EL TIEMPO RECOBRADO: EL CINE DE ANDREI TARKOVSKI

EL TIEMPO RECOBRADO: EL CINE DE ANDREI TARKOVSKI

por - Ensayos
11 Dic, 2009 05:32 | comentarios

Por Nicolás Prividera

(Advertencia: Escribí esta “monografía” a principios de los ‘90, para alguna materia inicial de la facultad. Recién empezaba a comprender el “cine contemporáneo”, del que Tarkovski fue de algún modo precursor –el más conservador de los precursores o el más tradicional de los modernos, digamos, si pensamos que su heredero es Sokurov-. Pero en aquel entonces ese cine (que nos llegaba en cuentagotas) aún estaba en formación –como yo mismo-. Pero si bien hoy pondría el eje no ya en lo metafísico sino en lo histórico –es decir, en sus obras maestras Andrei Rublev y El espejo– puedo decir que todavía me descubro en algunas de las ideas primarias desperdigadas en este viejo texto. Podría decir, entonces, que es lo primero que escribí sobre cine, o al menos lo primero que decidí conservar.) 

0. Introducción

El cine, inventado como modo de fotografiar los objetos en movimiento, o como representación del movimiento, ha descubierto, con él, mucho más que un cambio de lugar: es una nueva manera de simbolizar los pensamientos (…) A este respecto, precisamente, está lejos de haber dado o de dar todo lo que puede esperarse de él.

Merleau Ponty

Toda gran obra esboza, más allá de sí misma, una concepción sobre sus propios medios y fines, una teoría del Arte. Todo gran artista cierra una tradición y propone otra. Porqué esta propuesta es o no aceptada, porqué algunas obras son ignoradas por sus contemporáneos y reivindicadas mucho mas tarde, es un trabajo para historiadores y sociólogos del Arte. Lo cierto es que el rechazo habla tanto de una sociedad como el aplauso cerrado.

La obra de Andrei Tarkovski fue primero ignorada y luego perseguida, cuando fuera de la URSS empezaban a elogiarla. Tal vez porque su concepción era demasiado radical -demasiado conectada, paradójicamente, con el sentir profundo de su tradición- para un sistema que no permitía desarrollarse a ninguna mirada que no replicara su cerrada visión de las cosas. Porque Tarkovski puso en disputa, más que una tradición cinematográfica, el sentido mismo del arte del cine.

Tarkovski, como el mejor arte de la segunda mitad de este siglo, reintroduce la Vanguardia en la Tradición. Reinstala al arte, “en la época de su reproductibilidad técnica”, en el horizonte del Humanismo. Apenas si podremos dar un pantallazo de estas cuestiones, lateralmente, conformándonos con vislumbrar algunos de sus destellos. Pero para eso hay que remontarse a otro cineasta prematuramente desaparecido…

1. El fantasma de Eisenstein

Nunca he logrado separar mi vida de mis películas (…) Muchos directores se las arreglan para vivir de una forma y expresar otras ideas en sus obras: son capaces de dividir en dos su conciencia. Yo no. Para mí el cine no es solo un trabajo. Es mi vida.

Andrei Tarkovski

En 1935, tras la imposibilidad de terminar Que viva México, y luego de múltiples enfrentamientos con las autoridades soviéticas, Sergei Eisenstein se aprestaba a rodar un guión finalmente aprobado: El prado de Bezhin. En su diario, Jay Leda, historiador del cine soviético y por entonces su ayudante, escribe sobre el proyecto: “la impresión debe ser la de examinar con amor los rincones y los detalles de un paisaje iluminado por la luz suave y postrera del romanticismo y seleccionado por un artista fascinado por el ojo de Oriente”[i]. Se refería a Turgueniev, en cuya atmósfera se inspiraba el guión, que narraba la historia del joven Stepok, quien habiendo organizado a sus jóvenes pioneros para custodiar por las noches la cosecha de la granja colectiva de Bezhin, frustra los planes de su padre, un kulak que desea destruir la cosecha y termina matándolo.

Sin embargo, los problemas de Eisenstein no habían terminado. Boris Shumayatsky, el ‘zar’ del cine soviético, adujo luego de ver las primeras tomas que se estaba produciendo un film de “perjudiciales efectos formalistas”: “la lucha de clases ha quedado sumergida por el choque de las fuerzas elementales de la naturaleza, con una lucha entre el bien y el mal (…) asume rasgos bíblicos: el padre aparece como un Pan mitológico, asumiendo el rol de un Abraham que sacrifica a su hijo”[ii]. Se le ordenó “mejorar”el guión, pero Eisenstein ya no podía echarse atrás. Jay Leda apunta en su diario como “le describió la muerte del chico y como un árbol seco, con el sol crepuscular detrás, proyectaba la sombra de la cruz sobre su cuerpo (…) Saltó a la mesa e interpretó la escena, incluso hasta estirar sus brazos para ilustrar la sombra de la cruz hecha por el árbol”[iii]. El film estaba sentenciado: en marzo de 1937 el rodaje fue detenido y Eisenstein humillado públicamente. Estaban comenzando las grandes ‘purgas’, y hasta se prohibió volver a mencionar la película. “Cuando terminó la segunda guerra mundial -narra Marie Seton, biógrafa de Eisenstein[iv]– se adujo que tanto el negativo como la copia de montaje habían sido destruidos por el fuego o el agua, lo que quedó en la incertidumbre. De algún lado, algún día, podrá resurgir alguna copia oculta…”.

La copia no apareció, pero treinta años después el ‘fantasma’de Eisenstein reencarnó en la figura de otro director que removió las rígidas estructuras del cine soviético. Si Eisenstein asistió al nacimiento y afianzamiento del “Realismo socialista” (que lo hizo pasar de genio a traidor: basta recordar la desaparición de Trotsky en Octubre), a Tarkovski le tocó convivir con él (y su muerte prematura le impidió asistir a su entierro). Esa convivencia no fue pacífica: a lo largo de veinticinco años, Tarkovski debió luchar duramente para realizar cada uno de sus siete películas. También Eisenstein había llegado a terminar esa cantidad de films cuando lo sorprendió la muerte. Tenía cincuenta años y había dejado la vida en cada película. No es el único lugar donde los caminos de ambos cineastas se cruzan.

La infancia de Iván [último fotograma]

En su primer film –La infancia de Iván (1963)- Tarkovski vuelve a poner a un niño frente a los desastres de la guerra. Este esquema no es nuevo (es casi un subgénero del cine bélico, con innumerables ejemplos, entre los que podemos recordar el de Venga y vea, de Klimov o El imperio del sol de Spielberg). Pero Tarkovski llena este drama bélico con un aliento particular que definirá todo su cine, marcando su alejamiento de la estética oficial: “por aquel entonces yo estaba muy lejos de renovar de forma consecuente mis principios de escenificación. Pero cada vez aparecían leves indicios de innovación en la estructura dramática, que conducían invariablemente a la protesta; protestas en las que ase hacía referencia a los espectadores, que -según se decía- necesitaban un argumento sin rupturas, con un desarrollo lineal”[v].

Las críticas no difieren demasiado de las que solían hacerle a Eisenstein. Y es que aunque sus estéticas sean opuestas -Tarkovski, como veremos, reniega de la artificialidad y rigidez del ‘montaje intelectual’- ambos directores compartieron su oposición al paradigma cinematográfico dominante. Este -contrariamente a lo que suele pensarse ingenuamente- no era el ‘realismo socialista’ sino el modelo hollywoodense, del que aquel no era sino un hijo no reconocido.

2. Los usos del ‘canon’

Solo a través del tiempo, el tiempo es conquistado

T. S. Eliot

El ‘realismo socialista’ -en su vertiente cinematográfica- no es más que una versión “políticamente correcta” del canon realista desarrollado e impuesto por los norteamericanos, transformándolo en ‘universal’ (Godard lo ha expresado mejor que nadie al decir que decir ‘cine americano’ es una redundancia). Esto significa que más allá de los azares locales de la anécdota (un western sobre “el nacimiento de una nación” o la exaltación del “hombre socialista”) la concepción responde a un mismo paradigma: el macrogénero -digamos- ‘realista’. Lo que está implícito en la crítica godardiana no es tanto esta forma como su imposición universal. Pues el ‘Realismo’ no es más (a pesar de ciertos teóricos que aseguran que la vocación mimética atraviesa las historias y las geografías) que una estilización falsa, un estilo que borra sus marcas de producción para aparecer como ‘lo Real’ (entonces podríamos no renunciar al concepto de mímesis, sino estudiarla siguiendo los modos de producción[vi]).

El ‘Realismo’, en esta visión globalizada que aplasta toda alteridad, es un ‘real’degradado, un fantasma. El paradigma norteamericano concibe al film como un ‘sistema de información’, donde cada plano está pautado en virtud de la ‘cantidad’de información que contiene y el tiempo necesario para su decodificación: cada plano tiene un espacio y un tiempo de lectura definidos por la información que contiene. Esta “economía visual” homogeniza tanto la producción como la recepción, asegurando la racionalidad del intercambio según un modelo puramente económico.

Esta ‘idea’ del cine (que alcanza su formulación total en un film de Griffith (1915) no casualmente llamado El nacimiento de una nación) fue tomada por su ‘esencia’, y llevada a todas las cinematografías, incluida la soviética. El inmenso poder -industrial e ideológico- que el cine había adquirido no parecía dejar otro camino: hasta la Unión Soviética desechó los frutos de su vanguardia cinematográfica -la más importante del siglo- y se acopló al paradigma dominante (así como terminó adoptando el capitalismo, bajo la forma desplazada de ‘capitalismo de estado’).

Tarkovski intuyó que la imagen cinematográfica era algo más que un soporte de información, y consagró su obra a destruir esta aberración ‘funcionalista’ (la misma que había arrasado con la utopía modernista de las vanguardias). Partió de su crítica a Eisenstein, quien también veía en la imagen un medio para transmitir una ‘idea’: “si rechazo los principios de un ‘cine de montaje’ -dice- es porque no permite que la película se extienda más allá de los límites de la pantalla, porque no deja al espectador que remita lo que ve en la pantalla a su propia experiencia”.[vii] No se trata de guiarse ni por un tiempo artificial (Eisenstein y su ‘montaje intelectual’) ni por un tiempo informativo (Griffith y la tradición narrativa), sino de realizar un montaje ‘en función’ del fluir del tiempo “interno” de cada imagen y del film en su conjunto. Aunque superficialmente no se le parezca en nada, Tarkovski puede situarse dentro de otra tradición del cine ruso, que tuvo menor descendencia: la de Dziga Vertov y el ‘cine-ojo’. En él la cámara es un ojo privilegiado que observa el mundo sin imponerle nada, pero esa observación documental está filtrada por un segundo ojo, el ojo del artista -en par dialéctico con el primero, a través del montaje-, culminando todo el proceso en la mirada sintética del espectador.

Tarkovski quiere hacer suya la definición de Miguel Angel sobre la labor del escultor: así como este esculpía en el mármol dejando al descubierto la figura ‘atrapada’ en la piedra, el cineasta esculpe en el tiempo y deja fluir la respiración de las imágenes. Ante un cine maquinizado que lleva al espectador en línea recta hasta la palabra ‘fin’, los films de Tarkovski son paisajes donde el espectador es invitado a pasear. Pero la travesía es ardua: el espectador debe completar la obra, debe ayudar a re-construir un sentido que no sólo no es único sino que también es oscuro para el mismo director. Desde la pantalla, el artista nos tiende la mano de su mirada y nos invita a seguirlo, pero el viaje depende de nosotros.      

3. Infancia y Sacrificio

Cuando el niño era niño, no sabía que era niño; para él todo estaba animado, y todas las almas eran una. Cuando el niño era niño, era el tiempo de preguntas como ¿por qué yo soy yo y no tú?, ¿cuando empezó el tiempo y donde termina el espacio?, lo que veo, oigo y huelo, ¿no es sólo la apariencia de un mundo ante el mundo?

Peter Handke

Andrei Tarkovski comenzó su carrera en el cine en la década del ‘60, signada por la crisis del cine norteamericano y el afianzamiento del cine europeo tras la posguerra. El neorrealismo italiano había surgido de las cenizas de Europa como el espejo invertido de la estética hollywoodense: si esta situaba sus historias en el ámbito irreal de un decorado, aquel sacaba las cámaras a la calle; mientras uno convertía al actor en “estrella”, el otro capturaba los rostros en la multitud. El ojo de la cámara se detenía en aquellos lugares que Hollywood evitaba: los paisajes derruidos de la vida cotidiana (como lo había hecho la pintura un siglo antes). Pero esta estética, más que una ruptura, significó –como hemos dicho- la exacta contracara del “realismo” hollywoodense. El neorrealismo no vino a destronarlo, sino a aggiornarlo a un mundo que había perdido la inocencia. La imagen siguió cumpliendo su papel funcional, aunque la información fuera más prosaica: en vez de una febril persecución, la ciudad sólo dejaba entrever la triste caminata de un hombre en busca de una bicicleta robada. Pero la pantalla no dejaba de ser una ventana por la cual acceder al mundo como pura exterioridad[viii]. Sin embargo, a pesar de las críticas que puede hacérsele, el neorrealismo fue la escuela de una generación de cineastas para los que significó un primer paso hacia la liberación del tiempo homogeneizado al que los había condenado el cine norteamericano. El paso siguiente, una vez destruido su espacio de cartón pintado, era modificar su concepción instrumental del tiempo. 

A fines de la década del ‘60, dos directores europeos –cuya obra abriría nuevos caminos- comenzaron a cercar y derribar esa concepción: se trata de Alain Resnais y Michelangelo Antonioni. Resnais buceó en el tiempo para indagar sobre la memoria personal (El año pasado en Marienbad: complejo relato con la lógica de un sueño) y colectiva (Noche y niebla: una visita a los desolados campos de concentración que había dejado el nazismo). Por su parte, Antonioni se detuvo en lo que la memoria del cine norteamericano obturaba: los tiempos “muertos”: donde Hollywood cortaba para pasar a la escena siguiente, el director italiano descubrió los puntos neurálgicos de la existencia moderna, la experiencia del vacío. Estos cineastas sentaron las bases de un cine nuevo, preocupado por la “interioridad”, más que por la pura exterioridad del cine norteamericano: en este, la acción encubre el vacío de sentido (es un “movimiento falso”), mientras que demorarse en el tiempo devuelve al cine su relación con la vida, aun en sus propios limites, en su enfrentamiento con su propio final infeliz.

Pero si ambos cineastas descubrieron territorios inexplorados, también chocaron con sus propios límites. Cercanos al marxismo, no pudieron dejar atrás una visión puramente material del mundo: su obra refleja no sólo sus contradicciones, sino las de la clase burguesa a la que pertenecían y venían a criticar. Y esa tensión no dejaba de ser inherente al cine mismo, ya que este reproduce la “realidad” a través de medios “irreales”: lo real, fotografiado hasta el menor de sus detalles por el ojo quirúrgico de la cámara, no es más que luz sobre una pantalla blanca… Esta es la paradoja que Andrei Tarkovski quiere plasmar en su obra: ¿cómo captar –con un medio tan “realista” como el cine- la esencia de las cosas? ¿Cómo ir mas allá de su mero aparecer, y mostrar –más que demostrar- su trascendencia? Tarkovski comprende que no hay diferencia entre las imágenes desplegadas en la panrtalla y los objetos capturados por ellas: ambos están hechos de tiempo…

La infancia de Iván (1962) ya contiene los rasgos esenciales que desarrollara en toda su obra. Como todo artista que construye un estilo, Tarkovski utiliza los géneros para quebrar las expectativas del espectador. Así como lo haría luego con el cine histórico (Andrei Rublev) y la ciencia ficción (Solaris), su primer film se inscribe en el cine “bélico”, de larga tradición en el cine soviético, pero entra en tensión con la tradición del realismo socialista (incluso toma elementos clave del Neorrealismo, como la acción mínima y el ascetismo extremo), llevándolo a su propio limite: la guerra no está vista a través de la acción exterior (no hay bombas ni combates) sino a través de la mirada de un niño. Imágenes del inconsciente (como ese pantano al inicio de la película), que hacen al espectador bucear en sus propias pesadillas y encontrar sus propios fantasmas.

Cine de epifanías, los films de Tarkovski buscan captar el instante en que el mundo se revela, más allá de su apariencia (o a través de su apariencia). Si la esencia de las cosas es ser-en-el-tiempo, la cámara intenta apresar su fluir, ese espacio-otro donde las cosas son. Hay una imagen en El espejo –la marca vaporosa de una taza de te sobre una mesa, desvaneciéndose-, que es una metáfora de todo su cine: el intento de apresar lo inaprensible del tiempo, ese instante en que el presente se vuelve pasado y el pasado futuro.

En Andrei Rublev, su biografía colectiva (casi un fresco) sobre un medieval pintor de iconos, Tarkovski nos devuelve a una época en que las imágenes eran sagradas. Lo que el artista busca, ayer y siempre, es devolverle a las imágenes la densidad que han perdido, en un mundo donde su saturación y banalización las vacía de sentido. Ese mismo vacío amenaza la palabra, y por eso esta ocupa también un lugar preponderante (no hay que olvidar que el padre de Tarkovski es poeta): sus personajes se imponen el silencio y se liberan al reconquistar la palabra (como el niño al comienzo de El espejo y al final de El sacrificio: sólo ellos parecen ser capaz de devolverle al lenguaje su capacidad de comunicar lo trascendente, aun desde su propio limite –como cuando el niño logra hacer sonar la campana en Andrei Rublev). Sólo los grandes artistas pueden devolvernos esa mirada de la infancia perdida, y eso es lo que Tarkovski quiere recuperar por y para el cine.

4. Tarkovski, lector de Proust

Me veré otra vez hecho niño

Y entonces seré feliz

Al saber que todo me espera,

Que aun todo es posible

Arseni Tarkovski

Cargando con la enfermedad que consumiría su vida poco después, y tras largos años de desencuentros con las autoridades soviéticas, Tarkovski emprendió el camino del exilio, primero en Italia, y después en Suecia. Allí concretó dos films más (Nostalgia y Sacrificio), en los que el poeta se despide del mundo. Dentro de esa obra que la muerte vino a cerrar, ocupa un lugar privilegiado El Espejo, su anteúltima película soviética. Este film, en el que abandona definitivamente las formas clásicas, provocó un profundo y final rechazo por parte de las autoridades cinematográficas de su país, ya que poco quedaba en él del “realismo socialista”. Lo que no pudieron ver, de ninguna manera, fue que con este film Tarkovski rompía en realidad con los cánones del tiempo cinematográfico establecidos por el paradigma norteamericano.

Frente a esa realidad puramente exterior, Tarkovski se propone adentrarse en la realidad de la vida interior: el cine como (espejo de la) conciencia –tanto sensual  como moral- del mundo. Las imágenes re-construyen el fluir de la conciencia, la memoria como espejo roto, la identidad como un mosaico hecho de tiempo. Somos memoria porque somos en el tiempo, y si la memoria es nuestro ser en el tiempo, el cine es el único modo de apresar esa mirada ensimismada en su des-hacerse. Ser, Tiempo, Memoria, son términos intercambiables, y el cine es el espejo de todos ellos.

Pero Conciencia y Memoria deben entenderse como expresión de una subjetividad que hace presentes mecanismos esenciales al Hombre, no sólo como ser individual, sino –primordialmente- como ser social. La memoria es –ante todo- memoria histórica y colectiva. El cine ocupa, entonces, un lugar privilegiado. Así lo entiende Tarkovski: cada toma es “la fijación de la realidad, la esencia del tiempo, una forma de preservarlo que nos permite llevarlo hacia adelante y hacia atrás, eternamente. Ningún otro arte puede hacer eso”. Pero –en un ida y vuelta- el film no sólo apresa el tiempo objetivo (que el artista subjetiviza a través de la mirada), sino ese tiempo vital que sucede detrás de la cámara, donde fluye la vida. La Obra no es, entonces, sino un gran mapa hecho de tiempo, en el que se expresa la trama de una vida. Como Proust en los siete tomos de La búsqueda del tiempo perdido, Tarkovski construye, más que la conciencia de una biografía,  una suerte de biografía de la conciencia, en la que importan menos los hechos que la revelación de una memoria común a todos los hombres. Si cada conciencia es parte de la Conciencia universal, cada hombre es todos los hombres, y cada vida la huella de una misma búsqueda.

Para un hombre que sólo ha hecho siete películas en veinticinco años, el tiempo no puede sino ser una obsesión. Tarkovski, como Proust, corría una carrera contra su propia desaparición física: debía terminar la Obra antes de que la muerte se la arrebatar de las manos. Escribe Proust: “Tendría que prepararla minuciosamente,  con continuos reagrupamientos de fuerzas, como una ofensiva, soportarla como una fatiga, aceptarla como una regla, construirla como una iglesia, conquistarla como una amistad, crearla como a un mundo, sin prescindir de esos misterios que probablemente solo tienen explicación en otros mundos y cuyo presentimiento es lo que mas nos conmueve, en la vida y en el arte”. Como en un cuento de Borges (El milagro secreto), el artista ha pedido a Dios que le conceda un tiempo para terminar su Obra. Ha dejado la vida en tratar de Ver, y acepta la muerte como un sacrificio. “Si me diese siquiera el tiempo para realizar mi obra –escribe Proust al final de la suya- lo primero que haría seria describir en ella a los hombres ocupando un lugar sumamente grande comparado con el que se les asigna en el espacio, un lugar, por el contrario, prolongado sin limite en el tiempo…”

Recobrar el tiempo es reencontrar la mirada del niño, para quien el tiempo es una mirada pura y una pura mirada. En esa búsqueda se va la vida del artista. En El Sacrificio, su última película, el protagonista –que representa al mismo Tarkovski- va despojándose de todo lo que lo ata a la vida terrenal, hasta prescindir del lenguaje mismo. La última palabra será de su hijo, ese chico que riega el árbol al final de El Sacrificio, y que recuerda al niño que hacia lo mismo al comienzo de La infancia de Iván. El círculo se ha cerrado, y el artista puede descansar en paz. Su obra persistirá (en el doble sentido de esa palabra) en el tiempo.

Notas

[i] citado por Marie Seton, “Lo que Eisenstein no pudo hacer”, en Films que nunca veremos, Ayma editora.

[ii] Ibid., p.305.

[iii] Ibid., p.303.

[iv] Ibid., p. La biografía de Marie Seton (Eisenstein, FCE) es la mas completa y documentada.

[v] Andrei Tarkovski, Esculpir en el tiempo, ediciones Rialp.

[vi] Es imposible aquí reconstruir esta polémica estética y su historia. Uno de los estudios más importantes sobre la representación en occidente es sin duda la monumental Mímesis, de Erich Auerbach (FCE). En cuanto al establecimiento del canon ‘realista’ en el cine, hay un trabajo clásico de Noel Burch: El tragaluz del infinito (Cátedra).

[vii] Andrei Tarkovski, ob. cit., p. 140.

[viii] “En conversación con Zavattini –relata Luis Buñuel- yo le expresaba mi desacuerdo con el neorrealismo. Como estabamos comiendo juntos, el primer ejemplo que tuve a mano fue el de un vaso de vino. Para un neorrealista, le dije, este vaso es un vaso y nada más. Lo vemos salir en una bandeja y volver a la cocina… pero ese mismo vaso, contemplado por seres diferentes, puede ser mil cosas distintas, porque esta la subjetividad del que lo contempla: nadie ve las cosas como son, sino como sus deseos o su estado de ánimo se las hace ver. Yo quisiera un cine que me hiciera ver ese tipo de vasos, porque ese cine me dará una visión integra de la realidad, me abrirá un maravilloso mundo desconocido”. Luis Buñuel, “El cine, instrumento de poesía”, en Revista de la Universidad de México, diciembre de 1958.

Fotos: 1) A. Tarkovski; 2) La infancia de Iván; 3) Andrei Rublev

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