EL HIJO DE SAÚL / SAUL FIA (02): PERCEPCIONES DE LA INFAMIA

EL HIJO DE SAÚL / SAUL FIA (02): PERCEPCIONES DE LA INFAMIA

por - Críticas
10 Mar, 2016 04:14 | 1 comentario

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Por Roger Koza

Aberración fría y perfeccionamiento racional de la vileza: ni siquiera han pasado 100 años desde que una nación y sus dirigentes soñaron con poblar la Tierra de iguales y extirpar a los defectuosos que no estaban a la altura de una pureza ontológica ideal cuyos voceros reclamaban su potestad. El proyecto era colosal y delirante y no impedía que la escoria a eliminar trabajara por un tiempo para los nuevos señores del mundo.

La década del ’30 del siglo pasado todavía está cerca. Desde el fin oficial de la barbarie en clave racional en 1945 no se ha podido todavía dilucidar del todo el porqué de ese período. Los estertores de aquella aniquilación monótona y vergonzosa habían doblegado en su momento cualquier expresión sensible. Se creyó que era imposible volver a encontrar una rima para que el lenguaje restituyera su inocencia: ningún signo podía desentenderse de la abyección circundante. La humanidad había conocido su derrota como especie; la civilización había sido una quimera de lobos.

La poesía parecía imposible, la filosofía una actividad devastada. El pueblo del delirio era aquel que creía sintonizar mejor que nadie con los griegos. Reclamaban para sí la excelencia del pensamiento. Ese mismo pueblo le rendía pleitesía a un hombre sin grandes atributos. Mi lucha era una evidencia de su patetismo. En 1940, un genio del cine se le reía en la cara. Como se ha dicho alguna vez, el cómico le disputó la autoría del bigote, aunque lo más hermoso de aquella película cuyo protagonista rivalizaba con ese líder tanático residía en la ridiculización de su discurso público. Chaplin profiriendo ruidos onomatopéyicos y gesticulando como un imbécil en plena guerra era de una osadía que aún hoy nos cuesta entender. El humor es siempre insoportable para el fascista. Pero esa es otra historia. Lo que se debe decir es que el cine siempre asumió la misión de filmar el horror del Holocausto. No se rehusó a buscar un orden visible que pudiera esclarecer lo indecible. Las pruebas son conocidas: El gran dictador de Chaplin, Ser o no ser de Ernst Lubitsch.

Después de 1945, siempre habrá una pregunta inmediata: ¿cómo filmar la experiencia en un campo de concentración? ¿Cómo puede una imagen mostrar aquello que detiene al poder descriptivo del lenguaje? Por definición, el trauma es una forma de experiencia que no puede ser simbolizada. El primero en estar a la altura de la circunstancias fue Alain Resnais. Noche y niebla llegaría diez años después del fin del horror. Allí se revelaba todo: el funcionamiento holístico del exterminio y las consecuencias siniestras sobre las víctimas. Se podía ver más de lo que se imaginaba: una grúa amontonando cadáveres para arrojarlos a una fosa como si se tratara de escombros; una inmensa montaña de pelos en un cuartel; una pila de cráneos reposando en una palangana. Lo irrepresentable era representable. Ninguna interdicción, ningún límite: la abyección podía ser filmada; el tema sería siempre cómo.

Al menos desde mayo del año pasado, cuando El hijo de Saúl se estrenó en el festival de Cannes, existe un nuevo intento de filmar la experiencia del campo bajo unas coordenadas que no habían sido examinadas. El joven director húngaro László Nemes, asistente de dirección del gran Béla Tarr en Sátántángo y Las armonías Werckmeister, quiso reproducir sensorialmente la experiencia extrema de estar en un campo. No ideó para eso un sistema de representación en 3D, que eventualmente podría haber simulado y estimulado una situación óptica de lo abominable bajo la ilusión de sentirse visualmente en el terreno. Ese camino fue descartado, acaso porque esa forma de mirar ha sido demasiado naturalizada y ya no despierta ninguna novedad perceptiva. Si el objetivo era decodificar la mirada sobre el campo, había que inventar una forma inédita.

Desde el plano de apertura, sin duda los mejores minutos de El hijo de Saúl, se explicita una poética general ideada para remedar la percepción visceral e inmediata de un hombre que está en un campo. La táctica formal es la siguiente: en primera medida, reducir la amplitud de la mirada comprimiendo todo el campo visual. Para eso no es suficiente la implementación y elección del viejo formato clásico de 4:3. Nemes acentúa el encogimiento de lo real “nublando” la profundidad de campo. ¿Cómo lo consigue? Elije desenfocar lo que permanece en el fondo del plano y mantener la inteligibilidad solamente en la cercanía de su protagonista, de ahí la necesidad de que el registro esté prácticamente pegado al cuerpo. No es estrictamente un plano subjetivo, es más bien un plano envolvente desde donde surge una perspectiva. Excepto por el inicio y más todavía el final, lo que ve Saúl es lo que ve el espectador en todo momento. La extensión de la mirada es lo que perfecciona el dispositivo, un recurso que busca la fatiga existencial y física de quien mira y que define también la experiencia del protagonista. Lo otro, los otros, lo circundante no se ve prácticamente, pero se escucha. El diseño sonoro releva a la imagen y en la disyunción entre lo visto y lo escuchado el realizador se juega todas sus cartas para trabajar sobre el aparato perceptivo del espectador con el afán de introyectar el horror físico en el cuerpo de la audiencia.

El hombre elegido no es cualquier hombre. Saúl no es un judío entre otros. Saúl representa una excepción maldita, un envilecimiento atroz de los nazis, que podían concebir y producir a un hombre como una máquina sin sentimientos. Se trata de una figura problemática, un monstruo fabricado por los nazis y de una innegable perversión pragmática: Saúl es un sonderkommando, un miembro de esas unidades de trabajo específico destinadas en los campos a las asignaciones especiales. Mayoritariamente judíos, los sonderkommandos eran quienes tenían a cargo aligerar y dinamizar todo los movimientos y tareas concernientes al exterminio concreto. Preparar a las víctimas para entrar a la cámara de gas, quitarles y revisarles la ropa, buscar objetos de valor, arrastrar los cadáveres, limpiar la sangre y volver a empezar. Tarde o temprano, aunque no vestían indumentaria a rayas y obtenían algún que otro beneficio menor, como un poco más de comida, también eran aniquilados.

El hijo de Saúl transcurre en octubre de 1944, cuando en Auschwitz corrían rumores de que la aniquilación en marcha también incluiría a los sonderkommandos. Una subtrama del film, apenas esbozada, tiene que ver con la secreta resistencia de algunos prisioneros húngaros. La conocida rebelión está en ciernes: incluso, en un pasaje Saúl no conseguirá pasar pólvora del pabellón de las mujeres al de los hombres. La indeterminación de la escena induce a pensar que se trata una vez más de la alteración perceptiva de Saúl, incapaz de reconocer y responder a los requerimientos de quien quizás sea su esposa. En el contexto del film, la escena irrumpe de un modo inesperado que no consigue ser orgánico con el resto del relato y con el único móvil que mueve la totalidad de la narración: la voluntad de Saúl se reduce a enterrar, con el aval de un rabino, a su presunto hijo, una obsesión teológica que ha provocado muchas interpretaciones, pero que lleva al espectador a centralizar su ansiedad y angustia en que Saúl pueda alcanzar su objetivo, a expensas de dejar en fuera de campo a una cantidad de hombres y mujeres que van siendo asesinados a medida que avanza el relato. No es un fuera de campo total. Las víctimas tienen permitido hacer ruido, prácticamente no tienen rostro y constituyen un fondo ontológico de desesperación que contextualiza la soledad e incluso hasta explica la insania provocada por la situación horrorosa por la que pasa Saúl. Pero ellos son en función de Saúl. En otras palabras, los prisioneros ponen su cuerpo y regalan sus alaridos como efecto especial. A Saúl no le importan, sí su supuesto hijo, que probablemente jamás tuvo, pero que ha decidido “adoptar” una vez que descubre que ha sobrevivido a la cámara de gas y un militar, un poco después, lo asfixia.

El gran problema de El hijo de Saúl consiste en que lo que sucede en la conciencia atormentada de Saúl, incapaz ya de sentir a las víctimas, aunque sí de velar por ese hijo que imagina, puede duplicarse e imponerse en la propia conciencia de los espectadores, ya que el relato adquiere un dramatismo ascendente vinculado con el escape de Saúl con su hijo a cuestas con el fin de darle una digna sepultura. La intensificación perceptiva y la concentración narrativa implican un olvido de los otros, o al menos una exclusión dramática. La angustia de Saúl fagocita lo circundante. En ese sentido, opera un extraño sistema de protección, no muy lejos de lo que ocurría con la banal La vida es bella de Roberto Benigni. En ese otro film oscarizado, como señaló Slavoj Zizek en su momento, Benigni trataba a la audiencia como su personaje lo hacía con el niño. Una mentira comprensible (aquella según la cual todos los internos participaban de un juego de supervivencia) protegía al niño para que no entendiera lo que estaba pasando. Aquí, el tratamiento de Saúl por parte de Nemes es consustancial con el modo en el que el director trata al espectador. La poética elegida para intensificar la experiencia psicotizante de Saúl se extiende a la recepción.

En la medida que importa más la sepultura de un hijo que el número de muertos la alienación del protagonista neutraliza el horror y privilegia el suspenso de un entierro como si se tratara de una alegórica salvación. Es aquí donde el film pacta con el diablo. En comparación, su ostensible deshistorización y su indesmentible renuncia a indagar sobre la constitución subjetiva de los sonderkommandos resultan errores secundarios

Este texto fue publidado en otra versión por la Revista Ñ en el mes de marzo 2016

Roger Koza / Copyleft 2016