ESTRENOS ETERNOS (25): SÁTÁNTANGÓ

ESTRENOS ETERNOS (25): SÁTÁNTANGÓ

por - Críticas
21 Mar, 2023 10:31 | comentarios
Una película intempestiva, una anomalía absoluta para el régimen audiovisual del presente, la gran obra del cineasta húngaro puede ser interpretada de modos disímiles, pero siempre será una experiencia óptica y sonora y una ostensible demostración de lo que puede ser el cine, más allá de cualquier apuesta hermenéutica.

LA CAPITULACIÓN

Detrás de la inmanencia sin fisuras y de la tierra siempre mojada que jamás deja de ser barro, en ese mundo que Sátántangó plasma en un poco más de 170 planos a lo largo de 439 minutos en blanco y negro, y en el que el sol es una interdicción atmosférica y simbólica, lo único que retiene un signo de trascendencia es el rostro. Los hombres y las mujeres que habitan el universo concebido por Béla Tarr y László Krasznahorkai no tienen rasgos redimibles. Los mueve el dinero y la especulación no les resulta moralmente incómoda; pueden mentir, vigilar y traicionar sin remordimiento; la amabilidad es un ademán desconocido y el maltrato, una costumbre ubicua. Como se dice sin énfasis pero con claridad meridiana en los primeros minutos, la contundencia de la indefensión los define. Quienes así se sienten sospechan de todo, en nada y en nadie creen. Todo lo que sucede en el relato hunde a la humanidad en una existencia condenada y lúgubre, matizada ocasionalmente por la limitada alegría de ponerse a bailar en una taberna mientras suena un solitario acordeón y las copas de vino se acopian hasta que se desplomen todos los presentes. Breve éxtasis de los desesperados, el paso a un nirvana etílico es eficiente para apagar la conciencia de su padecimiento constante. El relato es feroz, pero los primeros planos de las caras prodigan una discreta piedad.

El origen literario de Sátántangó organiza la estructura narrativa de la película, provee su orden simbólico y también algunos de los recursos formales. La división por capítulos corresponde a la división de la novela de título homónimo de Krasznahorkai; el escritor y Tarr hicieron juntos el trabajo de darle realidad material a la densidad discursiva del libro, cuyos párrafos extensos y sin pausas pueden ser pensados como equivalentes a la predilección de Tarr por el plano secuencia. La contigüidad entre novela y película se puede cotejar también en la voz en off que suele cerrar cada capítulo y cuya alocución proviene directamente del libro. La película respeta asimismo la secuencialidad narrativa en reverso, de lo que se predican distintos puntos de vista sobre algunas escenas mientras los avances y retrocesos del relato estiran la experiencia de la duración del tiempo percibido que no se corresponde con el tiempo diegético. El relato baila el tango evocado por su título, siguiendo la lógica que exige la tradición de ese género musical. Del mismo modo, la voluntad de continuidad entre palabra y plano puede entreverse en los movimientos de cámara durante casi toda la película en relación con una de las metáforas centrales del libro (y la película) que da el nombre a dos capítulos: “El trabajo de la araña 1 y 2”. En efecto, los diminutos representantes de los artrópodos extienden sus redes en los recovecos y pocas veces son descubiertos en su quehacer. Si la cámara dejara en el espacio que recorre una prueba de su desplazamiento, el plano revelaría una red. Lo que se compara con la labor de las arañas es la ineficiencia del trabajo humano y la inutilidad de la búsqueda de sentido. Hay una escena al paso en un almacén que así lo explicita. El nihilismo acecha, avanza y descompone lo orgánico.

Es indesmentible la cercanía entre el libro y la película, y la decisión del cineasta y el escritor de que así debe ser. Pero basta tomarse el trabajo de leer las primeras páginas del capítulo inicial, “La noticia de que llegan”, o cualquier fragmento al azar del voluminoso libro para verificar la diferencia inconmensurable entre los dominios del cine y la literatura. El plano de 9 minutos que inaugura Sátántangó no pertenece al orden del discurso, más allá de que todo aquello que ha sido filmado puede ser laboriosamente descripto por alguien que domine la prosa y ostente un vocabulario caudaloso. La prepotencia de lo real es susceptible de transferirse al plano porque la cámara presupone una transacción poderosa entre el estímulo de lo abierto de lo real y el lente, a pesar incluso de las delimitaciones que impone el encuadre y el concomitante recorte del campo visual. Lo que sucede en ese entramado visual y sonoro del plano de apertura con las vacas, el barro, el plomizo cielo cerrado y sin horizonte, las casas derruidas y los galpones devastados no puede ser condensado materialmente por la literatura, porque un travelling no es asimilable a la palabra y porque la realidad no se transfigura por completo en el signo. La proeza de Sátántangó consiste en amalgamar los placeres de la experiencia literaria con los propios de la experiencia cinematográfica, sosteniendo la diferencia y conjurando al mismo tiempo la ilustración de la novela. He aquí una prueba categórica de cómo se deben abordar las grandes novelas en el cine. El academicismo brilla por su ausencia.

El gran tema de Sátántangó no es la ubicuidad del mal en clave teológica, como puede inducir a considerar el título. La metafísica ya está exangüe, aunque todavía sobreviva una memoria de lo transcendente en viejas taras religiosas. La angustia central señorea el espíritu del relato, pues la disolución de la unidad es constitutiva de ese sentimiento. El dilema ético y político de Sátántangó se cifra en esa visión filosófica. Al final del segundo episodio, “Resucitamos”, el narrador dice: “En el este, el cielo se despeja rápido como los recuerdos. Hacia el amanecer, lo rojo cubre el agitado horizonte. Como el mendigo de la mañana, que penosamente camina hacia la iglesia, el sol se eleva para dar vida a la sombra y para apartar cielo y tierra, hombre y bestia de la inquietante y confusa unidad”. La cita es tan hermosa como dadivosa en su alcance hermenéutico. Si hubiera que glosar el qué del relato en Sátántangó, podría decirse que todas las escenas delinean un estado de ánimo colectivo que es también el de toda una época. El desamparo es la experiencia en común.

Las referencias históricas están deliberadamente elididas, se pueden inferir por algunos objetos y en las pocas escenas que no tienen lugar en zonas rurales. El único pasaje que tiene lugar en una dependencia policial es crucial. De la boca del capitán que alecciona a Irimías y Petrina se pronuncian oblicuamente las creencias que mueren. El peso de la Historia irrumpe sin subrayados, porque una mentalidad emerge en un sermón cívico desprovisto de reduccionismos y cantilenas. No se dice, pero se induce a adivinarlo: el orbe comunista se dirige a su ocaso en Hungría (y en el mundo). Ese es el contexto de la desesperanza generalizada. El desencanto de todos los personajes se introduce meticulosamente a través de sus respectivas miserias y eventuales anhelos. La estafa planeada por algunos miembros de la comunidad del asentamiento rural ubicado en medio de la nada, donde se asienta el relato, dispuestos a tomar el dinero ajeno de un año de trabajo, revela el ethos dominante. Pero después de que más o menos se conoce a todos los personajes, el hermoso resucitado Irimías, quizás profeta, quizás espía, revivirá el espíritu utópico cuando tome el dinero de todos para adquirir una aldea en la que todos podrán trabajar satisfactoriamente y vivir con dignidad. El éxodo hacia esa tierra prometida es lo más conmovedor de Sátántangó.

Ya han pasado tres décadas desde que feneció la experiencia histórica que alguna vez pretendió ser un contrapeso al orden del mundo actual, que luce invencible y eterno. Ya han pasado algunos siglos desde que Occidente prescindió de la fe para sustentar el sentido de la existencia. Dios ha muerto, la teleología del materialismo histórico también. El mundo a secas es pura materia, y tal reconocimiento es para la conciencia un abismo. La lluvia infinita sin el florecimiento de un jardín es intolerable. Habían pasado nueve años de la publicación de la novela de Krasznahorkai, cuando Tarr filmó en 1994 su primera versión del fin del mundo. En el 2011, con El caballo de Turín, repitió el goce de filmar la capitulación de todo. Él mismo dejó de existir como cineasta.

Sátántangó pertenece a una estirpe de películas que intentaban lo imposible: filmar el milagro materialista del mundo y estar estéticamente a la altura de ese acontecimiento cósmico. La última que se hizo en este siglo se titula Qué difícil ser un Dios, la filmó Alekséi Guerman y probablemente haya sido la última, porque una forma de hacer cine ha desaparecido. Todo lo que nos queda ahora es Avatar: el camino del agua, un espectáculo de diseño grandilocuente que es un remedo de la grandeza de una película como Sátántangó.

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Sátántangó, Hungría-Alemania-Suiza, 1994.

Dirigida por Béla Tarr. Escrita por B. Tarr y László Krasznahorkai.

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*Comisionado y publicado en el mes de febrero por Caimán Cuadernos de Cine (España).

Roger Koza / Copyleft 2023