ELOGIO CINEMATOGRÁFICO INDIRECTO AL DIVÁN

ELOGIO CINEMATOGRÁFICO INDIRECTO AL DIVÁN

por - Ensayos
17 Nov, 2021 05:43 | Sin comentarios
A propósito de la experiencia del diván psicoanalítico, algunas ideas sobre la disyunción del sonido y la imagen en la puesta en escena.

La violencia del plano frontal medio de un hombre que habla y mira luego a quien le habla y su eventual contraplano inmediato del interlocutor, que también mira y responde, reside en la ruptura del hábito misterioso que constituye cualquier conversación. Muy pocas personas, mientras hablan, miran directa y sostenidamente a los ojos de quien escucha, y si así lo hicieran la incomodidad resultaría ostensible. En efecto, la conducta ocular suele variar de foco en la conversación: el campo visual del hablante suele oscilar a través de cambios de perspectiva laterales en los que la atención visual es dispersa y matizada por una dialéctica ágil y lacónica en la que se intercala la visión con planos fijos sobre la cara del oyente.

En el cine, las conversaciones por lo general se filman considerando la naturaleza del intercambio verbal como un fenómeno circunscripto a la boca, en el que las expresiones faciales del receptor transparentan los efectos de la palabra en la escucha. La atención sobre el intercambio de miradas en la conversación está elidido e incluso traicionado en tanto que el plano y contraplano se instrumenta bajo dos opciones canónicas: erigiendo un encuadre desde una posición lateral para registrar a los hablantes; situando la cámara en una posición diagonal que permita tomar el intercambio desde detrás de los hombros, con su necesario contraplano, en el que se ve al interlocutor ya en una posición casi semisubjetiva. Es por eso que el plano-contraplano frontal (el ojo a ojo, el boca a boca, el rostro a rostro) disloca la experiencia cotidiana y asimismo el presunto naturalismo perceptivo que en el cine no es otra cosa que una convención asentada como sentido común. Cuando Robert Bresson y Abbas Kiarostami apelaban esporádicamente en algunas de sus películas a una representación frontal de la conversación, a ese ida y vuelta frontal del hablante mirando fijo a su interlocutor en el momento de la alocución, se destituía una lógica convencional de la interacción y se inscribía otra: todo lucía poco familiar en este sistema de representación de la comunicación, cuyo efecto es indudable: puro e intenso extrañamiento. ¿No es lo que sucede con el cineasta más lúdicamente lacaniano de la actualidad, el señor Eugène Green?

Lo que le sucede en el diván al analizado es la inversión correlativa y exacta del extrañamiento estético que propone el plano-contraplano frontal y directo en la conversación filmada. El paciente acostado traza un relato de algo que le preocupa y tal vez lo angustia; su crónica puede ser banal o decisiva según el parecer de él o ella, no así para el analista, porque ninguna palabra “insignificante” está librada al azar y a la irrelevancia desde el momento en que se pronuncia en la escena del análisis. El paciente habla, expone, insiste con algo, se pierde en un hilo del argumento, lo distrae una subordinada de su inconsciente, intenta retomar el centro de su molestia, se equivoca, falla en conectar los fragmentos y, cuando cree que ha finalmente hallado las premisas de su angustia, la intervención del analista desarregla el ordenamiento del discurso con tan solo acentuar o cambiar de lugar lo que este viene diciendo. Si el analizado está realmente escuchando esa intervención es lo más parecido que le sucede a un espectador de cine cuando tiene que asimilar un plano frontal fijo. En el caso del análisis, no obstante, ya no se trata del hablante y del interlocutor potencial, sino del inconsciente del analizado. La confrontación es otra. El propio analizado mira por un instante y de frente una versión de sí. ¿No hay acá, por otra parte, una semejanza entre el analista y el crítico de cine? El crítico tiene la tarea de analizar e identificar una secuencia o un plano donde la película revela su sistema, detrás y delante de cámara. Es que las películas también tienen su inconsciente y este se expone en el plano y en la relación de cada plano con los otros de las películas. Esa es una de las grandes lecciones de Santiago, cuando João Moreira Salles lee en el propio registro de su cámara una distancia entre él y su personaje, el mayordomo de su familia, y reconoce ahí, en esa enunciación, la asimetría entre quien está detrás de cámara y el otro que está delante, secuencia que plasma una notable toma de conciencia sobre un fenómeno poco frecuente en el cine, fuera y dentro de una película, en el que el director verifica las coordenadas de su inconsciente de clase. 

Para cualquier analizado cuya biografía esté relacionada con el cine y la teoría, los lazos entre el diván y la puesta en escena en el cine son evidentes. En principio, la experiencia del diván opera una disyunción entre la mirada, el habla y la escucha. El analizado no puede identificar la referencia de la voz, aunque la supone, lógicamente, y aprende a confiar que atrás de él o ella está el analista que interviene moderadamente sobre las distintas asociaciones que suscitan la posición del cuerpo y el compromiso a decir algo de sí. Cuando habla, si no cierra los ojos, mira sin mirar durante toda la sesión. Hablar sin atender con los ojos no es una habilidad cualquiera, pero como tantas otras operaciones cognitivas, como las de tocar un piano o manejar un automóvil, tras bastante práctica la disociación indispensable para ser analizado en un diván se constituye como un saber práctico de la conciencia. Que así sea no significa que la técnica pierda su eficacia, aunque el vertiginoso descontrol de las primeras sesiones en esa posición inusual en la que se empieza a hablar para dirigirse a alguien que no se ve jamás será igual. Lo invariable es que la condición de posibilidad de que el sentido se revele radica precisamente en ese procedimiento de disyunción entre los ojos y los oídos, entre el habla y la escucha. La deposición del naturalismo es crucial para hacer hablar al inconsciente y prestar entonces la atención debida a los signos dispersos que lo materializan tenuemente.

Tres aforismos: “Cuando un sonido puede remplazar una imagen, suprimirla o neutralizarla. El oído va más hacia adentro, el ojo más hacia afuera”. “Si un sonido es el complemento obligado de una imagen, dar preponderancia sea al sonido, sea a la imagen. En paridad, se dañan o se matan, como se dice de los colores”. “Imagen y sonido no deben prestarse ayuda, sino trabajar cada uno a su turno en una especie de relevo”. Estos dichos misteriosos que parecen provenir de la meditación de un místico o un filósofo hermético se leen en Notas sobre el cinematógrafo, un libro rarísimo de Robert Bresson que puede ser leído como una poética, un libro de confesiones estéticas y también como una didáctica lanzada a la eternidad para que algún cineasta en un tiempo futuro pueda volver a examinar el cinematógrafo como una instrumento privilegiado con el que indagar una dimensión subjetiva y acaso espiritual de la física del mundo. Las citas indican una intuición y una valoración: el sonido es muchísimo más decisivo que la imagen. El ejemplo favorito de Bresson era el sonido de una locomotora. Basta ese sonido tan hermoso y distintivo para que un encadenamiento de asociaciones advenga al flujo de la conciencia. Todos los sonidos tienen una preeminencia sensible, porque la experiencia sonora es además ontológicamente primera si se entiende que los latidos de corazón y las melodías proferidas por la madre constituyen lo otro y lo diferente que comienza a demarcar un corte entre lo propio y lo impropio, primera inscripción no consciente de esa diferencia esencial. Es el sonido el que incita a la asociación de imágenes y no viceversa.

No son muchas las películas, aunque tampoco son demasiado pocas, que consiguen reanudar la preeminencia sonora sobre lo visual. La ciénaga y La niña santa de Lucrecia Martel, Madre e hijo o Una vida humilde de Alexander Sokurov, El rostro y La casa de Gustavo Fontán, Carretera perdida de David Lynch son algunas de las que conciben el sonido como un magma sin referencias precisas. En ellas emergen signos sonoros imprecisos y sin coincidencia con el fluir de las imágenes, un fondo inquietante en el que se desenvuelven traumas, duelos inminentes, alusiones reprimidas, memorias demasiado pretéritas, estados anímicos apenas conscientes para los personajes, o quizás también el estado anímico que delinea un ubicuo sentimiento y que fija disimuladamente el alma de la película. Diríase que la puesta en escena de estos títulos está en consonancia con la experiencia horizontal del cuerpo que habla en el diván, la cual presupone el distanciamiento de la palabra y la referencia, del oído y la vista y de quienes se citan al encuentro analítico.

* Comisionado y publicado en Enlaces. Psicoanálisis y cultura» nro 27, Grama, Bs As, sept 2021.

*Fotograma de encabezado: Madre e hijo (Sokurov)