, Meyer elige la mesura y gradualmente va intoxicando su registro. Así, el primer plano que manifiesta una leve saturación de la mirada involucra a unos renacuajos. El soporte digital parece conveniente. Los primeros planos de estos organismos minúsculos chapoteando en el agua adquieren una textura de inmediatez, una sensualidad hiperreal. En otro pasaje, el protagonista se cruza con el cadáver de una vaca. El verde de un moscardón nuevamente se impone sobre el plano, aunque Meyer no explicita el foco de atención y prescinde del primer plano. Es un juego alucinatorio entre los detalles y el ojo y el oído. El aleteo ultrarrápido del moscardón sí se escucha en un primer plano, lo que lleva a identificar el insecto y su resplandeciente verdor. El oído anticipa la mirada. Hay otros momentos fascinantes: un plano general del joven frente a un caballo, los planos nocturnos, el fuego en la oscuridad. En algún momento, Meyer decide musicalizar algunas escenas, lo que sugiere una tesis: este viaje es una rave íntima en la naturaleza. La sustitución de la horda ciudadana extasiada por el vitalismo colectivo de los seres vivos del desierto agudiza nuestra experiencia sensorial. Marasmo hermenéutico, las imágenes y los sonidos resisten por una hora la codificación, en ese espacio en donde el golpe del mundo sin lenguaje atraviesa la sensibilidad y la respuesta lingüística se retrasa por un segundo.

Carcasses, de Denis Cóte, cuya première fue en Cannes 2009, también transcurre en la naturaleza, pero se trata en una versión punk y postindustrial de la biósfera, o, en su defecto, de una ecología del desecho o de la naturaleza entendida como cadáver, algo implícito en el título. Como ya sucedía en Les états nordiques, su ópera prima, Cóte parece sentirse cómodo en un registro en donde lo documental y la ficción se hacen indistinguibles.

La primera media hora es interesante: Jean-Paul Colmor, un hombre de 74 años, vive en las afueras de Montreal, rodeado de chatarras diversas, principalmente automóviles. Es una especie de Robison Crusoe apocalíptico, y Cóte se limita a seguir su cotidianidad. En algún momento, una brigada de jóvenes con síndrome de Down invaden el territorio. Nada en particular sucede, a pesar de que por momentos se insinúa una explosión de violencia y sexo. Después del merodeo y la amenaza, todo vuelve a su normalidad. La excentricidad de Cóte es bienvenida, aunque todavía su cine parece estar en un estadio de construcción. La sensibilidad postindustrial de este joven realizador canadiense puede llegar a deparar alguna gran película.

Harutyun Khachatryan es quizás el cineasta armenio más importante en actividad. Su última película, Border, gira en torno a la vida de un búfalo hallado entre unos juncos de un río. A partir de ahí, el búfalo ingresa a una granja y Khachatryan simplemente ubica a esa criatura inexpresiva en el centro de su película. El búfalo es uno entre nosotros, pues Border democratiza la existencia del mamífero respecto de nuestra especie y, naturalmente, de las otras.

No es una película desprovista de terrícolas, pero éstos son retratados como una especie entre otras. Este darwinismo poético por momentos se traiciona a sí mismo. El búfalo y su encierro funciona como una discreta metáfora política, reforzada por el sonido en fuera de campo de un helicóptero que aparece y desaparece sin explicación alguna. Después de un incendio de proporciones míticas, el búfalo escapa hasta toparse con una valla. A veces, Khachatryan humaniza el bóvido en exceso, no muy lejos de esos insoportables documentales de pingüinos. Border, de todos modos, no es “La marcha del búfalo solitario”, pues su puesta en escena corrige la tentación de validar un principio antrópico. Un procedimiento constante de enrarecimiento estimula la sensación de que el mundo, sus criaturas y sus objetos no son demasiado humanos.

En las películas de Masahiro Kobayashi los seres humanos son animales solitarios. Where are you? no está a la altura de su magistral The Rebirth, pero Masahiro sigue siendo uno de los directores más fascinantes del cine japonés independiente. Dedicada a su padre ya fallecido y al mítico personaje Antoine Doinel de las primeras películas de Truffaut, Where Are You? es otro examen sobre el aislamiento y la enajenación existencial, síntoma de una plaga emocional que Masahiro parece detectar en la vida espiritual de Japón.

Como en The Rebirth, la narración se organiza a través de dos fuerzas paralelas, una estática y otra dinámica: en primer lugar, Masahiro parece estar obsesionado con la repetición como fenómeno preeminente de la experiencia humana. La repetición sería el orden natural del mundo, un orden incongruente e inconmensurable a toda voluntad narrativa que pretende atribuir dirección y sentido a los hechos. Aquí, Masahiro sigue las tareas de un adolescente. Trabaja, come, duerme, intenta estudiar. Una y otra vez se ven esas acciones que no reportan ningún beneficio o edificación. Las decisiones de encuadre son siempre las mismas, aunque paulatinamente el plano medio es reemplazado por un primer plano. En segunda instancia, Masahiro irrumpe en la monotonía con un evento de otro orden, que no puede subsumirse al orden de la repetición. Morir es irrepetible, y este tipo de acontecimiento violenta la repetición. Aquí, la madre del joven está a punto de morirse, y, finalmente, fallece. Los interludios de lo repetitivo consisten en realizar visitas esporádicas a la playa en donde el protagonista suele tomar un descanso en un bote que yace sobre la arena. Es una suerte de nirvana arreligioso, una pausa inanimada, un momento de serenidad. Posteriormente, el relato llevará al joven en búsqueda de su padre.

Unknown

En esta película desprovista de música extradiegética, excepto por un tema cantado (al inicio y hacia el final del film), escrito e interpretado con su guitarra por el realizador, que también tiene a su cargo el personaje del padre, Masahiro, a diferencia de The Rebirth, no apuesta por la redención levinasiana: el reconocimiento como purga de la repetición, el reconocimiento como motor de la diferencia, el encuentro de un rostro frente a otro rostro (aquí entre el progenitor y su prole) solamente acentúa el desamparo, como se constata en el extenso plano general fijo en el que se ve al joven caminar cuesta arriba hacia la pendiente de una ruta. Hasta que la figura humana se difumina en el horizonte pasan varios minutos. Poetizar el nihilismo no lo conjura, pero ser testigos de esa errancia humaniza, en el mejor sentido del término.

La gran película del festival fue Police, adjetive. Desde su estreno en Cannes en mayo de este año, en donde se llevó el premio especial del jurado y ahora en Hamburgo, reconocida como la mejor película por el jurado internacional de críticos, es casi del orden de la objetividad que al segundo film de Corneliu Porumbiou se lo considere una obra maestra, menor si se quiere, pero magistral.

Narrativamente minimalista y filosóficamente maximalista, Police, adjective se estructura a propósito de una larga tarea de espionaje y dos interludios (uno mejor que el otro) en donde la densidad humorística y política del film aparece en todo su esplendor. Cristi es policía. Investiga (y persigue a la distancia) a un joven que puede estar ligado a una red de narcotráfico. Cada tanto escribe un informe, que suele verse en un primer plano, lo que permite entender cómo el oficial arriba a sus conclusiones de la pesquisa: detener al sospechoso es un error. Su reporte jurídico posee un fundamento político, que se revela casi al final del film y será malditamente deconstruido por su superior.

Porumbiou elige planos extensos y fijos, su cámara se mueve solamente cuando la acción lo precisa y, en su versión idiosincrásica de cinéma vérité, la película carece de música y subrayados. Police, adjective alcanza su maestría en un pasaje extenso y preciso, con algunos cambios de encuadre, aunque siempre sin movimiento, en donde Cristi, un compañero y el jefe del departamento de policía discuten el significado de la palabra ‘conciencia’. Como si se tratara de un diálogo platónico, sin por esto subscribir a la filosofía del griego, el jefe refuta las objeciones de Cristi, quien, auxiliado por un diccionario, entiende cómo las leyes cambian con el tiempo y cómo lo que hoy está prohibido mañana será permitido. ¿Es Cristi un relativista? ¿Es su superior un sofista? Por las definiciones circulares del libro, un manipulado Cristi redefine su postura, y nosotros, los espectadores, entendemos en pocos minutos el funcionamiento micropolítico y semántico de la burocracia, un sistema institucional que induce imperceptiblemente comportamientos y subordina cualquier surgimiento de autoconciencia. El deber vence y se impone una lógica funcional en el nombre del bienestar general. El último plano del film es lúcido y secretamente violento: un pizarrón, la mano de Cristi, una tiza y la estrategia para detener al joven. La burocracia piensa por nosotros.

nosotrosLos festivales no se definen únicamente por las películas que se ven; a veces, importa mucho más la gente que se conoce. Las conversaciones con Benjamin Freiberg, cuyo cortometraje Tourist Guide devela otra Jerusalén, acompañado del joven Terence Davies de Israel, Yonatan Haimovich, director de Fragments, un documental sobre los inmigrantes rusos, vecinos de sus padres (ya muertos) en un departamento de Jerusalén, y que es verdaderamente un tratado sobre la memoria y el lenguaje como territorio existencial, fueron tan importantes como todas las grandes películas de Hamburgo. Aunque fue el encuentro con el realizador iraní radicado en Francia, Chapour Haghighat, responsable de The Firm Land, el instante supremo de una semana y media de cine.

Haghighat conoció al gran Robert Bresson en su juventud. Por el tono de su voz en el teléfono, el maestro aceptó una entrevista con Haghighat. El joven realizador de Teherán quería saber cuál sería la opinión del hombre que rodó obras maestras como Al Azar, Baltasar y Pickpocket. En el guión de Haghighat morían 7 personajes. Bresson le pregunta si tenía algún otro proyecto. El iraní le describe otra película posible y Bresson responde: “Usted debería filmar ése, pues allí solamente mueren dos personajes”. El aprendiz, entonces, se interesa por la próxima película de Bresson. Se trataba, nada menos, de su última obra maestra, El dinero, un film en el que muere muchísima gente. Bresson cierra la entrevista: “Lo que es bueno para mí no lo es necesariamente para usted”.

Haghighat parece haber aprendido la lección de Bresson. Me dice: “Cuando filmo una escena y luego paso a otra, generalmente opto por dejar lo que nadie suele dejar: lo que está en el medio, el pasaje de una a la otra”. Haghighat sostiene que esos tiempos muertos constituyen el reverso orgánico de las películas; allí respiran los planos, allí centellea la luz del cine y del mundo.

Los interpretadores buscan significados. Los sensualistas, acaso los verdaderos materialistas del cine, al desactivar la interpretación como acceso encienden la pasión física y erótica que experimentaron aquellos primeros espectadores frente a una imagen en movimiento de un tren llegando a una estación.

Fotos: 1) Apertura; 2) Castro; 3) Border; 4) Police, Adjective; 5) Freiberg (izquierda) y Haimovich (derecha)

Este texto fue publicado por la revista La Rana en el mes de noviembre, 2009

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