EL PADRINO, SEGUNDA PARTE

EL PADRINO, SEGUNDA PARTE

por - Críticas, Ensayos
26 Dic, 2011 06:10 | Sin comentarios

El padrino, Parte II

Por Nicolás Prividera

1. Comentaba alguien que mi nota anterior sobre El padrino era, desde su título (“deconstrucción de un clásico”) una promesa incumplida. Toda deconstrucción lo es,  porque es infinita por definición. Sólo en ese sentido usamos la palabra: no se trata de aplicar a Derrida como un manual, y menos sobre algo mucho más elusivo que el lenguaje (ya sabemos que el cine ha sido una trampa para semiólogos). Además somos irremediablemente modernos, y preferimos la dialéctica (“negativa” claro, porque no se trata de totalizar, aunque sí de intentar pensar sistemáticamente). Las tres partes de El padrino son un ejemplo claro: la tercera, más que clausurar la trilogía, la vuelve sobre sí misma. Al imitar empobrecidamente a la primera parte, la última vuelve a poner el centro en la segunda (esa negación sin superación).

2. El padrino también fue una deconstrucción del clasicismo por otros medios: porque antes que de una explosión (con autoconciencia godardiana) se trata de una implosión (como siempre en Hollywood, como buena mafia). ¿Dónde está puesta la carga? En la mezcla de géneros (melodrama familiar, tragedia clásica, policial negro, drama judicial), siempre “bajo influencia”. Porque la de El padrino es una organización que no puede dejar nada fuera de su control. En ese sentido reivindica la voluntad de poder del cine clásico, ese imperio en ruinas que aún seguimos saqueando (“la familia Corleone era como el Imperio Romano”, dice uno de los que van a morir hacia el final de la segunda parte, cuando desde la cima se vislumbre la inexotable decadencia).

3. No es casual entonces que el gran tema de El padrino sea el de la administración del poder. Es decir: el modo en que se consigue y se acrecienta (y se pierde) el poder. Una especie de curso maquiavélico (que sólo domina un verdadero “consiglieri”) para entender ese mundo dual de las luces y las sombras (el oscuro despacho del poder frente a la luminosa fiesta pública, como en las repetidas escenas iniciales). La lealtad y la traición como desideologizado sostén de una paz siempre inestable. (Por eso alguna vez bromeamos diciendo que El padrino es la segunda mejor película sobre el peronismo. La primera es Metrópolis, por supuesto…)

4. No es notable entonces que El padrino se construya como una épica, aunque sea una épica del desencanto (cosa que no conmueve a los permanentes admiradores de la mafia), y es que lejos de cualquier tentación brechtiana, Coppola nunca pierde sus ínfulas shakesperianas. Por eso Leone, que había rechazado el proyecto, finalmente trata de imitarlo en Érase una vez en América, para lograr así la respetabilidad que no le daba el western (como el mismo Michael Corleone al intentar “americanizar” a su familia). Paradójicamente su última película (que parece haberle llevado literalmente la vida) no deja de ser un western crepuscular (y también en ese sentido no deja de ser un remedo de El padrino).

5. El padrino, segunda parte es uno de los pocos ejemplos de montaje alterno de la historia del cine (otros son el críptico Porcile de Pasolini, o la extraña Julia & Julia de Nora Ephron), tal vez porque su origen fue un glorioso fracaso: Intolerancia. Si con El nacimiento de una nación Griffith había fundado a la vez una tradición y una forma, y con Intolerancia perdido ese imperio (una historia que el cine norteamericano iba a repetir muchas a veces, de Welles a Coppola), no es casual entonces que tras el clasicismo algo desmañado de la primera parte, en El padrino, segunda parte el relato se bifurque hacia ese origen doblemente “familiar” (algo que los Taviani recobrarían en Good morning Babilonia). Esa continua voluntad de refundación (que lo hizo hasta ponerse “Ford” como segundo nombre) es lo que hizo de Coppola “el último magnate” de Hollywood (y jugar a narrar su propia historia en Tucker).

Coppola y Gordon Willis

6. A Coppola siempre le interesaron los claroscuros (por eso la relación con Gordon Willis tiene en El padrino el mismo peso que la de Toland y Welles en Citizen Kane). En sus mejores films siempre hay un choque de personalidades en la que una se impone sobre la otra a condición de perder su propia subjetividad. Este mecanismo (explícito en Apocalypse now) encuentra su formulación más paradójica en El padrino: Michael y Vito parecen definirse por su diferencia en cuanto a los medios para alcanzar el mismo fin (Michael logra –a través de su participación en una guerra “justa”– la respetabilidad que Vito añora pero inevitablemente pospone –enlodado en su guerra “sucia”) para luego ser alcanzados por el trágico fin de la diferencia (“estoy contigo” le dice Michael tras el atentado, antes de convertirse literalmente en el padrino). El hijo deviene en el padre (en una transustanciación no menos misteriosa que la de la santísima trinidad) y esa violenta edipización no sólo está en la base del film, sino que es uno de los motivos de su persistente culto. Pues en el fondo (y a través) de sus perversiones, El padrino es una lección de moral burguesa (empezando por su fundamento: el mandamiento “honrarás al padre”).

7. El padrino nos muestra como el clasicismo vuelve a triunfar, una y otra vez, frente a las formas disolventes. Y como esa batalla es continua e infinita (y está bien que así sea). Puesto que si bien ese mundo clásico estalló, como pudimos ver en Scarface (en la que De palma descuartiza El padrino usando al mismísimo Pacino) o Buenos muchachos (en la que Scorsese ajusta cuentas con esa película que no pudo dirigir, mostrando a una mafia despojada de cualquier romántico glamour), no podemos dejar de volver una y otra vez a las primeras partes de El padrino para reencontrar ese inicio del fin (como Vito volviendo a Corleone para terminar –y a la vez volver a empezar– su historia). Por eso El padrino, tercera parte es ya extemporánea: luego de dichas películas (y los villanos de Wall Street, así en el cine como en la vida), todo en este film resuma nostalgia (y su único sentido parece encontrarse en la escena final, en la que Michael cae muerto como su padre, vencido él también por la sombra de lo que quiso ser). Lo que no significa que Hollywood no lo resucite una y otra vez (como a muchos muertos-vivos cinematográficos): el mismo Scorsese, luego de la ambigua Casino pareció querer hacer su propio padrino con El aviador (aunque sin alcanzar siquiera el grandioso fracaso de Leone).