EL EJÉRCITO DE LAS SOMBRAS

EL EJÉRCITO DE LAS SOMBRAS

por - Ensayos
14 Jul, 2008 05:43 | comentarios

Por Nicolás Prividera

 

Otro gran texto de Prividera que, indirectamente aunque por vía distinta, repite y analiza un problema que intenté advertir y cuestionar en un ensayo que se puede leer aquí bajo el título de El ojo privatizado; sin embargo hay notables diferencias: el abordaje de Prividera, como siempre, es histórico, y el mío, en esa oportunidad, intentaba ser un análisis del presente y de un posible futuro. Además, se trata de un texto que pertenece a una nueva serie sobre la vocación política del cine, como la de los museos y el cine, serie que se puede leer también aquí. (Roger Koza)

Apuntes sobre la vocación política del cine (I)

 Nuestras derrotas solo demuestran que somos pocos

los que luchamos contra la infamia.

Y de los espectadores, esperamos que al menos se sientan avergonzados.

 Bertolt Brecht

 0. Espectadores o actores

Cuando vamos al cine a ver una película «larga» o «lenta» (según la caracterización vulgar y corriente de cualquier película que rompe el decoro clásico) nos enfrentamos a una doble experiencia: la (personal) del film en sí, y la (compartida) de la sala. Pues si bien sabemos (en la era de la «reproductibilidad técnica» individual) que no es lo mismo «ver una película» que «ver una película en el cine», tampoco es lo mismo pensar en el cine como experiencia privada (que me pasa viendo la película) que como experiencia social (que nos pasa viendo la película). Esta segunda forma de la experiencia (que alguna vez fue única y ahora está empezando a desaparecer) es la que inspira estas líneas.

 I. Rojo o blanco

Una de mis últimas experiencias cinematográficas compartidas (porque no basta tampoco la simple cohabitación en una sala para que se transforme en experiencia social) fue ver Voces espirituales (la gran elegía bélica de Sokurov), en su versión completa de cinco horas, en la sala Lugones (viejo templo de cinéfilos y jubilados). Imaginaba (no solo por la larga duración, sino por el tema: un documental sobre el ejército ruso languideciendo en una de sus últimas escaramuzas) que la película estimularía la impaciencia de los habitués no avisados, y de hecho así sucedió, ya desde el primer capítulo (enteramente construido en base a un único plano): un hombre de edad (avanzada) exteriorizó su hartazgo en varios momentos, y aunque alcanzó a ver (y maldecir) hasta el tercer capítulo, aprovechó el obligado intermedio para retirarse, no sin antes emitir a viva voz un lamento cuasi sokuraviano (tan seco como desganado) por toda la situación: que era triste ver a ese ejercito desesperanzado (que le daba tristeza no sólo por ellos sino por nosotros, sus espectadores), que prefería los iracundos soldados de Eisenstein… Y aunque yo compartía, ante su perorata, el fastidio de mis ofuscados vecinos, no pude sino pensar (con mas tristeza que nostalgia) que entre las inconmensurables soldadescas de Eisenstein y de Sokurov mediaba la impiedad de la Historia.

II. Pueblo o público

El sujeto moderno se constituye al dejar de ser espectador de la experiencia (estar fuera de la Historia) y devenir protagonista (de la Revolución Francesa), para luego volver a hacer suya la experiencia del espectador (al asistir al triunfo de la contrarrevolución). En su libro Historia y crítica de la opinión pública, Habermas hace una historización de la formación moderna de ese concepto a partir del triunfo de las revoluciones burguesas. Podríamos decir (radicalizando su visión) que la burguesía crea ese cuerpo fantasmal para una revolución traicionada: la «opinión pública» (y la prensa como «cuarto poder») pasa entonces a representar (a exorcizar) a ese «pueblo» que ha sido despojado de su potencial revolucionario. Pero aun cuando se abandonan los ideales de la revolución (y la «fraternidad» y la «igualdad» se sacrifiquen en el altar de la «libertad»), esta persiste como utopía inconclusa y reaparece a lo largo del siglo XX (haciendo del cine su medio privilegiado). «Todo espectador es un cobarde o un traidor»: esa frase de Fanon, que Solanas nos escupe en La hora de los hornos, se hace carne doblemente en el espectador de cine. Por eso la gran utopía del cine (político) fue la de (re)convertir al «público» en «pueblo».

III. Estado o revolución

Para que un Estado se forme hace falta un ejército y una frontera, pero si quiere ser una Nación debe articular lo que Benedict Anderson denomino «comunidad imaginada»: una población unida por una «tradición» (es decir: un volk-geist). Y articular desde allí un futuro ilusorio, sea para repetir la tradición (statu quo) o para violentarla hacia una nueva fundación (revolución). El siglo XX estuvo atravesado por esta ansia (que viene del XIX: de la formación de los estados nacionales por las revoluciones burguesas y por la formación de las utopías internacionalistas de los revolucionarios del proletariado): Alain Badiou la llamó (en su libro El siglo), la «pasión de lo real». Y si el cine es el gran arte del siglo XX (y también hijo de las imaginaciones técnicas del XIX), no podía sino darle al siglo su imagen más representativa: la escena de las escalinatas de Odessa en El acorazado Potemkin. Si Eisenstein logra allí la gran escena de la gran película de la vanguardia moderna es porque convoca al público a sublevarse como pueblo. Pero ese gesto (sólo posible en un contexto revolucionario) se agota en Octubre como la misma revolución rusa se agota en el «realismo socialista» y los gulags: el estalinismo impone su tradición con sangre. Eisenstein lo vivió en carne propia, y lo preanunció de algún modo en su cine, ganado por el monumentalismo. Por eso la dura crítica de Godard a la vanguardia soviética (en el mas acabado film-manifiesto de sus «años Mao», Viento del este): por ilustrar el pasado en vez de denunciar (¿pero cómo hacerlo?) el presente mismo de la revolución. Y sin embargo (mientras Godard mismo cayó anonadado ante el perjurio de la Historia), esa imagen de las escalinatas de Odessa sobrevive (aunque sólo sea como «espectro», como el eterno rostro del Che). Tanto que Chris Marker la utilizará para abrir y puntuar su largo relato de la caída de la neo-vanguardia (política y artística) en esa larga elegía llamada El fondo del aire es rojo. Y es que esa secuencia perfecta ha atravesado los cambios del siglo: copiada, reproducida, plagiada, retomada hasta el hartazgo o hasta la victoria (siempre). Incluso hasta ser apropiada como mera cita posmoderna (de Odessa a Hollywood, como en Los intocables de De Palma): para el pueblo convertido una vez más en público.

IV. Vanguardia o patrulla perdida

La vanguardia quería unir arte y vida, y triunfo a lo Pirro: el sistema tomó sus postulados y los convirtió en mercantil experiencia (de museo para la alta cultura, de vida cotidiana para la cultura masiva). El cine pasó de arte total a arte (de)facto: sea en los museos o en la TV, los films se han convertido en pura experiencia «estética» (y sus excesos incorporados al ritual, como las panteras de Kafka). Godard se retiró a la jaula dorada de su exilio Suizo, Pasolini y Rocha murieron (no casualmente) cuando eran conscientes de esa involución. La neo-vanguardia de los ’60 sólo había logrado fastidiar a los espectadores (en Aullidos en favor de Sade de Debord, o Sleep de Warhol) pero no devolverlos al pueblo (como pretendía el «cine-liberación»). Y la posmodernidad (el largo desencanto post-’68 ) dejó finalmente a la vanguardia sin Historia, convertida hoy en mero procedimiento por cineastas que hacen de la expulsión un signo de pertenencia al grupo de iniciados (cerrando así un retorno al infantilismo de dadá o a un neo-primitivismo esta vez disociado de su espíritu moderno). Ya no discutimos las películas, sólo discutimos con las películas (eso deja ver la experiencia del cine cuando remeda por un momento su razón social): gritamos a la muda pantalla o (si defendemos nuestro derecho burgués al disfrute silencioso, dejando la gritada sociabilidad para las salas pochocleras) entablamos intestinas luchas contra quienes imprecan a la pantalla, para que se vayan del cine y nos dejen disfrutar de nuestra (solitaria) «experiencia». Y es que el cine contemporáneo no nos ofrece ninguna «ilusión» (imaginaria o real, esa sería otra discusión) de comunidad: la ha resignado ante el cine-espectáculo (cada vez mas espectáculo y cada vez menos cine).

 

V. Coda o preludio

El gran desfile es un film de King Vidor realizado el mismo año que Potemkin, y es de algún modo su contracara hollywoodense (si en Eisenstein el fresco colectivo es un llamado a la revolución social, en Vidor el melodrama es un argumento particular para oponerse a la guerra). Pude rever la película, acompañada en piano por Carmen Baliero, en un ciclo de la Biblioteca Nacional que remeda las viejas exhibiciones de cine mudo. La pianista tocaba, golpeaba, acariciaba las teclas, las cuerdas y la madera misma, utilizando todo tipo de objetos: más que ilustrar las imágenes, creaba una verdadera banda sonora, única e irrepetible. Antes de empezar se había vuelto hacia la platea para pedirnos que, en un determinado momento (cuando en la pantalla apareciera una manifestación en apoyo al inicio de la gran guerra), la concurrencia estallara en aplausos y vítores. Aceptamos jugar ese brechtiano rol (jugar a apoyar ciegamente la guerra) y por un instante mágico la pianista, el público, y las sombras en la pantalla nos movimos al unísono: les pusimos el cuerpo, además de la voz, y por unos momentos nos sentimos parte del «gran desfile»… Pero sabíamos que sólo era para ser grabado y vuelto a ver en DVD (la pianista nos había alentado explicándonos que ese acto iba a quedar «registrado» para la historia), y cuando abandonamos la sala nos disgregamos en la noche, alegres y solitarios, como quienes huyen de una guerra perdida.

FOTOS: 1) fotogramas de Voces espirituales; 2) fotograma El acorazado de Potemkin; 3) fotograma de El gran desfile.

Copyleft 2008 / Nicolás Prividera