EL JARDÍN DE INFANTES PERENNE

EL JARDÍN DE INFANTES PERENNE

por - Ensayos
30 Ago, 2011 06:05 | comentarios
Kirikú y la bruja

Kirikú y la bruja

Por Roger Koza

“Bauticémosla infantia, lo que no se habla. Una infancia que no es una edad de la vida y que no pasa. Ella puebla el discurso. Éste no cesa de alejarla, es su superación. Pero se obstina, con ello mismo, en construirla, como perdida. Sin saberlo, pues, la cobija. Ella es su resto, si la infancia permanece en ella, es porque habita en el adulto, y no a pesar de eso”. Así empieza Lecturas de infancia, de J-F. Lyotard, un texto clave para interrogar la infancia. La cita es conveniente para indicar un paradigma o las coordenadas simbólicas de este texto tentativo y provisional, muy lejos, por cierto, de los partisanos del niño interior y la recuperación de esa espiritualidad prodigio que el adulto debe reconquistar. Creer en una zona de inocencia esencial que el lenguaje, es decir la cultura y sus normas, viene a pervertir es una aberración.

¿No es precisamente esta experiencia la que se puede constatar en ¿Qué paso ayer? 2, en el pasaje en donde Alan (el enigmático y cómico Zach Galifianakis) recuerda y asocia algunos momentos de la noche anterior olvidados por efecto de las drogas? En la escena en cuestión, él se ve a sí mismo y a sus dos amigos como niños, una extraña decisión por parte de Todd Phillips cuya lógica narrativa nada tiene que ver con el relato, excepto si allí se intuye un poco, casi de carambola, lo que Lyotard señala al inicio de su gran libro, en donde intenta descifrar esta experiencia como lo inarticulable (Sartre), el desorden (Valéry), lo indubitable (Kafka), lo infantil (Freud), entre otros ejemplos. En el cine, a menudo, dicha experiencia toma visibilidad: el crítico gourmet en Ratatouille probando un plato cuyo sabor y aroma no sólo lo remiten a su infancia sino que más bien se repite la experiencia de infancia, como si ésta estuviera siempre presente, yuxtapuesta con la actualidad en los reversos de la conciencia. Allí en donde uno cree ser quien es, con su edad, sus creencias, sus gustos, sus amores y sus delirios, allí en donde uno entiende y reconoce el perímetro simbólico de su personalidad, existe un hueco, una falla, el lugar en el que el azar como fuerza atraviesa al Yo que todavía no es sino un posible proyecto de sujeto. En otras palabras: la infancia, estadio pretérito y latente, en el que se percibe, aún sin el concepto, la radical contingencia de todo, aunque todo y todos los que están alrededor se empecinen en demostrar lo contrario.

Es por eso que el cine dirigido a niños es siempre un inventario ideológico. Que existan cajas felices con hamburguesas decoradas por personajes de películas excede al mero marketing y su racionalidad económica. Los emblemas de Disney y DreamWorks, los héroes de Pixar y las criaturas animadas de la producción nacional funcionan como personajes conceptuales, figuras que encarnan un ideal, una perspectiva, una metafísica. Para combatir la contingencia se necesitan soldados férreos.

¿Suena excesivo? Pensar tan sólo a fondo El Rey León es suficiente y permitiría verificar una hipótesis de trabajo. En efecto, El Rey León universaliza una imagen del mundo específica, más allá de su supuesto flirteo difuso con Shakespeare: el ciclo de la vida (cosmología New Age), hakuna matata (hedonismo pop) y Scar diciendo con la voz de Jeremy Irons “la vida es injusta” (capitalismo darwinista) son algunos discursos rivales que el film elige incorporar para luego sentenciar y decretar el mejor modelo discursivo y normativo. La famosa ansiedad por enseñar valores, inculcarlos, como se solía decir unas décadas atrás, desde la cuna en adelante, en los colegios, en la televisión, tiene aquí una eficacia insólita y poderosa.

Rango

Rango

Por alguna razón misteriosa, el cine dirigido a los niños ha sido casi siempre un cine de animales. Nuestra especie democratiza a la fuerza el habla al resto de las especies. En esta operación hay otros procedimientos no menos insólitos: la desnudez de los animales, su sexo, sus comportamientos feroces y distintivos se adornan y domestican; desaparece la naturaleza de las bestias gracias a un sortilegio antropocéntrico por el cual un tiburón toma el semblante de Will Smith, una hormiga se mimetiza facialmente con Stallone y Allen, y una lagartija puede canalizar los movimientos corporales de Johnny Depp. Lo fundamental es vestir y revestir al animal, aunque eventualmente se perfeccionan los rasgos de la especie elegida. Es lo que sucede en Rango, la magnífica película de Gore Verbinski, cuya moraleja política va más allá de la regular colonización animada del mundo animal.

¿A qué se debe esta compulsión obsesiva por convertir a los animales en entidades casi humanas? Como si fueran madres secundarias (Vigotsky sugería que la madre presta su conciencia a su hijo en el proceso de aprendizaje), en este esquema de representación los animales, que naturalmente carecen de habla, una situación inicial que comparten con los niños, mutan en la ficción como prestadores de conciencia, de tal modo que ya de grandes, cuando hemos aprendido que ni siquiera un loro piensa aunque repita palabras, el hábito de atribuirle una actitud intencional a nuestras mascotas persiste. Nuestro perro puede esperarnos, pero jamás puede esperarnos un miércoles, una distinción precisa de Wittgenstein que ilumina la transgresión metafísica de Disney y compañía.

Por eso un film extraordinario como Kirikú y la bruja, de Michel Ocelot, y algunas películas de Miyazaki constituyen una excepción a la regla, incluso la trilogía de Toy Story y las dos Cars participan de esta heterodoxia. La vida secreta de los juguetes en los famosos films de Pixar no es otra cosa que la radicalización de los juegos de la imaginación característicos de la niñez, lo que sucede también en la exquisita y obsesiva antropomorfización de los automóviles en Cars, cuya segunda parte viene acompañada de una preocupación política y ecológica por los combustibles.

Pero es la película de Ocelot la va que más lejos. En Kirikú y la bruja los animales no sólo carecen de habla sino que un niño recién nacido ya nace con la facultad del habla en acto. El pequeño Kirikú encarna el gesto más insolente de la inteligencia: la pregunta, el cuestionamiento sobre lo naturalizado, la sospecha sobre lo dado. En la película, toda una aldea vive aterrorizada por la bruja Karabá. Los aldeanos temen a la bruja, que además de sacarles el oro y el agua convierte a los hombres en fetiches. Kirikú se convertirá decididamente en un caballero de la razón. Su lucha contra la superstición se sustenta en interrogar y, por consiguiente, desestabilizar el sentido común y sus mitos. Descubrirá los motivos de la sequía, resolverá el misterio del fetichismo y hasta podrá ver en la bruja a una mujer sufriente. Sucede que el film de Ocelot, más que introducir a una metafísica y a una cosmovisión, presenta de manera indirecta un estilo de vida particularmente ligado a África, invita descaradamente a los niños a ser clarividentes, a valerse por sí mismos frente a las cosas y el mundo. No se les dice qué pensar, ni se los seduce a alinearse con un conjunto de valores que explicarían los misterios del mundo: más bien se retrata una actitud y una aptitud, una sola indicación, acaso una discreta sugerencia, por la cual el niño, si la advierte y más tarde la aplica, incluso ya en su edad adulta, mantendrá una relación abierta y crítica con su infancia. La contingencia no será el cuco sino una condición inicial de la especie, su desnudez simbólica y animal, la infancia que resiste a la genuflexión, a la confesión y al asentimiento de una fe, del tipo que fuera.

En el cine, cada tanto, se puede ver ese instante preciso en donde un niño es testigo de la contingencia y del esfuerzo adulto por conjurarla. En Ponette, de Jacques Doillon, una niña debe enfrentar la muerte de su madre, y toda la película no es otra cosa que un estudio de cómo la creencia religiosa sobre la vida en el más allá se ajusta al psiquismo de la niña frente a la ausencia material de la madre. Pocas veces una película ha insistido tanto, casi hasta la crueldad, sobre cómo vive un niño la muerte de un padre o una madre, un fenómeno que de por sí se resiste a la simbolización, pues es justamente la muerte de un ser querido el momento en el que la fuerza de la creencia se pone en juego y tambalea en su hechizo explicativo.

La noche del cazador

Hay otros ejemplos: El verano de Kikujiro, de Takeshi Kitano, Yuki & Nina, de Hippolyte Girardot y Nobuhiro Suwa, ¿Dónde está la casa de mi amigo?, de Abbas Kiarostami, La noche del cazador, de Charles Laughton, El vuelo del globo rojo, de Hou Hsiao-hsien, El largo día acaba, de Terence Davies, son títulos fundamentales para confrontar y mirar a la infancia como la edad inacabada y siempre presente signada por la contingencia.

En efecto, si, como sucede en el film de Kiarostami, la altura de cámara coincide (casi) siempre con la perspectiva desde donde mira el niño, en nuestra edad adulta la infancia repiquetea siempre cuando el discurso deja de ordenar nuestra experiencia y su incuestionada vulnerabilidad queda en evidencia. Es que el desamparo metafísico liga al niño y al hombre. Curiosa paradoja: cuando se intuye o se ve la imperfección del lenguaje y la impotencia de todas las creencias la orfandad de la edad adulta devela la presencia de la infancia. La desposesión y la desprotección son el extraño y misterioso reverso de la libertad con la que se encara el juego y desde donde surgen las preguntas.

Este artículo fue publicado por la revista Quid del mes de agosto-septiembre 2011. 

Roger Koza / Copyleft 2011