SED DE EXISTIR: UNA NOTA BREVE Y ACOTADA SOBRE KIRK DOUGLAS

SED DE EXISTIR: UNA NOTA BREVE Y ACOTADA SOBRE KIRK DOUGLAS

por - Adiós al cine, Críticas
07 Feb, 2020 10:27 | 1 comentario
Palabras insuficientes sobre Kirk Douglas.

A pesar de sus escasas apariciones en público, nadie lo había dado por muerto en la última década, porque se sabía que, pese a varios contratiempos de salud propios de su edad, Kirk Douglas seguía en pie, lúcido como siempre, menos vital que antaño y dispuesto a no dimitir del mundo de los vivos. Pero la inmortalidad no es un don biológico de la vida humana, y aquel actor del Hollywood clásico, al que todos recuerdan por Espartaco, cerró los ojos el pasado 5 de febrero.

De inmediato, la noticia despertó los lamentos y los pronunciamientos públicos, y en la intimidad de muchos hombres y mujeres, el impreciso sentimiento de pérdida de un desconocido resultó ser una emoción común. Es que en la memoria colectiva de todos aquellos que crecieron con el cine durante el siglo pasado, el hombre que tenía un singularísimo hueco en su mentón y lucía como luchador de catch era mucho más que uno de los últimos grandes actores de la era clásica de Hollywood. Los Robert Mitchum, los Burt Lancaster, los Tony Curtis, los John Wayne, incluso los Clint Eastwood, son figuras que pertenecen a la memoria compartida de generaciones dispares. La muerte de Douglas aviva recuerdos casi perdidos en el tiempo. ¿No revivieron, los que tienen entre 40 y 70 años, a sus propios fantasmas con la noticia? He aquí un indicio de los alcances subjetivos del cine.

En el primer capítulo de su autobiografía, Kirk Douglas. El hijo del trapero, Issur Danielovitch Demsky, el verdadero nombre del actor, repasaba una vieja escena de su infancia. El tono literario es el de un cuento infantil, donde se introduce el amor materno y una noción propia de la profesión elegida: el deseo de ser alguien. El giro retórico culmina con una aseveración: “Pero por mucho tiempo no fui nadie”. Ese capítulo ostenta una minuciosa descripción de los orígenes familiares y la severa situación de vida que sus progenitores, ambos inmigrantes bielorrusos de inicio del siglo pasado, enfrentaron al llegar a Estados Unidos. Las anécdotas de ese capítulo constituyen una cifra de la época: el pasaje en el que Douglas admite que su madre apenas podía firmar la libreta del colegio con una sola letra, la X, ese dibujo que los analfabetos aprendían a repetir para firmar papeles, es el reconocimiento de un punto inicial adverso y asimismo una experiencia que determinó su sensibilidad y también su autoconciencia.

El ascenso de Douglas, como es de imaginarse, fue paulatino y voluntarioso. Quiso estudiar y, trabajando en el propio establecimiento educativo, consiguió educarse primero en la St. Lawrence University y después obtuvo una beca para proseguir con su formación en la Academia Norteamericana de Arte Dramático de Nueva York. Los primeros papeles fueron en el teatro, y no mucho después empezó a encontrar su lugar en el cine, que tomó envión después de la Segunda Guerra Mundial. La primera película fue El extraño amor de Martha Ivers (1946), al mando de Lewis Milestone; luego, estuvo en otros films de directores notables, como John Stahl y Mankiewicz, pero fue el boxeador que compuso en El triunfador el que selló su condición de estrella de cine.

De ahí en más, sus papeles fueron tan heterogéneos como el cine puede serlo. Fue pistolero, mafioso, periodista, esclavo de origen tracio, teólogo, héroe mítico, coronel; no importa el rol, cualquiera haya sido, la intensidad y las variaciones anímicas en oposición fueron sin duda la expresión distintiva de su arte, como si su virtud dramática hubiera estado asociada a los picos de conducta que caracterizan la conducta de los maniacodepresivos. Al respecto se podrían señalar papeles notables en los que se puede detectar esa magnitud psíquica, capaz incluso de revelar como una cuestión secundaria su anatomía, propia de un forzudo de una civilización antigua. El periodista de Cadena de rocas o el detective de Antesala del infierno son buenos ejemplos de esa tensión extenuante del comportamiento de sus personajes, que alcanza su máxima expresión en Sed de vivir, de Vincente Minnelli, cuando Van Gogh conoció la reencarnación en el cuerpo de Douglas.

Fue el director rumano Jean Negulesco quien observó, tras sacarle una foto a Douglas con barba, el parecido entre el pintor y el actor, un descubrimiento que entusiasmó de inmediato a Douglas para producir e interpretar ese film. Los grandes actores son aquellos que nos hacen sentir que nacieron para realizar un papel. Con Douglas se podría señalar esto a propósito de Espartaco, pero su Van Gogh se impone como un destino. La infinita soledad que transmite en algunos pasajes, la alegría desbordante de los primeros días en compañía de Paul Gauguin, la paz que irradia su propio semblante ante el destello de un posible amor o la compenetración sensible reflejada en su rosto para observar a los campesinos glosan un repertorio dramático sin parangón que demuestra la grandeza de un intérprete. Esos pasajes, y no solo esos, lo sobrevivirán, del mismo modo que La noche estrellada y Trigal con cuervos persisten en nuestra memoria.


Fotogramas: 1) Sed de vivir; 2) Retorno al pasado.

Este texto fue publicado en el diario La Voz del Interior en el mes de febrero 2020. 

Roger Koza / Copyleft 2020