ERRANTE EN LAS SOMBRAS: SOBRE LOS 20 AÑOS DEL BAFICI

ERRANTE EN LAS SOMBRAS: SOBRE LOS 20 AÑOS DEL BAFICI

por - Ensayos
30 Abr, 2018 08:47 | comentarios
Así eligió Nicolás Prividera recordar el Bafici y sus 20 años

Veinte años es la medida clásica del tiempo pasado, gracias al tango y Alejandro Dumas. El lapso meridiano desde donde trazar la distancia que nos separa de los jóvenes de ayer: no solo la que media entre al menos dos generaciones, sino de una misma en el espejo de sus veinte años después, cuando la mirada febril te busca y te nombra. Los veinte son los años míticos de la juventud (la inocencia) perdida, y los 20 más que han pasado entre ellos y su recuerdo presente son, acaso, la conciencia de la madurez; acaso, la autoconciencia de una historia. El punto de encuentro entre lo que fuimos y lo que aun esperamos ser.

Para quienes tuvimos veinte años en los 90 –es decir, para todos los que de un modo u otro fuimos parte de esa generación, ganada o perdida–, el Bafici fue uno de los modos del (auto)reconocimiento, aunque solo fuéramos desencantados estudiantes de cine y desconfiados espectadores que se encontraron finalmente en una proyección común. Mundo grúa fue la punta de lanza de esa esperanza, que venía a reafirmar lo que Pizza, birra, faso había propuesto poco antes en el festival de Mar del Plata: “hay un nuevo cine argentino”, aseguraba su afiche. Esa buena nueva encontraba ahora su mesías, y –si se me permite la boutade– su iglesia y sus pastores.

Esa generación de críticos y cineastas en ciernes encontró en el Bafici un lugar al cual peregrinar cada año a manifestar su fe. Cuando poco después la Argentina estalló en una de sus dolorosas crisis cíclicas, esa comunidad cinéfila encontró de algún modo su destino anunciado, mientras el mundo entero descubría con asombro que bajo los adoquines del 2001 había arena de playa, al menos en el cine argentino. El crecimiento de ese cine “independiente” fue vivido como un renacimiento, del que el Bafici iba mostrando año a año su evolución, a propios y extraños, a festejantes y escépticos. El festival se ungió así como lugar de encuentro e integración con los motivos del cine contemporáneo, en un momento en que el mismo cine argentino ocupaba un lugar central bajo las luces de un mercado global siempre ávido de novedades.

Esa alianza resistió, con sus idas y vueltas, durante largos años; acaso hasta la disonante reacción ante Historias extraordinarias (2008), alabada por la crítica local e incomprendida por la extranjera: una década después del primer Bafici y ante el agotamiento de un modelo que seguía llenando año a año sus pantallas (el prototípico film de vagabundeo adolescente), la película de Llinás fue un autoconsciente manifiesto –tras el traspié de la premiada Upa–, hecho esta vez desde las entrañas del modernismo del NCA, en favor de un giro que nunca tuvo lugar, o acaso fue de 360 grados… El mismo Llinás expandió su esquema otra década después con La flor (2017), del mismo modo en que Rejtman había repetido su cansina juvenilia de veinte años antes con Dos disparos (2015). Nada nuevo bajo el sol. Lo que seguía faltando (en el Bafici, y acaso en el cine argentino en general) era un cine que interpelara a su propia época, como el que ese NCA había venido a alumbrar –con cierta ingenuidad o complicidad– en medio de la fiesta menemista.

Veinte años después, entonces, el presente del Bafici no puede sino seguir unido a ese ya no tan nuevo NCA, como un hermano siamés envejecido para bien o mal a la par. Pues el tiempo no trae por sí la madurez, sino una persistente nostalgia anticipada, como sucede en buena parte de las jóvenes-viejas películas que vemos año a año en loop. Entre ese eterno retorno de ciertos tópicos juvenilistas (en manos de nuevas o viejas generaciones perdidas), y el aburguesamiento de su asimilación burocrática al cine industrial (con su previsible corrección de géneros), el NCA parece haberse diluido en la irrelevancia, sin que nadie se atreva a consignar su muerte –tal vez porque eso implicaría empezar a preguntarse por la incógnita de su herencia.

¿Dónde está, 20 años después, esa llama –o ese fuego fatuo– de los inicios? En medio de una época que también parece un revival extenuado de aquellos neoliberales años 90 que lo vieron surgir, no parece haber una nueva generación que quiera proponer discusiones estéticas, no digamos ya políticas. Acaso el NCA empezó a sucumbir cuando fue canonizado críticamente, e incorporado a un sistema productivo del que el Bafici fue, para bien o mal, parte. Tal vez aquellos cineastas –que no sabían que había existido otro NCA décadas antes, vencido por otras imposibilidades– tampoco tenían una conciencia política clara, y solo los movía su hartazgo (más estético que ético) ante un cine que ya no los representaba… ¿Hay alguien hoy buscando su lugar, en medio de un cine que no lo representa, y buscando filmar a su vez lo no representado, como hicieron alguna vez Caetano o Trapero? ¿Y habrá, en este Bafici autoconsciente y los que vendrán, la posibilidad de ver aquello que está(ba) negado en las demás pantallas? ¿Habrá, en fin, una joven generación de cineastas y críticos que vuelvan a renovar su fe en el futuro del cine argentino?

Este texto pertenece al libro Otoños porteños.

Nicolás Prividera / Copyleft 2018